Bergoglio:
la apoteosis del subjetivismo emocionalista (III)
Dios no es católico
Una
de las frases shoc del papa Francisco es «Yo creo en
Dios. No en un Dios católico, no existe un Dios católico, existe Dios»
(A. M. Valli, 266. Jorge Mario Bergoglio. Franciscus P. P.,
Macerata, Liberilibri, 2017, p. 13, nota 2[1]).
Ahora
bien, «católico» significa «universal». La «catolicidad es la tercera nota de
la Iglesia católica, como dice el Credo Niceno-Constantinopolitano.
En efecto, la Iglesia de Cristo (y, por tanto, de Dios, ya que Cristo es el
Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre) es la humanidad social y
sobrenaturalmente organizada en Cristo, que por su naturaleza abraza a todoslos
individuos de la raza humana (si no en acto, al menos en potencia) y es, por
tanto, universal, o sea, católica[2]. Si
Dios no fuera universal o «católico», la Iglesia fundada por El no sería
católica y el Credo Niceno-Constantinopolitanoestaría equivocado,
lo cual es imposible porque en él se encuentra infaliblemente compendiada toda
la fe de la Iglesia.
La
Revelación misma nos presenta a la Iglesia como el reino de Dios sobre toda la
tierra (cfr. las parábolas del «reino»[3]) hasta el fin
del mundo (Jn., XX, 21; Mt., XXVIII, 18-19) y por ello la
Iglesia es llamada «católica», o sea, universal. La Iglesia es, pues, la
continuación en la tierra del Verbo Encarnado, es su Cuerpo Místico (Rom.,
XII, 4-6; 1 Cor., XII, 12-27; Ef., IV, 4), que obra en
la humanidad entera la obra de la Redención divina. Pues bien,
la unión de la humanidad redimida (al menos en potencia) en Cristo abraza
a todos los hombres y es universal o «católica».
Además,
se reconoce a la verdadera Iglesia de Cristo apartir de las cuatro notas (entre
las cuales la «catolicidad»)[4] y, como
aquellos que se apropian del nombre de cristianos son los Protestantes, los
Cismáticos llamados «Ortodoxos» y los Católicos, la verdadera Iglesia de Cristo
es la «católica». Negar que Dios es «católico» lleva a negar la tercera nota de
la Iglesia de Cristo como es revelada en el Evangelio y como es definida por la
Iglesia (Credo Niceno-Constantinopolitano; Concilio Vaticano I, DB,
1794). En efecto, el Protestantismo carece de «catolicidad» o universalidad, ya
que está dividido en muchísimas sectas, que no están presentes de manera
verdaderamente conspicua y simultánea en todo el universo. Lo mismo se puede
decir de las iglesias cismáticas llamadas «ortodoxas», ya que están
restringidas a las regiones orientales de Europa.
Finalmente,
en cuanto a la noción misma de Dios, ya sea conocido con la luz de la sola
razón natural[5] como
Causa primera y universal de todo el mundo, ya sea conocido gracias
a la Revelación sobrenatural[6], ya sea
definido dogmática e infaliblemente por el magisterio de la Iglesia[7], se puede
decir que El es la Causa primera, trascendente e incausada de todo el universo y,
por tanto, es universal, infinito, omnipresente y «católico».
Por
tanto, afirmar que Dios no es «católico», significa implícitamente negar la
Redención universal de la Santísima Trinidad a través del Verbo Encarnado[8].
Valli
concluye acertadamente: «La afirmación de Francisco da un ulterior empujón
formidable a la idea de que la Iglesia, precisamente en cuanto católica,
es custodia de la verdad y parece inscribirla en el partido del relativismo»
(op. cit., p. 172).
La
acogida
Acertadamente advierte Valli que
«acogida es un término demasiado vago y genérico. ¿Qué significa acoger? ¿A
quién acoger? ¿Y cómo? ¿Es la solución abrir las puertas o más bien impedir que
la gente se vaya? ¿Continuando abriendo las puertas, no se favorece quizá la
fuga? Los problemas deben ser resueltos en los Países de origen de los
migrantes, trabajando para que las condiciones de vida mejoren en su País.
Lanzar llamadas genéricas corre el riesgo de hacer más mal que bien a la causa
de la acogida» (op. cit., p. 92).
Además, Europa debe defender
legítimamente su civilización. En efecto, «como cristianos no podemos olvidar
que la civilización europea se salvó gracias a quienes se enrocaron en
monasterios y en abadías fortificadas. Y si nuestros antepasados, en algunos momentos
cruciales [Poitiers, Lepanto, Viena, ndr], no hubieran usado incluso la fuerza,
ahora no seríamos lo que somos. […]. Europa en repetidas ocasiones se defendió,
heroicamente, contra quien intentó hacer de ella una tierra de conquista
religiosa […] muchas veces hizo de barrerra frente al islam. La acogida
indiscriminada de la que habla el Papa no puede ser una solución […], la
acogida no puede convertirse en un absoluto» (op. cit., pp. 92-93).
Santo
Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (I-II, q. 105, a. 3),
explica que «con los extranjeros puede haber dos tipos de relación: una de paz
y otra de guerra» (in corpore).
El
ofrece el ejemplo de los judíos que en la Antigua Alianza tenían tres
posibilidades de vivir de manera pacífica con los extranjeros: 1º) cuando los
extranjeros pasaban por su territorio como viajeros; 2º) cuando los extranjeros
emigraban a la Tierra Santa para vivir en ella como forasteros; en estos dos
casos la Ley judicial imponía preceptos de misericordia: «No aflijas al
extranjero»[9] y «No
molestarás al extranjero»[10]; 3º) cuando
los extranjeros querían entrar completamente en la colectividad de los judíos,
en su rito y en su religión. En este tercer caso se procedía con orden. Ante
todo no se les acogía inmediatamente como compatriotas y
correligionarios.
Incluso
Aristóteles enseñaba que «se pueden considerar como ciudadanos sólo aquellos
que comenzaron a estar presentes en la Nación que hospeda a partir de su
abuelo» (Política, libro III, capítulo 1, lección 1).
Este
punto es el que más interesa. En efecto, acogiendo a los extranjeros y
no teniendo ellos todavía un gran amor del bien público de la Nación que les
hospeda, podrían dañar a la Nación. Por ello son considerados como
ciudadanos integrados sólo los extranjeros de tercera generación, o sea,
establecidos en la Nación a partir del abuelo.
Esta es una de las partes todavía
actuales de la Ley judicial, que nos puede aclarar las ideas sobre la acogida
de los musulmanes, los cuales desembarcan en masa en Italia y se establecen en
ella.
Acoger
a millones de musulmanes que
no quieren integrarse podría dañar a la Nación. El cardenal Biffi,
en 1999, dijo que, si Europa no vuelve a convertirse en cristiana, sería
islamizada.
En este caso, las enseñanzas del
Angélico nos aconsejarían que no acogiéramos a los inmigrantes inmediatamente
como compatriotas y especialmente correligionarios, también porque hoy ellos
siguen firmes en la observancia de la religión islámica y no tienen ningunas
ganas de integrarse (con excepciones que confirman la regla) en nuestra cultura
y religión, sino que antes bien la detestan y querrían destruirlas.
Desgraciadamente los hombres de
Iglesia piensan y actúan de manera diametralmente opuesta a los consejos dados
por Santo Tomás.
Está claro que para el Angélico se
puede permitir a los extranjeros que están de paso por la Nación (si son
pacíficos y si se integran en la cultura y en la religión del País que les
acoge), que se queden en ella.
Bergoglio
y el islam
El islam niega la divinidad de Cristo
y la Trinidad de las Personas divinas en unidad de sustancia, esto es,
desconoce los dos dogmas principales del Cristianismo.
Además, como advierte Valli, citando
al famoso islamólogo el padre Samir Khalil Samir, Mahoma realizó más de 60
guerras. «Pues bien, si Mahoma es el modelo excelente del Corán, no sorprende
que algunos musulmanes usen también la violencia a imitación del fundador del
islam. […]. La violencia está en el Corán. El Papa, al sostener que el
verdadero islam y una interpretación adecuada del Corán se oponen a toda
violencia, no describe, esgraciadamente, una realidad, sino que expresa un
deseo» (op. cit., p. 103).
Además, cuando Francisco parangona al
Isis al envío de los Apóstoles para convertir a todo el mundo por parte de
Jesús (op. cit., p. 104, nota n. 78), hace un parangón que no se mantiene en
pie. Valli responde acertadamente: «toda religión, comprendida la cristiana,
puede ser usada de manera fanática y violenta. Pero sostener que el
cristianismo y el islam sean, en este sentido, reflejo el uno del otro no es
correcto» (op. cit., p. 105).
Agradar
al mundo
En marzo de 2016, un sondeo Gallup
realizado en 64 Naciones sentencia: «el papa Francisco es el líder más popular
en el mundo. Católicos y judíos son los grupos religiosos con la mejor opinión
sobre el Pontífice. […]. El papa Francisco es un líder que trasciende su propia
religión» (op. cit., p. 141).
Valli advierte que «una gran
popularidad puede empujarte incluso a decir y a hacer, conscientemente o no, lo
que el mundo quiere. […]. El precio es alto sobre todo en el plano doctrinal. Y
la barca de Pedro, sin un contramaestre doctrinalmente prudente, corre el
riesgo de encallar fácilmente o, peor todavía, de acabar en los arrecifes de la
modernidad. […]. En el momento en que un Papa, como en el caso de Francisco,
agrada tanto a aquellos que no han escondido jamás su lejanía y hostilidad
contra la Iglesia, ¿no es legítimo interrogarse sobre lo que va predicando el
sucesor de Pedro?» (op. cit., pp. 143-144).
Conclusión
Al final de su libro, Aldo Valli hace
un resumen de las cosas que dejan perplejos sobre Bergoglio en cuanto Papa: 1º)
el riesgo de hacer nacer un estilo eclesial «arbitrario», que va sustituyendo
al de la doctrina; 2º) una cierta falta de competencia doctrinal y teológica o,
peor todavía, el desinterés por la doctrina y la teología en favor de la
pastoral, la exhortación y la praxis; 3º) la tendencia a ceder a la atracción
de la popularidad y del sentir común.
En cambio, la pastoral debe tener
como su principio y fundamento la teología dogmática y moral. Jesús es Maestro
y después Pastor y Sacerdote. En efecto, enseña antes la verdad y el Evangelio,
después indica los Mandamientos que deben cumplirse para llegar al Cielo y
finalmente da a los hombres la gracia santificante para recorrer el camino que
lleva a él.
Los
fieles necesitan un camino seguro, una doctrina y una moral ciertas para
recorrer la via ad Patriam. Necesitan de una «roca» sobre la que
apoyarse, una roca que les dé estabilidad, unidad, firmeza y fundamento,
quitada la cual todo se derrumba y se precipita en el abismo de la nada. El
card. Sarah ha dicho que «la mayor injusticia es dar a los necesitados
solamente comida, mientras que necesitan a Dios» (op. cit., p. 191, nota n.
153).
Al
final de lo que se ofrece en el libro de Aldo Valli, se puede parangonar el
pontificado de Francisco I a la «cultura» pop, que no ejercita la inteligencia
para nada, o sea, él piensa, habla y actúa sin objeto y sin finalidad. En
efecto, la cultura pop se distingue como una cultura del hacer más que
del saber, en la que, para dejar espacio a la espontaneidad, se prefiere no
saber, en la que la práctica cuenta más que la teoría. El pop
consigue triunfar, en Italia como en otros sitios, a pesar de la barrera
lingüística del inglés. El motivo reside probablemente en el hecho de que el
significado de la palabra es lo último que se percibe. Esta dimisión del
significado de la palabra explica el deseo de identificarse con el pop star de
turno que domina actualmente en el mundo católico y que es Jorge Mario
Bergoglio. El nexo de esta gran ola es un vago sentimiento, muy,
demasiado, anterior a la fe, a la doctrina y a la moral. Sin
embargo, la práctica del catolicismo ha exigido siempre el ejercicio del
intelecto y de la voluntad.
Sin
embargo, no perdamos el ánimo. Jesús prometió solemnemente: «Las puertas del
infierno no prevalecerán» (Mt., XVI, 18) y la Virgen en Fátima dijo:
«¡Al final mi Corazón inmaculado triunfará!». Los Padres hablaron de las crisis
que la Iglesia sufriría en el curso de los siglos, pero nos han también
tranquilizado.
San
Beda el venerable escribió: «En este pasaje del Evangelio de Marcos (VI, 47-56)
se escribe acertadamente que la Nave (o sea, la Iglesia) se
encontraba en medio del mar, mientras Jesús estaba solo en tierra
firme: ya que la Iglesia no solamente es atormentada y oprimida por tantas
persecuciones por parte del mundo, sino que algunas veces es también
ensuciada y contaminada de manera que, si fuera posible, su Redentor en
estas circunstancias, parecería haberla abandonado completamente»
(In Marcum, cap. Vi, lib. II, cap. XXVIII, tomo 4) y San Ambrosio de
Milán: «La Iglesia es semejante a una nave que es continuamente agitada por las
olas y por las tempestades, pero no podrá naufragar jamás porque su palo mayor
es la Cruz de Jesús, su timonel es Dios Padre, el guardián de su proa el
Espíritu Santo, sus remeros los Apóstoles» (Liber de Salomone, c. 4).
La
conclusión, pues, me parece obvia: «el remedio para un mal tan grande como «un
Papa infame» y para la crisis en la Iglesia en tiempo de caos es la oración y el
recurso a la omnipotente asistencia divina sobre Pedro, que Jesús prometió
solemnemente» (Cayetano, Apologia de Comparata Auctoritate Papae et
Concilii, Roma, Angelicum, ed. Pollet, 1936, p. 112 ss.).
Frente
a esta apostasía rampante en el ámbito eclesial son cada vez más actuales y
verdaderas las palabras pronunciadas hace alrededor de dos siglos por Teodoro
Ratisbonne: «Lo que temo, en estos tiempos, es más una seducción que una
persecución. Los enemigos de la Iglesia, hoy, se creen y se llaman
cristianos, pero favorecen la herejía y el cisma. Lo que les hace muy
peligrosos es la general debilidad de la fe en los católicos, el amor descontrolado
de los placeres mundanos, la licencia inmoral generalizada. La mayor
parte de los cristianos es cristiana sólo de nombre. Jesús no es conocido
ni amado sobrenaturalmente. Por tanto, me parece necesario que, para
curar una sociedad tan gravemente enferma, Dios la castigará dura pero a la vez
misericordiosamente: en efecto, Dios hiere sobre todo para curar» (Le
Très Révérend Père Marie-Théodore Ratisbonne. D’après sa correspondance et
les documents contemporains, Parigi, Poussielgue, 1903, tomo II, p. 188).
Antonius
(Traducido por Marianus el eremita)
[1]El libro (210
páginas, 16 euros) puede solicitarse a Liberilibri, tel. 0732. 23. 19. 89; fax
0732. 23. 17. 50; email ama@liberilibri.it
[2]Cfr. Santo Tomás de
Aquino, In Symbolum Apostolorum expositio, aa. 7-8).
[3]Cfr. Mt.,
XIII, 24; Mc., IV, 30; Lc., XIII, 18; 33, 44-47; Lc.,
XVIII, 23; Jn., XII, 24.
[4]Concilio Vaticano
I, DB, 1794.
[5]Cfr. Santo Tomás de
Aquino, S. Th., I. p. 2.
[6]Cfr. Sab.,
XIII; Rom., I.
[7]Cfr. Concilio
Vaticano I, sesión III, canon 2.
[8]Cfr. Santo Tomás de
Aquino, S. Th., III, q. 8.