sábado, 30 de junio de 2018

SERMÓN DE MONS. LEFEBVRE CON OCASIÓN DE LAS CONSAGRACIONES DE LOS 4 OBISPOS DE LA FSSPX, EL 30 DE JUNIO DE 1988


Excelencia, querido Monseñor de Castro Mayer, mis queridos amigos y hermanos:
Nos reunimos aquí para una ceremonia ciertamente histórica, pero quiero, en primer lugar, daros algunas informaciones.
La primera de ellas quizá os extrañará un poco, como también me sorprendió a mí. Ayer por la tarde tu­vimos una visita: un enviado de la Nunciatura en Berna, con un sobre que contenía un llamado de nues­tro Santo Padre el Papa, po­nien­do a mi disposición un coche que debería conducirme inmediata­mente a Roma para evitar que hicie­ra hoy estas consagraciones. Todo esto sin decirme ni por qué, ni adónde debía dirigirme en Roma. ¡Juzgad vosotros mismos respecto a la oportunidad y prudencia de esta medida!
He ido a Roma en distintas ocasiones a lo largo de este año, incluso semanas enteras, y el Santo Padre no me ha invitado para que fuera a verlo. Es verdad que me hubie­ra sentido feliz de hacerlo si hubie­ra habido acuerdos definitivos. Hasta aquí esta información. Os la comunico sencillamente y tal como me enteré ayer por una carta de la Nunciatura.
Y ahora paso a daros algunas informaciones sobre la significación de la ceremonia y otros aspectos que la conciernen.
Los futuros consagrados, los futuros obispos, han prestado ya, personalmente ante mí, el juramento que se encuentra en el pequeño ritual que estoy seguro que muchos de vosotros habéis adquirido para seguir la ceremonia de la consagración de obispos. Por lo tanto se ha prestado ya el juramento, además del juramento antimodernista, como se prescribía en otro tiempo para la consagración de los obispos, junto a la profesión de fe. Han hecho ya estos juramentos y esta profesión de fe en mi presencia, tras unos cortos ejercicios en Sierre estos últimos días. No se extrañen si comenzamos inmediatamente por el interrogatorio sobre la fe, la fe que la Iglesia pide a los que van a ser consagrados.
Seguidamente les hago saber también que después de la ceremonia podrán, por supuesto, pedir la bendición a estos obispos y besarles el anillo. No es costumbre en la Iglesia besar las manos de los obispos como se besan las manos de los nuevos sacerdotes, tal como lo han hecho ayer. Antes bien se les pide la bendición y se les besa el anillo.
Esta ceremonia manifiesta nuestra unión con Roma y con la Iglesia de siempre. Es necesario que comprendáis bien que esta ceremonia no es un cisma. A su disposición están a la venta una serie de libros y folletos que contienen todos los elementos que pueden hacerles comprender por qué esta ceremonia, aparentemente hecha contra la voluntad de Roma, no es en absoluto un cisma. No somos cismáticos. Si se excomulgó a los obispos de China, que están separados de Roma y sometidos al gobierno chino, se comprende muy bien por qué el Papa Pío XII los excomulgó. No se trata en absoluto entre nosotros de separarnos de Roma y someternos a un poder cualquiera extraño a Roma, ni de formar una especie de Iglesia paralela como la han hecho, por ejemplo, los obispos de El Palmar de Troya, en España, nombrando un papa y formando un colegio car­denalicio. No se trata en absoluto de algo semejante. Lejos de nosotros está este pensamiento miserable de alejarnos de Roma.
Por el contrario, realizamos esta ceremonia para manifestar nuestra unión con Roma. Para manifestar nuestra unión con la Iglesia de siem­pre, con el Papa y con todos los que han precedido a estos Papas que desde el Concilio Vaticano II, desgraciadamente, han creído que debían dar su adhesión a los grandes errores que están en trance de destruir la Iglesia y destruir el sacerdocio católico. Precisamente en­contraréis entre estos folletos, que están a vuestra disposición, un estudio verdaderamente admirable hecho por el profesor Rudolf Kas­chenwsky, de “Una voce korres­pondenz” de Alemania, en el que explica maravillosamente por qué estamos en el caso de necesidad pa­ra ir en socorro de vuestras almas, en socorro vuestro. 

Pienso que vuestros aplausos de hace unos mo­mentos eran una manifestación espiritual que traducían vuestra alegría por tener al fin obispos y sacerdotes católicos que salven vuestras almas, que den a vuestras almas la vida de Nuestro Señor Jesucristo, mediante la doctrina, los sacramentos, la fe y el Santo Sacrificio de la Misa.
La vida de Nuestro Señor, de la que tenéis necesidad para ir al Cielo, está desapareciendo por todas partes en esta Iglesia conciliar. Va por unos caminos que no son los caminos católicos. Sencillamente conducen a la apostasía. Por eso hacemos esta ceremonia. Lejos de mí el erigirme en Papa. No soy nada más que un obispo de la Iglesia Católica que continúa transmitiendo la doctrina. Tradidi quod et accepi. Pienso, y sin duda eso no tardará, que se podrán grabar sobre mi tumba estas palabras de San Pablo: Tadidi quod et accepi: “Os he transmitido lo que recibí”, sencillamente. Soy el cartero que lleva una carta. No soy yo quien ha escrito esta carta, este mensaje, esta palabra de Dios: es Él, Nuestro Señor Jesucristo. Y lo hemos transmitido, mediante estos queridos sacerdotes aquí presentes y mediante todos aquellos que creyeron un deber el resistir a esta ola de apostasía en la Iglesia, guar­dando la fe de siempre y transmitiéndola a los fieles. No somos nada más que los portadores de esta noticia, de este Evangelio que Nuestro Señor Jesucristo nos ha dado, así co­mo los medios para santi­fi­carnos: la Santa Misa, la verdadera Santa Misa, los verdaderos sacramentos que dan realmente la vida espiritual.
Me parece oír, mis queridos hermanos, las voces de todos estos Papas, desde Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII, decirnos: "Por caridad, por piedad, ¿qué vais a hacer de nuestras enseñanzas, de nuestra predicación, de la fe católica? ¿Vais a abandonarlo? ¿Vais a dejar que desaparezca de este mundo? Por caridad, por piedad, seguid guardando este tesoro que os hemos dado. ¡No aban­donéis a los fieles, no abandonéis a la Iglesia! ¡Se­guid trabajando por la Iglesia! A fin de cuentas, desde el Concilio, lo que hemos condenado es lo que las autoridades romanas adoptan y pro­­fesan. ¿Có­­mo es posible esto? He­­mos con­de­nado el liberalismo, el comunismo, el socialismo, el modernismo, Le Sillon." Todos estos errores que hemos condenado resulta que ahora son profesados, adoptados, sostenidos por las autoridades de la Iglesia. ¿Es posible esto? "Si no hacéis algo para continuar esta tradición de la Iglesia que os hemos dado, desaparecerá todo. La Iglesia desaparecerá. Todas las almas se perderán."
Nos encontramos ante un caso de necesidad. Lo hemos hecho todo intentando que Roma comprenda que es necesario volver a esta actitud del venerado Pío XII y todos sus predecesores. Hemos escrito, hemos ido a Roma, hemos hablado. Monseñor de Castro Mayer y yo hemos enviado cartas varias veces a Roma. Hemos intentado mediante estas conversaciones, por todos los medios, conseguir que Roma comprenda que desde el Concilio, este aggiornamento, este cambio que se ha producido en la Iglesia, no es católico ni conforme a su doctrina de siempre. Este ecumenismo y todos estos errores, esta colegialidad, son contrarios a la fe de la Iglesia y están a punto de destruirla. Por eso estamos convencidos que al hacer esta consagración obedecemos a la llamada de estos Papas y por consiguiente a la llamada de Dios, ya que ellos representan a Nuestro Señor Jesucristo en la Iglesia.
Y ¿por qué, Monseñor -me preguntan- no ha continuado con esas conversaciones, que sin embargo daban la impresión de llegar a cierto en­tendimiento? Pre­cisamente porque al mismo tiempo que estam­paba mi firma en el protocolo, en ese instante, el enviado del Cardenal Ratzinger, que me traía este protocolo para firmarlo, me entregaba seguidamente una carta en la que me rogaba que pidiese perdón por los errores que yo profesaba.
Si estoy en el error, si enseño errores, está claro que se me debe traer de nuevo a la verdad, de acuerdo con los que me envían este protocolo para ser firmado reconociendo yo mis errores. Como si me dije­sen: si reconoce sus errores, le ayudamos para que vuelva a la verdad. ¿Qué verdad es ésta, según ellos, si­no la verdad del Vaticano II, la ver­dad de esta Iglesia conciliar? Pues es cierto que para el Vati­cano la única verdad que existe hoy es la verdad conciliar, el espíritu del Concilio, el espíritu de Asís. Esa es la verdad de hoy. Y eso no lo queremos por nada del mundo.
Por esta razón, al constatar la voluntad firme de las actuales autoridades romanas de hacer desaparecer la Tradición y conducir todo el mundo a este espíritu del Vaticano II y a este espíritu de Asís, evidentemente hemos preferido retirarnos y he contestado: "no, no podemos. Es imposible." Es imposible so­meternos a la autoridad del car­de­nal Ratzinger, presidente de esta comisión romana que debía dirigirnos. Sería ponernos en sus manos y por consiguiente en las manos de los que nos quieren llevar al espíritu del Concilio, al espíritu de Asís. No es posible.
Por esta razón envié una carta al Papa diciéndole muy claramente: "no podemos, a pesar de to­dos los deseos que tenemos de es­tar en plena comunión con S.S., y dado este espíritu que reina ahora en Roma y que quieren comunicarnos; preferimos continuar en la Tradición, guardar la Tradición, esperando que esta Tradición reen­cuentre su puesto en Roma, su puesto entre las autoridades romanas y en el espíritu de estas autoridades romanas."
Todo esto durará lo que Dios tenga previsto. No me pertenece el saber cuándo obtendrá de nuevo la Tradición sus derechos en Roma, pero juzgo que es mi deber aportar los medios para llevar a cabo lo que llamaré la operación “supervivencia”, operación “supervivencia” de la Tradición. Esta jornada de hoy es la operación “supervivencia”. Y si hubiera hecho esa otra operación con Roma, siguiendo los acuerdos que habíamos firmado y poniendo en práctica a continuación estos acuerdos; haría la operación “suicidio”. Así pues, no hay elección: ¡de­bemos sobrevivir! Y por eso hoy, al consagrar a estos obispos, estoy persuadido de continuar, de hacer vivir la Tradición, es decir, la Iglesia Católica
Sabéis bien, queridos hermanos, que no puede haber sacerdotes sin obispos. Todos esos seminaristas aquí presentes, si mañana me llama Dios, lo que sin duda no tardará, ¿de quién recibirán el sacramento del orden? ¿De los obispos conciliares cuyos sacramentos son dudosos ya que no se sabe exactamente cuáles son sus intenciones? No es posible. Así pues, ¿quiénes son los obispos que han guardado verdaderamente la Tradición, que han guardado los sacramentos tal co­mo la Iglesia los ha administrado desde hace veinte siglos hasta el Concilio Vaticano II? Somos Monseñor de Castro Mayer y yo. ¿Qué voy a hacer yo? Es así. Muchos seminaristas han confiado en nosotros, han sentido que ahí estaba la continuidad de la Iglesia, la continuidad de la Tradición. Y han veni­do a nuestros seminarios, a pesar de las dificultades que han encontra­do, para recibir una verdadera ordenación sacerdotal, y para poder ofrecer el verdadero sacrificio del Calvario, el verdadero sacrificio de la Misa y daros los verdade­ros sacramentos, la verdadera doctrina, el verdadero catecismo. Este es el fin de nuestros seminarios.
No puedo, en conciencia, dejar a es­tos seminaristas huérfanos. Y a vosotros no puedo dejaros también huér­fanos, desapareciendo sin hacer nada por el futuro. No es posible. Sería algo contrario a mi deber.
Por este motivo, hemos escogido, con la gracia de Dios, a sacer­do­tes de nuestra Fratrenidad que nos han parecido los más aptos, y que, al mismo tiempo, se encuentran en cir­cunstancias, lugares y funciones que les permiten cumplir más fácil­mente su ministerio episcopal, confirmar a los niños y conferir órdenes en nuestros diversos seminarios.
Me parece que con la gracia de Dios, Monseñor de Castro Mayer y yo, habremos dado en esta consagración los medios para que la Tradición continúe, los medios para que los católicos que lo deseen se mantengan en la Iglesia de sus padres, de sus abuelos, de sus antepasados; estas iglesias fundadas pa­ra ser las parroquias de todos vosotros, estas bellas iglesias que tenían hermosos altares que a menudo han sido destruidos para poner en su lugar una mesa, manifestando así el cambio radical que se ha operado desde el Concilio respecto al Santo Sacrificio de la Misa, que es el corazón de la Iglesia y también el fin del sacerdocio.
Así pues, queremos daros las gracias por haber venido en tan gran número a animarnos en la ejecución de esta ceremonia. También nuestros ojos se vuelven hacia la Virgen María. Sabéis bien, queridos hermanos -seguro que os lo han dicho-, cómo León XIII en una visión profética que tuvo, dijo que un día la Sede de Pedro sería la sede de la iniquidad. Lo dijo en uno de sus exorcismos, en el “exorcismo de León XIII”. ¿Es hoy? ¿Mañana? No sé. En todo caso ha sido anunciado. La iniquidad puede ser sencillamente el error. El error es una iniquidad: no profesar ya la Fe de siempre, no profesar ya la Fe católica, es un grave error. ¡Si hay una gran iniquidad, es precisamente esa! Realmente creo que puedo decir que no ha habido nunca una iniquidad más grande en la Iglesia que la jornada de Asís, ¡que es contraria al primer mandamiento de Dios y contraria al primer artículo del Credo! ¡Es algo tan increíble que una cosa así haya podido realizarse en la Igle­­sia, ante los ojos de toda la Iglesia humillada! Nunca hemos sufrido una humillación semejante. Todo esto lo podrán encontrar en el pequeño libro del Daniel le Roux, que ha sido editado especialmente para proporcionarles todo tipo de información sobre la situación actual de Roma.
No solamente el Papa León XIII ha profetizado estas cosas, sino Nues­tra Señora. Últimamente, el sacerdote que está encargado del Prio­rato de Bogotá en Colombia, me ha traído un libro que versa sobre las apariciones de Nuestra Señora del Buen Suceso, que tiene una iglesia, una gran iglesia en Ecuador, en Quito, capital del Ecuador. Es­tas apariciones a una religiosa tuvieron lugar en un convento de Qui­to poco tiempo después del Con­cilio de Trento, hace pues varios siglos, como veis. Todo esto fue consignado, habiéndose reconocido esta aparición por Roma y por las autoridades eclesiásticas, ya que se construyó una magnífica iglesia para la Virgen, de la que además los historiadores afirman que el rostro de la Virgen había sido terminado milagrosamente: se encontraba el escultor modelando el rostro de la Virgen, cuando se encontró con dicho rostro terminado milagrosamente. Esta Virgen milagrosa es honrada allí con mucha devoción por los fieles del Ecuador y profetizó para el siglo XX. Dijo a esta religiosa claramente: «Durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, los errores se propagarán cada vez con más fuerza en la Santa Iglesia, y llevarán a la Iglesia a una situación de catástrofe total, ¡de catástrofe! Las costumbres se corromperán y la Fe desaparecerá». Nuestra impresión es que no podemos dejar de constatar eso.
Pido disculpas por continuar el relato de esta aparición, pero en ella se habla de un prelado que se opondrá totalmente a esta ola de apostasía y de impiedad y preservará el sacerdocio preparando buenos sacerdotes. Haced vosotros la aplicación si quieren, yo no quiero hacerlo. Yo mismo me he sentido estupefacto leyendo estas líneas, no puedo negarlo. Está inscrito, impreso, consignado en los archivos de esta aparición.
Además vosotros conocéis las apariciones de La Sa­lette, donde Nuestra Señora dijo que Roma perderá la Fe, que habrá un eclipse en Roma. Eclipse: adviertan lo que eso puede significar viniendo de parte de la Santísima Virgen.
Y finalmente el secreto de Fátima, más cercano a nosotros. Sin duda que el tercer secreto de Fátima debía hacer alusión a estas tinieblas que han invadido Roma, estas tinieblas que invaden el mundo desde el Concilio. Es por eso sin duda que el Papa Juan XXIII juzgó oportuno no publicar el secre­to, puesto que habría sido necesario que tomase ciertas medidas y no se sentía tal vez capaz de cambiar completamente las orientaciones que comenzaba a dar con vistas al Concilio y para el Concilio. Estos son hechos sobre los que, me pa­rece, podemos también apoyarnos.
Así pues, nos ponemos en manos de la Providencia. Estamos persuadidos de que Dios hace bien las cosas. Lo mismo que cuando el Cardenal Gagnon nos ha visitado, catorce años después de aquella primera visita de Roma, habiéndome suspendido y proclamado fuera de la comunión con Roma, contra el Papa, rebelde y disidente durante catorce años. Tras esto nos llega una legación de Roma y el cardenal Gagnon reconoce que lo que hacemos será sin duda lo que hará falta para la nueva restauración de la Iglesia. Asistió a la Santa Misa pon­ti­fical celebrada por mí, el 8 de diciembre, para la renovación de las promesas de nuestros semi­na­ristas, y esto mientras que yo, en principio, estoy suspendido y no debería administrar los sacramentos. Entonces, catorce años después, nos entregan prácticamente un cheque en blanco, diciéndonos: ¡han hecho bien! Hemos hecho bien en resistir.
Así que estoy convencido de que hoy estamos en las mismas circunstancias. Realizamos un acto que apa­rentemente, aparentemente -desgraciadamente los medios de comunicación no nos ayudan en este sentido-, será tildado sin duda en los periódicos de cisma, excomunión. Todo lo que quieran, mas nosotros estamos convencidos que todas estas acusaciones de las que somos objeto, todas estas sanciones son nulas, absolutamente nulas. Por eso no hacemos ningún caso de ellas de la misma forma que no hemos tenido en cuenta la suspensión “a divinis”, siendo al fin felicitados por la Iglesia e incluso por la Iglesia progresista.
Asimismo, dentro de alguno años -yo no lo sé, solamente Dios conoce el número de años que serán necesarios para ese día en que la Tradición encontrará de nuevo sus derechos en Roma- seremos abrazados por las autoridades romanas, que nos darán las gracias por haber mantenido la Fe en los seminarios, en las familias, en las ciudades, en los países, en los conventos, en nuestras casas religiosas, para mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.