Excelencia,
querido Monseñor de Castro Mayer, mis queridos amigos y hermanos:
Nos
reunimos aquí para una ceremonia ciertamente histórica, pero quiero, en primer
lugar, daros algunas informaciones.
La
primera de ellas quizá os extrañará un poco, como también me sorprendió a mí.
Ayer por la tarde tuvimos una visita: un enviado de la Nunciatura en Berna,
con un sobre que contenía un llamado de nuestro Santo Padre el Papa, poniendo
a mi disposición un coche que debería conducirme inmediatamente a Roma para
evitar que hiciera hoy estas consagraciones. Todo esto sin decirme ni por qué,
ni adónde debía dirigirme en Roma. ¡Juzgad vosotros mismos respecto a la
oportunidad y prudencia de esta medida!
He
ido a Roma en distintas ocasiones a lo largo de este año, incluso semanas
enteras, y el Santo Padre no me ha invitado para que fuera a verlo. Es verdad
que me hubiera sentido feliz de hacerlo si hubiera habido acuerdos
definitivos. Hasta aquí esta información. Os la comunico sencillamente y tal
como me enteré ayer por una carta de la Nunciatura.
Y
ahora paso a daros algunas informaciones sobre la significación de la
ceremonia y otros aspectos que la conciernen.
Los
futuros consagrados, los futuros obispos, han prestado ya, personalmente ante
mí, el juramento que se encuentra en el pequeño ritual que estoy seguro que
muchos de vosotros habéis adquirido para seguir la ceremonia de la consagración de
obispos. Por lo tanto se ha prestado ya el juramento, además del juramento
antimodernista, como se prescribía en otro tiempo para la consagración de los
obispos, junto a la profesión de fe. Han hecho ya estos juramentos y esta
profesión de fe en mi presencia, tras unos cortos ejercicios en Sierre estos
últimos días. No se extrañen si comenzamos inmediatamente por el
interrogatorio sobre la fe, la fe que la Iglesia pide a los que van a ser
consagrados.
Seguidamente
les hago saber también que después de la ceremonia podrán, por supuesto, pedir
la bendición a estos obispos y besarles el anillo. No es costumbre en la
Iglesia besar las manos de los obispos como se besan las manos de los nuevos
sacerdotes, tal como lo han hecho ayer. Antes bien se les pide la bendición y
se les besa el anillo.
Esta ceremonia manifiesta nuestra unión con Roma y con la Iglesia de siempre. Es
necesario que comprendáis bien que esta ceremonia no es un cisma. A su
disposición están a la venta una serie de libros y folletos que contienen todos
los elementos que pueden hacerles comprender por qué esta ceremonia,
aparentemente hecha contra la voluntad de Roma, no es en absoluto un cisma. No
somos cismáticos. Si se excomulgó a los obispos de China, que están separados
de Roma y sometidos al gobierno chino, se comprende muy bien por qué el Papa
Pío XII los excomulgó. No se trata en absoluto entre nosotros de separarnos de
Roma y someternos a un poder cualquiera extraño a Roma, ni de formar una
especie de Iglesia paralela como la han hecho, por ejemplo, los obispos de El
Palmar de Troya, en España, nombrando un papa y formando un colegio cardenalicio.
No se trata en absoluto de algo semejante. Lejos de nosotros está este
pensamiento miserable de alejarnos de Roma.
Por
el contrario, realizamos esta ceremonia para manifestar nuestra unión con Roma.
Para manifestar nuestra unión con la Iglesia de siempre, con el Papa y con
todos los que han precedido a estos Papas que desde el Concilio Vaticano II,
desgraciadamente, han creído que debían dar su adhesión a los grandes errores
que están en trance de destruir la Iglesia y destruir el sacerdocio católico. Precisamente
encontraréis entre estos folletos, que están a vuestra disposición, un estudio
verdaderamente admirable hecho por el profesor Rudolf Kaschenwsky, de “Una
voce korrespondenz” de Alemania, en el que explica maravillosamente por
qué estamos en el caso de necesidad para ir en socorro de vuestras almas,
en socorro vuestro.
Pienso que vuestros aplausos de hace unos momentos eran una manifestación espiritual que traducían vuestra alegría por tener al fin obispos y sacerdotes católicos que salven vuestras almas, que den a vuestras almas la vida de Nuestro Señor Jesucristo, mediante la doctrina, los sacramentos, la fe y el Santo Sacrificio de la Misa.
Pienso que vuestros aplausos de hace unos momentos eran una manifestación espiritual que traducían vuestra alegría por tener al fin obispos y sacerdotes católicos que salven vuestras almas, que den a vuestras almas la vida de Nuestro Señor Jesucristo, mediante la doctrina, los sacramentos, la fe y el Santo Sacrificio de la Misa.
La
vida de Nuestro Señor, de la que tenéis necesidad para ir al Cielo, está
desapareciendo por todas partes en esta Iglesia conciliar. Va por unos caminos
que no son los caminos católicos. Sencillamente conducen a la apostasía. Por
eso hacemos esta ceremonia. Lejos de mí el erigirme en Papa. No soy nada más
que un obispo de la Iglesia Católica que continúa transmitiendo la
doctrina. Tradidi quod et accepi. Pienso, y sin duda eso no tardará, que
se podrán grabar sobre mi tumba estas palabras de San Pablo: Tadidi quod et accepi: “Os he transmitido lo que recibí”, sencillamente. Soy el cartero que
lleva una carta. No soy yo quien ha escrito esta carta, este mensaje, esta
palabra de Dios: es Él, Nuestro Señor Jesucristo. Y lo hemos transmitido,
mediante estos queridos sacerdotes aquí presentes y mediante todos aquellos que
creyeron un deber el resistir a esta ola de apostasía en la Iglesia, guardando
la fe de siempre y transmitiéndola a los fieles. No somos nada más que los
portadores de esta noticia, de este Evangelio que Nuestro Señor Jesucristo nos
ha dado, así como los medios para santificarnos: la Santa Misa, la verdadera
Santa Misa, los verdaderos sacramentos que dan realmente la vida espiritual.
Me
parece oír, mis queridos hermanos, las voces de todos estos Papas, desde
Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII,
decirnos: "Por caridad, por piedad, ¿qué vais a hacer de nuestras enseñanzas,
de nuestra predicación, de la fe católica? ¿Vais a abandonarlo? ¿Vais a dejar
que desaparezca de este mundo? Por caridad, por piedad, seguid guardando este
tesoro que os hemos dado. ¡No abandonéis a los fieles, no abandonéis a la
Iglesia! ¡Seguid trabajando por la Iglesia! A fin de cuentas, desde el
Concilio, lo que hemos condenado es lo que las autoridades romanas adoptan y
profesan. ¿Cómo es posible esto? Hemos condenado el liberalismo, el
comunismo, el socialismo, el modernismo, Le Sillon." Todos estos
errores que hemos condenado resulta que ahora son profesados, adoptados,
sostenidos por las autoridades de la Iglesia. ¿Es posible esto? "Si no hacéis
algo para continuar esta tradición de la Iglesia que os hemos dado,
desaparecerá todo. La Iglesia desaparecerá. Todas las almas se perderán."
Nos
encontramos ante un caso de necesidad. Lo hemos hecho todo intentando que Roma
comprenda que es necesario volver a esta actitud del venerado Pío XII y todos
sus predecesores. Hemos escrito, hemos ido a Roma, hemos hablado. Monseñor de
Castro Mayer y yo hemos enviado cartas varias veces a Roma. Hemos intentado
mediante estas conversaciones, por todos los medios, conseguir que Roma
comprenda que desde el Concilio, este aggiornamento, este cambio que se ha
producido en la Iglesia, no es católico ni conforme a su doctrina de siempre.
Este ecumenismo y todos estos errores, esta colegialidad, son contrarios a la
fe de la Iglesia y están a punto de destruirla. Por eso estamos convencidos que
al hacer esta consagración obedecemos a la llamada de estos Papas y por
consiguiente a la llamada de Dios, ya que ellos representan a Nuestro Señor
Jesucristo en la Iglesia.
Y
¿por qué, Monseñor -me preguntan- no ha continuado con esas conversaciones, que
sin embargo daban la impresión de llegar a cierto entendimiento? Precisamente
porque al mismo tiempo que estampaba mi firma en el protocolo, en ese
instante, el enviado del Cardenal Ratzinger, que me traía este protocolo para
firmarlo, me entregaba seguidamente una carta en la que me rogaba que pidiese
perdón por los errores que yo profesaba.
Si
estoy en el error, si enseño errores, está claro que se me debe traer de nuevo
a la verdad, de acuerdo con los que me envían este protocolo para ser firmado
reconociendo yo mis errores. Como si me dijesen: si reconoce sus errores, le
ayudamos para que vuelva a la verdad. ¿Qué verdad es ésta, según ellos, sino
la verdad del Vaticano II, la verdad de esta Iglesia conciliar? Pues es
cierto que para el Vaticano la única verdad que existe hoy es la verdad
conciliar, el espíritu del Concilio, el espíritu de Asís. Esa es la verdad de
hoy. Y eso no lo queremos por nada del mundo.
Por
esta razón, al constatar la voluntad firme de las actuales autoridades romanas
de hacer desaparecer la Tradición y conducir todo el mundo a este espíritu del
Vaticano II y a este espíritu de Asís, evidentemente hemos preferido retirarnos
y he contestado: "no, no podemos. Es imposible." Es imposible someternos a la
autoridad del cardenal Ratzinger, presidente de esta comisión romana que
debía dirigirnos. Sería ponernos en sus manos y por consiguiente en las manos
de los que nos quieren llevar al espíritu del Concilio, al espíritu de Asís. No
es posible.
Por
esta razón envié una carta al Papa diciéndole muy claramente: "no podemos, a
pesar de todos los deseos que tenemos de estar en plena comunión con S.S., y
dado este espíritu que reina ahora en Roma y que quieren comunicarnos;
preferimos continuar en la Tradición, guardar la Tradición, esperando que esta
Tradición reencuentre su puesto en Roma, su puesto entre las autoridades
romanas y en el espíritu de estas autoridades romanas."
Todo
esto durará lo que Dios tenga previsto. No me pertenece el saber cuándo
obtendrá de nuevo la Tradición sus derechos en Roma, pero juzgo que es mi deber
aportar los medios para llevar a cabo lo que llamaré la operación “supervivencia”,
operación “supervivencia” de la Tradición. Esta jornada de hoy es la operación “supervivencia”. Y si hubiera hecho esa otra operación con Roma, siguiendo los
acuerdos que habíamos firmado y poniendo en práctica a continuación estos
acuerdos; haría la operación “suicidio”. Así pues, no hay elección: ¡debemos
sobrevivir! Y por eso hoy, al consagrar a estos obispos, estoy persuadido de
continuar, de hacer vivir la Tradición, es decir, la Iglesia Católica
Sabéis bien, queridos hermanos, que no puede haber sacerdotes sin obispos. Todos esos
seminaristas aquí presentes, si mañana me llama Dios, lo que sin duda no
tardará, ¿de quién recibirán el sacramento del orden? ¿De los obispos
conciliares cuyos sacramentos son dudosos ya que no se sabe exactamente cuáles
son sus intenciones? No es posible. Así pues, ¿quiénes son los obispos que han
guardado verdaderamente la Tradición, que han guardado los sacramentos tal como
la Iglesia los ha administrado desde hace veinte siglos hasta el Concilio
Vaticano II? Somos Monseñor de Castro Mayer y yo. ¿Qué voy a hacer yo? Es así.
Muchos seminaristas han confiado en nosotros, han sentido que ahí estaba la
continuidad de la Iglesia, la continuidad de la Tradición. Y han venido a
nuestros seminarios, a pesar de las dificultades que han encontrado, para
recibir una verdadera ordenación sacerdotal, y para poder ofrecer el verdadero
sacrificio del Calvario, el verdadero sacrificio de la Misa y daros los verdaderos
sacramentos, la verdadera doctrina, el verdadero catecismo. Este es el fin de
nuestros seminarios.
No
puedo, en conciencia, dejar a estos seminaristas huérfanos. Y a vosotros no
puedo dejaros también huérfanos, desapareciendo sin hacer nada por el futuro.
No es posible. Sería algo contrario a mi deber.
Por
este motivo, hemos escogido, con la gracia de Dios, a sacerdotes de nuestra Fratrenidad que nos han parecido los más aptos, y que, al mismo tiempo, se
encuentran en circunstancias, lugares y funciones que les permiten cumplir más
fácilmente su ministerio episcopal, confirmar a los niños y conferir órdenes
en nuestros diversos seminarios.
Me
parece que con la gracia de Dios, Monseñor de Castro Mayer y yo, habremos dado
en esta consagración los medios para que la Tradición continúe, los medios para
que los católicos que lo deseen se mantengan en la Iglesia de sus padres, de
sus abuelos, de sus antepasados; estas iglesias fundadas para ser las
parroquias de todos vosotros, estas bellas iglesias que tenían hermosos altares que a menudo han sido destruidos para poner en su lugar una mesa, manifestando
así el cambio radical que se ha operado desde el Concilio respecto al Santo
Sacrificio de la Misa, que es el corazón de la Iglesia y también el fin del
sacerdocio.
Así
pues, queremos daros las gracias por haber venido en tan gran número a
animarnos en la ejecución de esta ceremonia. También nuestros ojos se vuelven
hacia la Virgen María. Sabéis bien, queridos hermanos -seguro que os lo han
dicho-, cómo León XIII en una visión profética que tuvo, dijo que un día la Sede
de Pedro sería la sede de la iniquidad. Lo dijo en uno de sus exorcismos, en el
“exorcismo de León XIII”. ¿Es hoy? ¿Mañana? No sé. En todo caso ha sido
anunciado. La iniquidad puede ser sencillamente el error. El error es una
iniquidad: no profesar ya la Fe de siempre, no profesar ya la Fe católica, es
un grave error. ¡Si hay una gran iniquidad, es precisamente esa! Realmente creo
que puedo decir que no ha habido nunca una iniquidad más grande en la Iglesia
que la jornada de Asís, ¡que es contraria al primer mandamiento de Dios y
contraria al primer artículo del Credo! ¡Es algo tan increíble que una cosa así
haya podido realizarse en la Iglesia, ante los ojos de toda la Iglesia
humillada! Nunca hemos sufrido una humillación semejante. Todo esto lo podrán
encontrar en el pequeño libro del Daniel le Roux, que ha sido editado
especialmente para proporcionarles todo tipo de información sobre la situación
actual de Roma.
No
solamente el Papa León XIII ha profetizado estas cosas, sino Nuestra Señora. Últimamente,
el sacerdote que está encargado del Priorato de Bogotá en Colombia, me ha
traído un libro que versa sobre las apariciones de Nuestra Señora del Buen
Suceso, que tiene una iglesia, una gran iglesia en Ecuador, en Quito, capital
del Ecuador. Estas apariciones a una religiosa tuvieron lugar en un convento
de Quito poco tiempo después del Concilio de Trento, hace pues varios siglos, como veis. Todo esto fue consignado, habiéndose reconocido esta aparición
por Roma y por las autoridades eclesiásticas, ya que se construyó una magnífica
iglesia para la Virgen, de la que además los historiadores afirman que el
rostro de la Virgen había sido terminado milagrosamente: se encontraba el
escultor modelando el rostro de la Virgen, cuando se encontró con dicho rostro
terminado milagrosamente. Esta Virgen milagrosa es honrada allí con mucha
devoción por los fieles del Ecuador y profetizó para el siglo XX. Dijo a esta
religiosa claramente: «Durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, los
errores se propagarán cada vez con más fuerza en la Santa Iglesia, y llevarán a
la Iglesia a una situación de catástrofe total, ¡de catástrofe! Las costumbres
se corromperán y la Fe desaparecerá». Nuestra impresión es que no podemos dejar
de constatar eso.
Pido
disculpas por continuar el relato de esta aparición, pero en ella se habla de
un prelado que se opondrá totalmente a esta ola de apostasía y de impiedad y
preservará el sacerdocio preparando buenos sacerdotes. Haced vosotros la
aplicación si quieren, yo no quiero hacerlo. Yo mismo me he sentido estupefacto
leyendo estas líneas, no puedo negarlo. Está inscrito, impreso, consignado en
los archivos de esta aparición.
Además vosotros conocéis las apariciones de La Salette, donde Nuestra Señora dijo que
Roma perderá la Fe, que habrá un eclipse en Roma. Eclipse: adviertan lo que eso
puede significar viniendo de parte de la Santísima Virgen.
Y
finalmente el secreto de Fátima, más cercano a nosotros. Sin duda que el tercer
secreto de Fátima debía hacer alusión a estas tinieblas que han invadido Roma,
estas tinieblas que invaden el mundo desde el Concilio. Es por eso sin duda que
el Papa Juan XXIII juzgó oportuno no publicar el secreto, puesto que habría
sido necesario que tomase ciertas medidas y no se sentía tal vez capaz de
cambiar completamente las orientaciones que comenzaba a dar con vistas al
Concilio y para el Concilio. Estos son hechos sobre los que, me parece,
podemos también apoyarnos.
Así
pues, nos ponemos en manos de la Providencia. Estamos persuadidos de que Dios
hace bien las cosas. Lo mismo que cuando el Cardenal Gagnon nos ha visitado, catorce años después de aquella primera visita de Roma, habiéndome suspendido y
proclamado fuera de la comunión con Roma, contra el Papa, rebelde y disidente durante catorce años. Tras esto nos llega una legación de Roma y el cardenal
Gagnon reconoce que lo que hacemos será sin duda lo que hará falta para la
nueva restauración de la Iglesia. Asistió a la Santa Misa pontifical
celebrada por mí, el 8 de diciembre, para la renovación de las promesas de
nuestros seminaristas, y esto mientras que yo, en principio, estoy suspendido
y no debería administrar los sacramentos. Entonces, catorce años después,
nos entregan prácticamente un cheque en blanco, diciéndonos: ¡han hecho bien!
Hemos hecho bien en resistir.
Así
que estoy convencido de que hoy estamos en las mismas circunstancias. Realizamos un acto que aparentemente, aparentemente -desgraciadamente los
medios de comunicación no nos ayudan en este sentido-, será tildado sin duda en
los periódicos de cisma, excomunión. Todo lo que quieran, mas nosotros estamos
convencidos que todas estas acusaciones de las que somos objeto, todas estas
sanciones son nulas, absolutamente nulas. Por eso no hacemos ningún caso de
ellas de la misma forma que no hemos tenido en cuenta la suspensión “a
divinis”, siendo al fin felicitados por la Iglesia e incluso por la Iglesia
progresista.
Asimismo,
dentro de alguno años -yo no lo sé, solamente Dios conoce el número de años que
serán necesarios para ese día en que la Tradición encontrará de nuevo sus
derechos en Roma- seremos abrazados por las autoridades romanas, que nos darán
las gracias por haber mantenido la Fe en los seminarios, en las familias, en
las ciudades, en los países, en los conventos, en nuestras casas religiosas,
para mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
En
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.