ANTE LA PUSILANIMIDAD DE LOS LÍDERES DE LA NEO-FSSPX, DIOS NO PERMITE QUE FALTE EN SU IGLESIA LA VALIENTE DENUNCIA PROFÉTICA.
San Efrén
He
leído con gran interés el ensayo
de Su Excelencia, Mons. Athanasius Schneider, publicado en LifeSiteNews el
1 de junio, posteriormente traducido al italiano por Chiesa e post
concilio, titulado “No existe la voluntad divina positiva de que haya
diversidad de religiones ni hay un derecho natural a dicha diversidad”. El
estudio de Su Excelencia resume, con la claridad que distingue las palabras de
quienes hablan de acuerdo con Cristo, las objeciones contra la supuesta
legitimidad del ejercicio de la libertad religiosa teorizada por el Concilio
Vaticano II en contradicción con el testimonio de la Sagrada Escritura y con la
voz de la Tradición, y en contradicción también con el Magisterio católico, que
es el fiel guardián de ambas.
El
mérito del ensayo de Su Excelencia consiste, primero que nada, en su
comprensión del vínculo causal entre los principios enunciados -o implícitos-
del Concilio Vaticano II y su consiguiente efecto lógico en las desviaciones
doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinarias que han surgido y se están
desarrollando progresivamente hasta el día de hoy.
El
monstruo generado en los círculos modernistas podría haber sido, al comienzo,
equívoco, pero ha crecido y se ha fortalecido, de modo que hoy se muestra como
lo que verdaderamente es en su naturaleza subversiva y rebelde. La criatura
concebida en aquellos tiempos es siempre la misma, y sería ingenuo pensar que
su perversa naturaleza podría cambiar. Los intentos de corregir los excesos
conciliares -invocando la hermenéutica de la continuidad- han demostrado no
tener éxito: Naturam expellas furca, tamen usque recurret [“Expulsa
a la naturaleza con una horqueta: regresará”] (Horacio, Epist., I,
10, 24). La Declaración de Abu Dhabi -y como Mons. Schneider acertadamente
observa, sus primeros síntomas en el panteón de Asís- “fue concebida en el
espíritu del Concilio Vaticano II”, como lo afirma Bergoglio,
orgullosamente.
Este
“espíritu del Concilio” es la patente de legitimidad que los innovadores oponen
a sus críticos, sin darse cuenta de que ello es confesar, precisamente, un
legado que confirma no sólo la naturaleza errada de las declaraciones
presentes, sino también la matriz herética que supuestamente las justifica. Si
se mira más de cerca, jamás en la historia de la Iglesia un Concilio se ha
presentado a sí mismo como un hecho histórico diferente de todos los concilios
anteriores: jamás se ha hablado del “espíritu del Concilio de Nicea” o del
“espíritu del Concilio de Ferrara-Florencia” ni, mucho menos, del “espíritu del
Concilio de Trento”. Tampoco existió jamás una era “post-conciliar” después del
Letrán IV o del Vaticano I.
La
razón de ello es obvia: estos Concilios fueron todos, sin distinción alguna,
expresión unánime de la voz de la Santa Madre Iglesia, y por esta misma causa,
voz de Nuestro Señor Jesucristo. Es elocuente que quienes sostienen la novedad
del Concilio Vaticano II adhieran también a la doctrina herética que pone al
Dios del Antiguo Testamente en oposición al Dios del Nuevo Testamento, como si
pudiera existir contradicción entre las Divinas Personas de la Santísima
Trinidad. Evidentemente esta oposición, que es casi gnóstica o cabalística, es
funcional para la legitimación de un sujeto nuevo, que se quiere diferente y
opuesto a la Iglesia católica. Los errores doctrinales casi siempre revelan
algún tipo de herejía trinitaria, y por tanto es mediante el regreso a la
proclamación del dogma trinitario que las doctrinas que se le oponen pueden ser
derrotadas: ut in confessione veræ sempiternæque deitatis, et in
Personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur æqualitas:
confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las
Personas, la unidad en la esencia y la igualdad en la Majestad.
Mons.
Schneider cita varios cánones de los Concilios Ecuménicos que proponen lo que,
en su opinión, son doctrinas difíciles de aceptar hoy, como, por ejemplo, la
obligación de diferenciar a los judíos por las ropas, o la prohibición de que
los cristianos sirvan a patrones mahometanos o judíos. Entre esos ejemplos
existe también la exigencia de la traditio instrumentorum proclamada
por el Concilio de Florencia, que fue posteriormente corregida por la
Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII. Mons.
Schneider comenta: “Se puede rectamente esperar y creer que un futuro Papa o
Concilio Ecuménico corrija las declaraciones erróneas hechas” por el Concilio
Vaticano II. Esto me parece ser un argumento que, aunque hecho con la mejor de
las intenciones, debilita el edificio católico desde sus mismos fundamentos. Si
de hecho admitimos que puede haber actos magisteriales que, por el cambio en la
sensibilidad, son susceptibles de abrogación, modificación o diferente
interpretación por el paso del tiempo, caemos inevitablemente en la condenación
del Decreto Lamentabili, y terminamos concediendo justificaciones a
quienes, recientemente, y precisamente sobre la base de aquel erróneo supuesto,
han declarado que la pena de muerte “no es conforme al Evangelio”, enmendando
así el Catecismo de la Iglesia Católica. De acuerdo con el mismo
principio, podríamos sostener que las palabras del Beato Pío IX en Quanta
Cura fueron en cierta forma corregidas por el Concilio Vaticano II,
tal como Su Excelencia espera que ocurra con Dignitatis Humanae. +
Ninguno
de los ejemplos que ofrece Su Excelencia es, en sí mismo, gravemente erróneo o
herético: el hecho de que el Concilio de Florencia declarara que la traditio
instrumentorum era necesaria para la validez de las órdenes no
comprometió de ningún modo el ministerio sacerdotal en la Iglesia, haciendo que
se confirieran órdenes inválidas. No me parece tampoco que se pueda afirmar que
este aspecto, a pesar de su importancia, haya conducido a errores doctrinales
por parte de los fieles, algo que sí ha ocurrido, por el contrario, sólo en el
último Concilio. Y cuando en el curso de la historia se han difundido diversas
herejías, la Iglesia siempre ha intervenido prontamente para condenarlas, como
ocurrió en el tiempo del Sínodo de Pistoya de 1786, que fue en cierto modo un
anticipo del Concilio Vaticano II, especialmente en su abolición de la comunión
fuera de la Misa, la introducción de la lengua vernácula, y la abolición de las
oraciones del Canon dichas en voz baja, pero especialmente en la teorización
sobre el fundamento de la colegialidad episcopal, reduciendo la primacía del
Papa a una función meramente ministerial. El releer las actas de aquel Sínodo
causa estupor por la formulación literal de los mismos errores que encontramos
posteriormente, aumentados, en el Concilio que presidieron Juan XXIII y Pablo
VI. Por otra parte, tal como la Verdad procede de Dios, el error es alimentado
por el Adversario y se alimenta de él, que odia a la Iglesia de Cristo y su
corazón, la Santa Misa y la Santísima Eucaristía.
Llega
un momento en nuestras vidas en que, por disposición de la Providencia, nos
enfrentamos a una opción decisiva para el futuro de la Iglesia y para nuestra
salvación eterna. Me refiero a la opción entre comprender el error en que
prácticamente todos hemos caído, casi siempre sin mala intención, y seguir
mirando para el otro lado o justificándonos a nosotros mismos.
También
hemos cometido, entre otros, el error de considerar a nuestros interlocutores
como personas que, a pesar de la diferencia de ideas y de fe, se han movido
siempre por buenas intenciones y que estarían dispuestas a corregir sus errores
si pudieran convertirse a nuestra Fe. Junto con numerosos Padres Conciliares,
concebimos el ecumenismo como un proceso, como una invitación que llama a los
disidentes a la única Iglesia de Cristo, a los idólatras y paganos al único
Dios verdadero, al pueblo judío al Mesías prometido. Pero desde el instante en
que fue teorizado en las comisiones conciliares, el ecumenismo fue entendido de
un modo que está en directa oposición con la doctrina previamente sostenida por
el Magisterio.
Hemos
pensado que ciertos excesos eran sólo exageraciones de los que se dejaron
arrastrar por el entusiasmo de novedades, y creímos sinceramente que ver a Juan
Pablo II rodeado por brujos sanadores, monjes budistas, imanes, rabíes,
pastores protestantes y otros herejes era prueba de la capacidad de la Iglesia
de convocar a todos los pueblos para pedir a Dios la paz, cuando el autorizado
ejemplo de esta acción iniciaba una desviada sucesión de panteones más o menos
oficiales, hasta el punto de ver a algunos obispos portar el sucio ídolo de la
pachamama sobre sus hombros, escondido sacrílegamente con el pretexto de ser
una representación de la sagrada maternidad.
Pero
si la imagen de una divinidad infernal pudo ingresar a San Pedro, fue parte de
un crescendo que algunos previeron como un comienzo. Hoy hay muchos católicos
practicantes, y quizá la mayor parte del clero católico, que están convencidos
de que la Fe católica ya no es necesaria para la salvación eterna: creen que el
Dios Uno y Trino revelado a nuestros padres es igual que el dios de Mahoma.
Hace veinte años oímos esto repetido desde los púlpitos y las cátedras
episcopales, pero recientemente lo hemos oído, afirmado con énfasis, incluso
desde el más alto Trono.
Sabemos
muy bien que, invocando la palabra de la Escritura Littera enim
occidit, spiritus autem vivificat [“La letra mata, el espíritu da
vida” (2 Cor 3, 6)], los progresistas y modernistas astutamente encontraron
cómo esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su tiempo
parecieron inofensivos pero que, hoy, revelan su valor subversivo. Es el método
usado en la frase subsistit in: decir una semi-verdad como para no
ofender al interlocutor (suponiendo que es lícito silenciar la verdad de Dios
por respeto a sus criaturas), pero con la intención de poder usar un semi-error
que sería instantáneamente refutado si se proclamara la verdad entera. Así, “Ecclesia
Christi subsistit in Ecclesia Catholica” no especifica la identidad de
ambas, pero sí la subsistencia de una en la otra y, en pro de la coherencia,
también en otras iglesias: he aquí la apertura a celebraciones
interconfesionales, a oraciones ecuménicas, y al inevitable fin de la necesidad
de la Iglesia para la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.
Puede
que algunos recuerden que los primeros encuentros ecuménicos tuvieron lugar con
los cismáticos del Oriente, y muy prudentemente con otras sectas protestantes.
Fuera de Alemania, Holanda y Suiza, al comienzo los países de tradición
católica no vieron con buenos ojos las celebraciones mixtas en que había juntos
pastores protestantes y sacerdotes católicos. Recuerdo que en aquellos años se
habló de eliminar la penúltima doxología del Veni Creator para
no ofender a los ortodoxos, que no aceptan el Filioque. Hoy
escuchamos los surahs del Corán leídos desde el púlpito de nuestras iglesias,
vemos un ídolo de madera adorado por hermanas y hermanos religiosos, oímos a
los obispos desautorizar lo que hasta ayer nos parecía ser las excusas más
plausibles de tantos extremismos. Lo que el mundo quiere, por instigación de la
masonería y sus infernales tentáculos, es crear una religión universal que sea
humanitaria y ecuménica, de la cual es expulsado el celoso Dios que adoramos. Y
si esto es lo que el mundo quiere, todo paso en esa dirección que dé la Iglesia
es una desafortunada elección que se volverá en contra de quienes creen que
pueden burlarse de Dios. No se puede dar de nuevo vida a las esperanzas de la
Torre de Babel, con un plan globalizante que tiene como meta la neutralización
de la Iglesia católica a fin de reemplazarla por una confederación de idólatras
y herejes unidos por el ambientalismo y la fraternidad universal. No puede
haber hermandad sino en Cristo, y sólo en Cristo: qui non est mecum,
contra me est.
Es
desconcertante que tan poca gente se dé cuenta de esta carrera hacia el
precipicio, y que pocos adviertan la responsabilidad de los niveles más altos
de la Iglesia que apoyan estas ideologías anti cristianas, como si los líderes
de la Iglesia quisieran la garantía de que tendrán un lugar y un papel en el
carro del pensamiento correcto. Y es sorprendente que haya gente que persista
en la negativa a investigar las causas de fondo de la presente crisis,
limitándose a deplorar los excesos actuales como si no fueran la consecuencia
inevitable de un plan orquestado hace ya décadas. El que la pachamama haya sido
adorada en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae. El que
tengamos una liturgia protestantizada y a veces incluso paganizada, se lo
debemos a la revolucionaria acción de monseñor Annibale Bugnini y a las
reformas postconciliares. La firma de la Declaración de Abu Dabhi, se la
debemos a Nostra Aetate. Y si hemos llegado hasta delegar
decisiones en las Conferencias Episcopales -incluso con grave violación del
Concordato, como es el caso en Italia-, se lo debemos a la colegialidad y a su
versión puesta al día, la sinodalidad. Gracias a la sinodalidad nos encontramos
con Amoris Laetitia y teniendo que ver el modo de impedir que
aparezca lo que era obvio para todos: este documento, preparado por una
impresionante máquina organizacional, pretendió legitimar la comunión a los
divorciados y convivientes, tal como Querida Amazonia va a ser
usada para legitimar a la mujeres sacerdotes (como en el caso reciente de una
“vicaria episcopal” en Friburgo de Brisgovia) y la abolición del Sagrado
Celibato. Los prelados que enviaron las Dubia a Francisco, a
mi juicio, evidenciaron la misma piadosa ingenuidad: pensar que Bergoglio,
confrontado con una contestación razonablemente argumentada de su error, iba a
comprender, a corregir los puntos heterodoxos y a pedir perdón.
El
Concilio fue usado para legitimar las más aberrantes desviaciones doctrinales,
las más osadas innovaciones litúrgicas y los más inescrupulosos abusos, todo
ello mientras la Autoridad guardaba silencio. Se exaltó de tal modo a este
Concilio que se lo presentó como la única referencia legítima para los
católicos, para el clero, para los obispos, oscureciendo y connotando con una
nota de desprecio la doctrina que la Iglesia había siempre enseñado
autorizadamente, y prohibiendo la liturgia perenne que había, durante milenios,
alimentado la fe de una línea ininterrumpida de fieles, mártires y santos.
Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado
tantos problemas interpretativos y tantas contradicciones respecto del
Magisterio precedente, en tanto que no existe ni un solo Concilio -desde el
Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I- que no haya armonizado perfectamente
con todo el Magisterio o que haya necesitado tanta interpretación.
Confieso
con serenidad y sin controversia: fui una de las muchas personas que, a pesar
de tantas perplejidades y temores como hoy se ha demostrado ser legítimos,
confié en la autoridad de la Jerarquía con incondicional obediencia. En realidad,
creo que mucha gente, incluido yo mismo, no consideró en un comienzo la
posibilidad de que pudiera haber un conflicto entre la obediencia a una orden
de la Jerarquía y la fidelidad a la Iglesia. Lo que hizo tangible esta
separación no natural, diría incluso perversa, entre la Jerarquía y la Iglesia,
entre la obediencia y la fidelidad, fue ciertamente el presente pontificado.
En
la Sala de Lágrimas, adyacente a la Capilla Sixtina, mientras monseñor Guido
Marini preparaba el roquete, la muceta y la estola para la primera aparición
del Papa “recién elegido”, Bergoglio exclamó: “Sono finite le carnevalate!”
[“Se acabó el carnaval”], rehusando desdeñosamente las insignias que todos los
Papas hasta ahora habían aceptado, humildemente, como el atuendo del Vicario de
Cristo. Pero esas palabras contenían una verdad, aunque dicha
involuntariamente: el 23 de marzo de 2013, los conspiradores dejaron caer la
máscara, libres ya de la inconveniente presencia de Benedicto XVI y osadamente
orgullosos de haber finalmente promovido a un Cardenal que representaba sus
ideas, su modo de revolucionar la Iglesia, de hacer maleable la doctrina,
adaptable la moral, adulterable la liturgia y desechable la disciplina. Todo
esto se consideró, por los mismos protagonistas de la conspiración, como lógica
consecuencia y obvia aplicación del Concilio Vaticano II que, según ellos,
había sido debilitado por las críticas hechas por Benedicto XVI. La mayor
osadía de ese Pontificado fue el permiso para celebrar libremente la venerada
liturgia tridentina, cuya legitimidad fue finalmente reconocida, refutando
cincuenta años de ilegítimo ostracismo. No es un accidente el que los
partidarios de Bergoglio sean los mismos que vieron el Concilio como el primer
paso de una nueva Iglesia, antes de la cual había existido una vieja religión
con una vieja liturgia.
No
es accidente: lo que estos hombres afirman impunemente, escandalizando a los
moderados, es lo mismo que creen los católicos, vale decir, que a pesar de
todos los esfuerzos de la hermenéutica de la continuidad, que naufragó
miserablemente con la primera confrontación con la realidad de la presente
crisis, es innegable que, desde el Concilio Vaticano II en adelante, se
construyó una nueva iglesia, superimpuesta a la Iglesia de Cristo y
diametralmente opuesta a ella. Esta Iglesia paralela oscureció progresivamente
la institución divina fundada por el Señor, reemplazándola por una entidad
espuria, que corresponde a la deseada religión universal, teorizada primeramente
por la masonería. Expresiones como nuevo humanismo, fraternidad universal,
dignidad del hombre, son muletillas del humanitarismo filantrópico que niega al
verdadero Dios, de una solidaridad horizontal de inspiración vagamente
espiritualista y de un irenismo ecuménico, condenado inequívocamente por la
Iglesia. “Nam et loquela tua manifestum te facit [“Tus palabras te
ponen en evidencia”]” (Mt 26, 73): este recurrir frecuente, incluso obsesivo,
al mismo vocabulario de los enemigos revela la adhesión a la ideología
inspirada por ellos. Por otra parte, la renuncia sistemática al lenguaje claro,
inequívoco y cristalino de la Iglesia confirma el deseo de separarse no sólo de
las formas católicas, sino incluso de su sustancia misma.
Lo
que durante años hemos oído proclamar vagamente, sin connotaciones claras,
desde el más alto de los Tronos, lo encontramos ahora, elaborado en un
verdadero manifiesto propiamente tal, entre los partidarios del presente
pontificado: la democratización de la Iglesia, ya no mediante la colegialidad
inventada por el Concilio Vaticano II, sino por la vía sinodal inaugurada por
el Sínodo de la Familia; la demolición del sacerdocio ministerial mediante su
debilitamiento por las excepciones al celibato eclesiástico y la introducción
de figuras femeninas con responsabilidades cuasi-sacerdotales; el silencioso
tránsito desde un ecumenismo dirigido a los hermanos separados hacia una forma
de pan-ecumenismo que reduce la Verdad del Dios Uno y Trino al nivel de las
idolatrías y de las más infernales supersticiones; la aceptación de un diálogo
interreligioso que presupone un relativismo religioso y excluye la proclamación
misionera; la desmitologización del Papado, emprendida por Bergoglio como tema
de su pontificado; la progresiva legitimación de todo lo que es políticamente
correcto: la teoría de género, la sodomía, el matrimonio homosexual, las
doctrinas maltusianas, el ecologismo, el inmigracionismo… Si no reconocemos que
las raíces de estas desviaciones se encuentran en los principios establecidos
por el último Concilio, será imposible encontrar una cura: si persiste de
nuestra parte un diagnóstico que, contra todas las demostraciones, excluye la
patología inicial, no podemos prescribir una terapia adecuada.
Esta
operación de honestidad intelectual exige una gran humildad, primero que nada,
para reconocer que, durante décadas, hemos sido conducidos al error, de buena
fe, por personas que, constituidas en autoridad, no han sabido vigilar y cuidar
al rebaño de Cristo: algunas de ellas, para poder llevar una vida tranquila,
otras debido a que tienen demasiados compromisos, otras por conveniencia y,
finalmente, otras de mala fe o incluso con un malicioso propósito. Estas
últimas, que han traicionado a la Iglesia, deben ser identificadas, llevadas a
un costado e invitadas a corregirse y, si no se arrepienten, deben ser
expulsadas de los recintos sagrados. Así es como actúa el Pastor, que tiene en
su corazón el bien de las ovejas y que da su vida por ellas. Hemos tenido y
todavía tenemos demasiados mercenarios, para quienes la aprobación por parte de
los enemigos de Cristo es más importante que la fidelidad a su Esposa.
Tal
como, hace sesenta años, honesta y serenamente obedecí cuestionables órdenes,
creyendo que representaban la amable voz de la Iglesia, hoy, con la misma
serenidad y honestidad, reconozco que he sido engañado. Ser coherente hoy,
perseverando en el error, constituiría una desgraciada elección y me
convertiría en un cómplice de este fraude. Proclamar que existió claridad de
juicio desde el principio no sería honesto: todos supimos que el Concilio iba a
ser, más o menos, una revolución, pero no podíamos imaginar que iba a serlo de
un modo tan devastador, incluso respecto a la obra de quienes deberían haberla
evitado. Y si, hasta Benedicto XVI podíamos todavía pensar que el golpe de
estado del Concilio Vaticano II (que el Cardenal Suenens llamó “el 1789 de la
Iglesia”) estaba experimentando una desaceleración, en estos últimos años hasta
el más ingenuo de entre nosotros ha comprendido que el silencio por temor a
causar un cisma, el esfuerzo por remendar los documentos papales en sentido
católico para remediar su intencionada ambigüedad, los llamados y dubia dirigidos
a Francisco que han quedado elocuentemente sin respuesta, son formas de
confirmación de la existencia de la más grave de las apostasías a que están
expuestos los más altos niveles de la Jerarquía, en tanto que los fieles
cristianos y el clero se sienten desesperadamente abandonados y son vistos por
los obispos casi con enfado.
La
Declaración de Abu Dhabi es la proclama ideológica de una idea de paz y
cooperación entre las religiones que podría posiblemente ser tolerada si
proviniera de paganos privados de la luz de la Fe y del fuego de la Caridad.
Pero todo el que haya recibido la gracia de ser Hijo de Dios en virtud del
Santo Bautismo debería horrorizarse con la idea de construir una versión,
moderna y blasfema, de la Torre de Babel, buscando aunar a la única Iglesia de
Cristo, heredera de las promesas hechas al Pueblo Elegido, con aquellos que
niegan al Mesías y con quienes consideran que la idea misma de un Dios Trino y
Uno es una blasfemia. El amor de Dios no tiene límites y no tolera compromisos,
porque de otro modo no es, simplemente, Caridad, sin la cual no se puede permanecer
en Él: qui manet in caritate, in Deo manet, et Deus in eo [quien
permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él] (1 Jn 4, 16). Importa
poco que se trate de una declaración o de un documento magisterial: sabemos
bien que la mens subversiva de los innovadores juguetea con estas especies de
puzzles a fin de difundir el error. Y sabemos bien que la finalidad de estas
iniciativas ecuménicas e interreligiosas no es convertir a quienes están lejos
de la única Iglesia de Cristo, sino desviar y corromper a quienes todavía creen
en la Fe católica, llevándolos a pensar que es deseable tener una gran religión
universal que reúna a las tres grandes religiones abrahámicas “en una sola
casa”: ¡esto sería el triunfo del plan masónico de preparación del reino del
Anticristo! No importa mucho que ello se materialice mediante una bula
dogmática, una declaración, o una entrevista con Scalfari en La
Repubblica, porque los partidarios de Bergoglio esperan la señal de su
palabra, a la cual responderán con una serie de iniciativas que están
preparadas y organizadas desde hace ya algún tiempo. Y si Bergoglio no cumple
las instrucciones que ha recibido, hay cantidad de teólogos y de clérigos que
están preparados para lamentarse de la “soledad del papa Francisco”, a fin de
usar esto como premisa para su renuncia (pienso, por ejemplo, en Massimo
Faggioli en uno de sus recientes ensayos). Por otra parte, no sería la primera
vez que usan al Papa cuando éste actúa según el plan de ellos, y que se
deshacen de él o lo atacan tan pronto como no lo hace.
El
domingo pasado la Iglesia celebró a la Santísima Trinidad, y en el Breviario se
recita el Symbolum Athanasianum, hoy puesto fuera de la ley por la
liturgia conciliar, y ya reducido a sólo dos ocasiones en la reforma litúrgica
de 1962. Las primeras palabras de ese suprimido Symbolum merecen estar escritas
con letras de oro: “Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut
teneat Catholicam fidem; quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit,
absque dubio in aeternum peribit [Quien quiera ser salvado, es
necesario, antes que nada, que crea en la Fe católica, porque a menos que
mantenga esta fe íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente]”.
+
Carlo Maria Viganò