SERMÓN PARA ESTA FIESTA
Con el ardiente deseo de poner una firme muralla
contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, -dice Pío XII
en la encíc. Haurietis aquas- y también de
hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a
Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de
Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina en la que se
ha de basar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge
establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las
naciones. Si el Papa Pío XII, con la
firme muralla de la devoción al S. Corazón, quería reavivar el amor verdadero en las almas amenazadas por
graves peligros en 1956, qué esfuerzos no haría ahora, en estos tiempos
espantosos en los que finalmente se cumple esta profecía de Cristo: por la abundancia de los vicios, se enfriará
la caridad de muchos (Mt 24, 12).
Hoy es la fiesta
del más hermoso y profundo Amor, del Amor del cual proviene todo otro verdadero
amor, del Amor sin el cual todo otro amor es falso, pasajero y endeble. Debemos
comprender que el misterio de nuestra Redención es, ante todo un misterio de
amor, de amor justo y de amor misericordioso. Un misterio -sigo citando a Pío XII- de amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de
la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción (o pago)
sobreabundante e infinita por los pecados
(…): Cristo sufriendo por caridad y
obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la
compensación por todas las ofensas hechas a Dios, dice Santo Tomás (S.T.
III, 48,2). El misterio de la Redención
es también un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del
Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta (…) incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción
condigna (o proporcionada) por sus
propios delitos, Cristo, mediante (…)
la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel
pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el
paraíso terrenal por la culpa de Adán. Dios, que es rico en misericordia,
movido por el excesivo amor con que nos amó, cuando estábamos muertos por los
pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo (Ef 2, 4; S. T. III, 46, 1 ad 3).
Eso es Amor, y no la impura sensualidad, el egoísmo o el sentimentalismo de los
que aman algo contra el Amor de Dios. Es mentiroso el amor que no se entrega,
que no se sacrifica, que no busca primero el bien del otro. No hay amor más grande que el del que da la
vida por sus amigos (Jn 15, 13). No hay mayor amor que el de Cristo, y ese
amor está en todas las almas que viven en gracia de Dios.
El Papa dice
(ibíd.) que este culto al S. Corazón es
el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de
entregarnos y consagramos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más
viviente es su Corazón traspasado. E igualmente claro es (…) que este culto exige ante todo que nuestro
amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los
corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios,
cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal
suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor
se une, un espíritu es con Él.
En orden a entregar
nuestros corazones al Corazón de Cristo, seamos fieles a la práctica tradicional
de la Comunión Reparadora de los primeros viernes. Pío XI, en la encíclica Miserentíssimus
redemptor, nos dice: Cuando Jesucristo se
aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, al
mismo tiempo, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los
hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de
manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los
hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito
no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están
obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas
recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que
es lo que llaman Comunión Reparadora.
El Corazón de
Cristo es la más perfecta representación del amor porque simboliza el Amor
divino. Por eso enseña León XIII, en
la encíclica "Annum sacrum", que el Sagrado Corazón es símbolo e imagen expresiva de la infinita
caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor.
¿Pero cómo
retribuir ese amor infinito, siendo nosotros criaturas finitas? Dice el Papa: Dios y Redentor a la vez, posee (…) todo lo que existe. Nosotros, por el
contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de todo, que no tenemos nada que
nos pertenezca y que podamos ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa nada que le
ofrezcamos ni que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión
nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la pide:
"Hijo mío, dame tu corazón!" No sólo unas horas en la semana. ¡Dame
tu corazón! No sólo una pocas oraciones en el día. ¡Dame tu corazón! No sólo
algunas buenas acciones. ¡Dame tu corazón! Habiendo amado a los suyos que estaban
en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Nada de términos medios,
nada de medias tintas ni de tonos de gris en el amor: usque ad finem! ¡hasta el extremo, hasta el final, hasta la muerte;
absoluta, total, irrevocable y eternamente! ¡Dame así tu corazón! Sólo eso es
dar el corazón.
Estimados
Fieles: que con el rezo diario del Rosario podamos entregar nuestros corazones
a la Madre de Dios, a fin de que ella, supliendo nuestra indignidad y nuestras
innumerables falencias, entregue nuestros corazones a su Divino Hijo.
P. Trincado