La dictadura comunista soviética repetía machaconamente sus consignas para que calaran bien en la población. Del mismo modo, la obsesiva repetición del término «sostenible» y la ubicua presencia del logo multicolor de la Agenda 2030 son signos del nuevo totalitarismo que nos están colando por la puerta de atrás en una sociedad debilitada por la Cultura del Miedo y por la pérdida de referentes morales. A esto hay que sumar el poder de la corrección política, concepto creado por el marxismo-leninismo, la cual marca unas lindes ―infranqueables bajo pena de linchamiento u ostracismo― hoy decididas por una misteriosa Autoridad Superior y transmitidas por los obedientes medios de comunicación. Hay que reconocer que la corrección política ha cumplido con su misión: asfixiar el libre pensamiento y crear un miedo generalizado a disentir.
En el caso de la Agenda 2030, la mayoría de las empresas e instituciones repite la consigna como muestra de virtud social, aunque nadie conozca muy bien su contenido. ¿Qué es la Agenda 2030? Y, si es tan importante, ¿por qué no ha sido votada por nadie?
¿Qué es en realidad la Agenda 2030?
La «Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible» es un acuerdo propiciado por la ONU en el año 2015 para sustituir a la olvidada Declaración del Milenio (2000-2015). Una diferencia importante entre ambos textos estriba en que ésta pasó desapercibida mientras que la Agenda 2030 ha sido embutida, encajada, empujada, encastrada, empotrada en la sociedad con tanta fuerza que, en comparación, la alimentación forzada de las ocas parece un acto de libre albedrío de los pobres animales.
La Agenda posee 17 objetivos y 169 metas con la aparente finalidad de «poner fin a la pobreza y el hambre (…) y proteger al planeta». Su lenguaje es voluntarista y rimbombante: «Aspiramos a un mundo sin pobreza, hambre, enfermedades ni privaciones» con un crecimiento «sostenible, inclusivo y sostenido» (soniquete que se repite como un mantra). De hecho, el texto es completamente utópico, lo que por sí mismo debería ser una primera fuente de preocupación, no en balde las utopías del s. XX ―en especial, el comunismo― mataron a más de 100 millones de personas en todo el mundo.
El lenguaje del documento ofrece bastantes indicios sobre su verdadera naturaleza. En sus cuarenta páginas[1] la palabra «sostenible» aparece mencionada 223 veces y la palabra inclusivo, 23. Por el contrario, el término «libertad» sólo se menciona en 3 ocasiones, «familia» sólo en 1 y «propiedad privada», ninguna, o sea, 0, coincidiendo con el eslogan del Foro Económico Mundial de Davos (WEF), «socio estratégico» de la Agenda 2030: «No tendrás nada y serás feliz».
Una de las tres únicas veces en que se menciona la palabra libertad es para afirmar que la Agenda busca «fortalecer la paz universal dentro de un concepto más amplio de la libertad». Es ésta una expresión inquietante, dado que el término libertad no requiere de nuevas reinterpretaciones. Así, dada la naturaleza orwelliana del texto, resulta imperativo acudir a la «neolengua» descrita en la novela 1984, en la que el Ministerio del Amor se dedicaba a la represión y el de la Verdad, a la propaganda más engañosa. De este modo, la traducción real de la frase anterior sería la siguiente: «La Agenda 2030 tiene como objeto fortalecer la dominación universal dentro de un concepto más restringido de libertad». Se comprende mejor, ¿verdad?
Para discernir la verdad sobre la oscura sombra que proyecta esta iniciativa de la ONU ―es decir, del globalismo― es necesario distinguir entre los objetivos que propugna, aparentemente loables, y los medios que propone para alcanzarlos, completamente opuestos a la consecución de dichos fines. Recuerden que el abismo existente entre unos fines aparentemente benéficos y unos medios perversos ha sido precisamente lo que ha caracterizado a las utopías más destructivas de la Historia.
Un programa totalitario y liberticida
La primera crítica que puede hacerse al utópico programa de la Agenda 2030 es su carácter totalitario, pues aspira a controlar la totalidad de la vida de los individuos ―incluyendo qué y cuánto comen, y qué y cuánto consumen―. Como hemos mencionado, el concepto de libertad brilla por su ausencia y es remplazado por un acérrimo estatismo. En efecto, la libertad individual y la iniciativa privada son ninguneadas a favor de un constante intervencionismo estatal al que se atribuye un carácter benéfico y una capacidad sobrehumana de solucionar todos los problemas.
El intervencionismo que propone resulta tan exagerado que recuerda a los Planes Quinquenales de la extinta URSS. Por ejemplo, especifica objetivos concretos de crecimiento del PIB en los países menos adelantados y la «duplicación» (¿por imperativo legal?) del peso de la industria («inclusiva y sostenible») en el PIB de esos mismos países.
Las similitudes con el comunismo continúan, pues también propone reducir no sólo la desigualdad de oportunidades, sino también «la desigualdad de resultados». En esta línea, se compromete a efectuar «cambios fundamentales en la manera en que nuestras sociedades producen y consumen bienes y servicios» y formula un axioma revelador: el crecimiento económico (sostenido, inclusivo y sostenible) «solo será posible si se comparte la riqueza y se combate la desigualdad de los ingresos». Así, aboga por aumentar la progresividad de los impuestos y reforzar «la reglamentación y vigilancia de las instituciones» desde un Estado al que se le otorga «plena soberanía permanente sobre la totalidad de su riqueza, sus recursos naturales y su actividad económica».
Por último, declara pomposamente que actúa «en nombre de los pueblos a los que servimos». Exactamente, ¿cómo y cuándo se han manifestado «los pueblos» sobre la Agenda 2030? ¿Y podrían decirme en qué país el poder político sirve al pueblo en vez de servirse de él?