Estimados
miembros de la Fraternidad:
Como
todos ustedes ya lo saben, el otoño pasado estuvo marcado por la cuestión de
nuestras relaciones con Roma, y en particular por dos hechos sorprendentes.
El
primero fue la ausencia de evaluación por parte de Roma sobre las discusiones
doctrinales realizados durante dos años por la Congregación para la Doctrina de
la Fe. Lo único que se nos comunicó fue una observación indirecta y no oficial
según la cual estas discusiones habrían demostrado que la Fraternidad no
atacaba ningún dogma. Pero oficialmente: nada. Ni una palabra positiva o
negativa. Como si estas discusiones no hubiesen tenido lugar, a pesar de que
nosotros fuimos invitados a ver el cardenal Levada para eso. De hecho, en el
prólogo del Preámbulo propuesto el 14 de septiembre, simplemente se menciona
que las discusiones han alcanzado su objetivo, que era exponer y clarificar
nuestras posiciones. Lo que equivale tan solo a establecer un status
quaestionis, pero nada más. En el mismo prólogo, se hace mención de peticiones
y preocupaciones de la Fraternidad en relación con el mantenimiento de la
integridad de la fe. Uno podría considerar esto como una alusión a favor
nuestro. Pero eso es todo.
Las
discusiones terminaron, es cierto, un tanto precipitadamente, tropezando con el
tema del Magisterio actual, con su relación con la Tradición, con el magisterio
de la Iglesia en tiempos pasados y con la evolución de la Tradición. Así pues,
todo parece indicar, por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
que estas discusiones efectivamente han terminado.
El
segundo acontecimiento es la propuesta hecha por esta misma Congregación: de
reconocer la Fraternidad concediéndole un estatuto jurídico de prelatura
personal con la condición de firmar un texto ambiguo, del cual hablamos en el
último Cor Unum. Esto es sorprendente, ya que las discusiones han mostrado un
profundo desacuerdo en casi todas las cuestiones planteadas.
Por
nuestra parte, nuestros expertos han mostrado bien la oposición que existe
entre, por un lado, la enseñanza de la Iglesia perenne, y por el otro, el
Concilio Vaticano II con sus consecuencias.
Por
parte de Roma, los expertos se han esforzado en decir que nosotros estamos equivocados,
que atribuimos indebidamente los abusos y errores (que ellos reconocen) al
Concilio, cuando se deben a otras causas, porque la Iglesia no puede hacer nada
malo y porque no puede enseñar el error. Incluso fuimos acusados de ser
protestantes, porque habríamos elevado nuestra propia razón y juicio por encima
del Magisterio actual; porque elegiríamos en el pasado lo que nos gusta para
oponerlo al Magisterio actual, mientras que es a éste a quien incumbe hacer
presente las enseñanzas del pasado, ya que es también la regla próxima de la
fe.
Nuestros
expertos han respondido que el depósito de la fe, que fue confiado a la
Iglesia, no tiene ningún crecimiento nuevo, sino sólo un desarrollo homogéneo
“in eodem sensu”. El depósito quedó cerrado con la muerte de los Apóstoles. Sin
embargo, puede haber algún progreso cuando una verdad implícita se explica más
explícitamente, o se expresa por una fórmula más precisa. El progreso
subjetivo, es decir, el de los creyentes, es también válido, pero es más
difícil de delimitar: en principio, un adulto debería conocer mejor su fe que
un niño. Ambas formas de progreso han sido reconocidas desde hace tiempo, pues
San Vicente de Lerins, ya habló de ellas en su Commonitorium. Y los límites también fueron puestos desde
ese momento. El Concilio Vaticano I hizo lo mismo. El Vaticano II, por su
parte, mezcla esas dos formas de progreso y utiliza términos muy vagos que
pueden entenderse ya sea de manera tradicional, ya sea
de manera moderna. Los
progresistas han ampliamente usado y abusado de ello.
Así
pues, hemos recibido una propuesta que trataba de hacernos entrar en el sistema
de la hermenéutica de la continuidad. Ésta afirma que el Concilio está y debe
estar en perfecta armonía con la enseñanza de la Iglesia a través de todos los
tiempos. ¡El Concilio Vaticano II! ¿Un concilio tradicional?
Hemos
respondido que efectivamente el Concilio, y toda la Iglesia, deben estar en
plena armonía con las enseñanzas del pasado, con la Tradición. Es un principio
fundamental de la Iglesia. Sin embargo, la realidad de los hechos contradice la
posibilidad de cualquier tipo de continuidad.
“Contra factum non fit argumentum”. ¿Cómo
tal cosa es posible? ¡Es un misterio! De hecho, ¿esto no contradice la promesa
de la asistencia divina dada por nuestro Señor a su Iglesia? Al parecer, sí, y
hay allí un gran misterio cuya posibilidad tratamos de explicar por medio de
distinciones y definiciones, pero reconociendo que la realidad misma de la
crisis es en sí misma un gran misterio permitido por Dios.
Por
primera vez el 1º de diciembre, y por segunda vez el 12 de enero, comunicamos a
Roma la imposibilidad en que nos encontramos de firmar un documento que
contiene tales ambigüedades. Con el fin de no cortar todos los contactos, hemos
propuesto una alternativa, inspirados en un pensamiento que Monseñor Lefebvre
dirigió al Cardenal Gagnon en 1987: aceptamos ser reconocidos TAL COMO SOMOS. Es
importante no dejar de tener relaciones y mantener la puerta abierta, incluso
si nada nos permite pensar que la Congregación para la Doctrina de la Fe
estaría de acuerdo en abordar, así sea de lejos, una tal perspectiva.
Acabamos
de recibir una respuesta de esa Congregación a nuestra propuesta el 16 de
marzo. Se trata de una carta cuyo contenido es duro y se presenta como un
ultimátum y, por supuesto, es un rechazo de nuestro texto. Si mantenemos
nuestra posición, en un mes vamos a ser declarados cismáticos, porque de hecho
negaríamos el Magisterio actual. Sin embargo la discusión que siguió a la
entrega de la carta permitió ver un poco más claras las exigencias de la
Congregación de la Fe.
Para
entender bien cuál es la dirección que tomamos en esta nueva situación, nos
parece bueno exponerles algunas consideraciones y precisiones:
1.
Nuestra posición de principio: la fe primero y antes que todo; queremos
permanecer católicos y por ello mantener la le católica por encima de todo.
2.
La situación de la Iglesia puede obligarnos a tomar medidas de prudencia
relacionadas y correspondientes con la situación concreta. El Capítulo General
de 2006 emitió una línea de acción muy clara en lo que atañe a nuestra
situación con Roma. Damos prioridad a la fe, sin buscar de nuestro lado una
solución práctica ANTES de resolver la cuestión doctrinal.
No
se trata aquí de un principio, sino de una línea de conducta que debe regular
nuestras acciones concretas. Estamos aquí frente a un razonamiento en el que la
premisa mayor es la afirmación del principio de la primacía de la fe para
permanecer católicos. La premisa menor es una constatación histórica sobre la
situación actual de la Iglesia; y la conclusión PRÁCTICA se inspira en la
virtud de la prudencia que regula el actuar humano; nada de buscar un acuerdo
en detrimento de la fe. En 2006, las herejías siguen surgiendo, las mismas
autoridades propagan el espíritu moderno y modernista del Vaticano II y lo
imponen a todos como una aplanadora (es la premisa menor). Es imposible llegar
a un acuerdo práctico a menos que las autoridades se conviertan; de lo
contrario seriamos aplastados, despedazados, destruidos o sometidos a presiones
tan fuertes que no podríamos resistir (es la conclusión).
Si
la premisa menor cambiase, es decir, si hubiese un cambio en la situación de la
Iglesia en relación con la Tradición, esto podría llevar a un cambio
correspondiente de la conclusión, ¡sin que nuestros principios hubieran
cambiado en nada! Como la Providencia se expresa a través de la realidad de los
hechos, para conocer Su voluntad, debemos seguir con atención la realidad de la
Iglesia, observar, examinar lo que sucede.
Ahora
bien, no hay ninguna duda que desde 2006, estamos asistiendo a un desarrollo en
la Iglesia, a un cambio importante y muy interesante, aunque poco visible. Sin
embargo, esta evolución, ayudada por las medidas, aunque tímidas, llevadas a
cabo por el Soberano Pontífice en lo que concierne a la vida interna de la
Iglesia, está también contrarrestada por una gran parte de la jerarquía que no
quiere saber nada de ello. Por otra parte, el intento de restauración interna
se pone “debajo del celemín” con la afirmación constante de la importancia del
Concilio Vaticano II y de sus reformas. En particular las que tienen que ver
con la vida de la Iglesia ad extra; sus relaciones con el mundo, con las demás
religiones y con los Estados.
Estamos
asistiendo a un doble movimiento opuesto y desigual:
La
jerarquía, compuesta por la gente que hizo el Concilio (generación hoy casi
extinta) y los que han aplicado el Concilio, que pasaron de la Iglesia de antes
del Concilio -tradicional, pero ya marcada en parte, por el apetito de las
novedades- a la Iglesia conciliar o pos-conciliar, con una manía loca por la
novedad, con la catástrofe que siguió. La mayoría no quiere volver atrás; tal
vez algunos de ellos admiten que hubo abusos, etc., incluso una crisis, pero la
causa nunca podrá estar en el Concilio.
Por
el otro lado, las generaciones posteriores tienen otra mirada sobre el estado
de la Iglesia. Estas no tienen ese lazo afectivo visceral con un Concilio que
ellas mismas no han conocido. Y conocen mucho menos el pre-Concilio. Algunos en
el seno de estas generaciones, más numerosos de lo que se piensa, no saben ni
siquiera que antes había otro rito. Lo que éstos ven es una decadencia muy
triste y muy poco entusiasmante, experimentando así una frustración y una
desilusión profunda: los monasterios se cierran, la falta de vocaciones se hace
sentir en todas partes, las iglesias están vacías. Al no haber recibido una
buena y sana doctrina, no saben bien lo que han perdido, pero cuando se dan
cuenta, un poco gracias al contacto con la Tradición, entonces experimentan una
gran amargura, se sienten traicionados, privados de
este inmenso tesoro.
Este movimiento está creciendo, es evidente, un poco en todo
el mundo, especialmente entre los sacerdotes jóvenes y entre los seminaristas.
Escapa a la jerarquía -en parte- la cual trata de ahogar este deseo desde sus
comienzos, esta tendencia de restauración de la Iglesia.
Los
pocos actos de Benedicto XVI en este sentido, actos ad intra que afectan a la
liturgia, la disciplina, la moral son pues importantes, aunque su aplicación
deja todavía que desear.
Constatamos,
sin embargo, algunos de esos elementos hasta entre los obispos jóvenes, algunos
de los cuales nos expresan claramente sus simpatías, pero discretamente, o
incluso un acuerdo de fondo: “¡Ánimo, continuad, permaneced como sois, vosotros
sois nuestra esperanza...!” ya no son palabras raras en las bocas episcopales
que nos encontramos.
¡Es
tal vez en Roma en donde estas cosas son más manifiestas! Tenemos ahora
contactos amigables en los dicasterios más importantes, ¡también entre los más
allegados al Papa!
Nuestra
percepción de esta situación es tal que creemos que los esfuerzos de la
jerarquía que envejece no podrán detener más este movimiento que nació y que
quiere y espera aunque vagamente - la restauración de la Iglesia. Aunque no hay
que excluir el regreso de un “Juliano el Apóstata”, no creo que este movimiento
pudiera ser detenido.
Si
esto es cierto, y de eso estoy seguro, eso exige de nosotros una nueva posición
en relación con la Iglesia oficial. Es evidente que tenemos que apoyar con
todas nuestras fuerzas a este movimiento, posiblemente guiarlo, iluminarlo.
Esto es precisamente lo que muchos esperan de la Fraternidad.
Es
en este contexto que conviene interrogarse sobre el reconocimiento de la
Fraternidad por la Iglesia oficial. ¡No se trata para nosotros de pedir una
tarjeta de identidad que ya tenemos! No se trata tampoco de un falso complejo o
de un “sentimiento de gueto”. Se trata de una mirada sobrenatural sobre la
Iglesia y el hecho de que ella permanece en manos de Nuestro Señor Jesucristo,
aún desfigurada por sus enemigos. Nuestros nuevos amigos en Roma afirman que el
impacto de tal reconocimiento sería extremadamente poderoso para toda la
Iglesia, como una confirmación de la importancia de la Tradición para la
Iglesia. Sin embargo, tal realización concreta requiere dos puntos absolutamente
necesarios para asegurar nuestra supervivencia:
El
primero es que no se le pida a la Fraternidad concesiones que afecten la fe y
lo que emana de ella (la liturgia, los sacramentos, la moral, la disciplina).
El
segundo es que se le conceda a la Fraternidad una verdadera libertad y
autonomía de acción, y que éstas le permitan vivir y desarrollarse
concretamente.
Humanamente
hablando, dudamos de que la jerarquía actual esté dispuesta a ello. Pero una
serie de indicaciones muy graves nos obligan a pensar que, no obstante, el Papa
Benedicto XVI estaría listo para ello.
La
Iglesia está hoy en día tan debilitada, la jerarquía dividida, que no creemos
ya posible la acción de la aplanadora. Por el contrario, estamos ganando
terreno cada día, en nuestra situación actual, aunque la Fraternidad sea
todavía acusada por muchos de ser cismática.
Que
quede bien claro que está totalmente excluido que entremos en un movimiento de
sometimiento que consistiría en tragarnos el veneno conciliar y en ceder en
nuestras posiciones. No se trata en absoluto de eso.
Sin
embargo, si tenemos en cuenta las lecciones de la historia de la Iglesia, vemos
que los santos, con una gran fortaleza de alma y de fe hicieron volver a las
almas perdidas en situaciones de crisis graves, usando de una gran misericordia
(y firmeza) sin caer en una excesiva rigidez reprensible, como fue por ejemplo
el caso de los Donatistas, o de Tertuliano. Y, sin negarse, no obstante, a
trabajar con y en la Iglesia, a pesar de la ocupación arriana (por ejemplo) y
de numerosos obispos que estaban todavía en sus funciones.
Saquemos
las lecciones de esta historia, considerando el admirable equilibrio de nuestro
venerado fundador Monseñor Lefebvre; un equilibrio de fuerza, de fe y de
caridad, de celo misionero y de amor por la Iglesia.
Serán
las circunstancias concretas las que nos muestren cuando será el tiempo de
"dar el paso" hacia la Iglesia oficial. Hoy en día, a pesar del
acercamiento romano del 14 de septiembre y debido a condiciones impuestas, esto
todavía nos parece imposible. Cuando Dios lo quiera, ese tiempo vendrá. No
podemos tampoco excluir, porque el Papa parece poner todo su peso en este
asunto, que esta situación conozca un súbito desenlace. En cuanto a nosotros,
permanezcamos muy fieles y deseosos de agradar solo a Dios. Esto basta, Él
conducirá sin duda nuestros pasos, como lo ha hecho desde la fundación de la
Fraternidad.
Confiamos
y consagramos nuestra Fraternidad amada al Corazón Inmaculado de María,
terrible como un ejército formado en batalla. Que como una buena Madre, ella se
digne protegernos, guiarnos a la victoria en medio de tantos peligros: ¡su
triunfo sobre la tierra y nuestra salvación en el cielo!
Deseándoles
un final de la Cuaresma y un tiempo Pascual llenos de gracias, os bendigo,
+
Bernard Fellay, Domingo Laetare, 18 de marzo de 2012.