PÁGINAS

domingo, 18 de marzo de 2012

COR UNUM 101 - PALABRAS DEL SUPERIOR GENERAL

Estimados miembros de la Fraternidad:
Como todos ustedes ya lo saben, el otoño pasado estuvo marcado por la cuestión de nuestras relaciones con Roma, y en particular por dos hechos sorprendentes.
El primero fue la ausencia de evaluación por parte de Roma sobre las discusiones doctrinales realizados durante dos años por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo único que se nos comunicó fue una observación indirecta y no oficial según la cual estas discusiones habrían demostrado que la Fraternidad no atacaba ningún dogma. Pero oficialmente: nada. Ni una palabra positiva o negativa. Como si estas discusiones no hubiesen tenido lugar, a pesar de que nosotros fuimos invitados a ver el cardenal Levada para eso. De hecho, en el prólogo del Preámbulo propuesto el 14 de septiembre, simplemente se menciona que las discusiones han alcanzado su objetivo, que era exponer y clarificar nuestras posiciones. Lo que equivale tan solo a establecer un status quaestionis, pero nada más. En el mismo prólogo, se hace mención de peticiones y preocupaciones de la Fraternidad en relación con el mantenimiento de la integridad de la fe. Uno podría considerar esto como una alusión a favor nuestro. Pero eso es todo.
Las discusiones terminaron, es cierto, un tanto precipitadamente, tropezando con el tema del Magisterio actual, con su relación con la Tradición, con el magisterio de la Iglesia en tiempos pasados y con la evolución de la Tradición. Así pues, todo parece indicar, por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que estas discusiones efectivamente han terminado.
El segundo acontecimiento es la propuesta hecha por esta misma Congregación: de reconocer la Fraternidad concediéndole un estatuto jurídico de prelatura personal con la condición de firmar un texto ambiguo, del cual hablamos en el último Cor Unum. Esto es sorprendente, ya que las discusiones han mostrado un profundo desacuerdo en casi todas las cuestiones planteadas.
Por nuestra parte, nuestros expertos han mostrado bien la oposición que existe entre, por un lado, la enseñanza de la Iglesia perenne, y por el otro, el Concilio Vaticano II con sus consecuencias.
Por parte de Roma, los expertos se han esforzado en decir que nosotros estamos equivocados, que atribuimos indebidamente los abusos y errores (que ellos reconocen) al Concilio, cuando se deben a otras causas, porque la Iglesia no puede hacer nada malo y porque no puede enseñar el error. Incluso fuimos acusados de ser protestantes, porque habríamos elevado nuestra propia razón y juicio por encima del Magisterio actual; porque elegiríamos en el pasado lo que nos gusta para oponerlo al Magisterio actual, mientras que es a éste a quien incumbe hacer presente las enseñanzas del pasado, ya que es también la regla próxima de la fe.
Nuestros expertos han respondido que el depósito de la fe, que fue confiado a la Iglesia, no tiene ningún crecimiento nuevo, sino sólo un desarrollo homogéneo “in eodem sensu”. El depósito quedó cerrado con la muerte de los Apóstoles. Sin embargo, puede haber algún progreso cuando una verdad implícita se explica más explícitamente, o se expresa por una fórmula más precisa. El progreso subjetivo, es decir, el de los creyentes, es también válido, pero es más difícil de delimitar: en principio, un adulto debería conocer mejor su fe que un niño. Ambas formas de progreso han sido reconocidas desde hace tiempo, pues San Vicente de Lerins, ya habló de ellas en su Commonitorium.  Y los límites también fueron puestos desde ese momento. El Concilio Vaticano I hizo lo mismo. El Vaticano II, por su parte, mezcla esas dos formas de progreso y utiliza términos muy vagos que pueden entenderse ya sea de manera tradicional, ya    sea   de    manera moderna. Los progresistas han ampliamente usado y abusado de ello.
Así pues, hemos recibido una propuesta que trataba de hacernos entrar en el sistema de la hermenéutica de la continuidad. Ésta afirma que el Concilio está y debe estar en perfecta armonía con la enseñanza de la Iglesia a través de todos los tiempos. ¡El Concilio Vaticano II! ¿Un concilio tradicional?
Hemos respondido que efectivamente el Concilio, y toda la Iglesia, deben estar en plena armonía con las enseñanzas del pasado, con la Tradición. Es un principio fundamental de la Iglesia. Sin embargo, la realidad de los hechos contradice la posibilidad de cualquier tipo de continuidad.
“Contra factum non fit argumentum”. ¿Cómo tal cosa es posible? ¡Es un misterio! De hecho, ¿esto no contradice la promesa de la asistencia divina dada por nuestro Señor a su Iglesia? Al parecer, sí, y hay allí un gran misterio cuya posibilidad tratamos de explicar por medio de distinciones y definiciones, pero reconociendo que la realidad misma de la crisis es en sí misma un gran misterio permitido por Dios.
Por primera vez el 1º de diciembre, y por segunda vez el 12 de enero, comunicamos a Roma la imposibilidad en que nos encontramos de firmar un documento que contiene tales ambigüedades. Con el fin de no cortar todos los contactos, hemos propuesto una alternativa, inspirados en un pensamiento que Monseñor Lefebvre dirigió al Cardenal Gagnon en 1987: aceptamos ser reconocidos TAL COMO SOMOS. Es importante no dejar de tener relaciones y mantener la puerta abierta, incluso si nada nos permite pensar que la Congregación para la Doctrina de la Fe estaría de acuerdo en abordar, así sea de lejos, una tal perspectiva.
Acabamos de recibir una respuesta de esa Congregación a nuestra propuesta el 16 de marzo. Se trata de una carta cuyo contenido es duro y se presenta como un ultimátum y, por supuesto, es un rechazo de nuestro texto. Si mantenemos nuestra posición, en un mes vamos a ser declarados cismáticos, porque de hecho negaríamos el Magisterio actual. Sin embargo la discusión que siguió a la entrega de la carta permitió ver un poco más claras las exigencias de la Congregación de la Fe.
Para entender bien cuál es la dirección que tomamos en esta nueva situación, nos parece bueno exponerles algunas consideraciones y precisiones:
1. Nuestra posición de principio: la fe primero y antes que todo; queremos permanecer católicos y por ello mantener la le católica por encima de todo.
2. La situación de la Iglesia puede obligarnos a tomar medidas de prudencia relacionadas y correspondientes con la situación concreta. El Capítulo General de 2006 emitió una línea de acción muy clara en lo que atañe a nuestra situación con Roma. Damos prioridad a la fe, sin buscar de nuestro lado una solución práctica ANTES de resolver la cuestión doctrinal.
No se trata aquí de un principio, sino de una línea de conducta que debe regular nuestras acciones concretas. Estamos aquí frente a un razonamiento en el que la premisa mayor es la afirmación del principio de la primacía de la fe para permanecer católicos. La premisa menor es una constatación histórica sobre la situación actual de la Iglesia; y la conclusión PRÁCTICA se inspira en la virtud de la prudencia que regula el actuar humano; nada de buscar un acuerdo en detrimento de la fe. En 2006, las herejías siguen surgiendo, las mismas autoridades propagan el espíritu moderno y modernista del Vaticano II y lo imponen a todos como una aplanadora (es la premisa menor). Es imposible llegar a un acuerdo práctico a menos que las autoridades se conviertan; de lo contrario seriamos aplastados, despedazados, destruidos o sometidos a presiones tan fuertes que no podríamos resistir (es la conclusión).
Si la premisa menor cambiase, es decir, si hubiese un cambio en la situación de la Iglesia en relación con la Tradición, esto podría llevar a un cambio correspondiente de la conclusión, ¡sin que nuestros principios hubieran cambiado en nada! Como la Providencia se expresa a través de la realidad de los hechos, para conocer Su voluntad, debemos seguir con atención la realidad de la Iglesia, observar, examinar lo que sucede.
Ahora bien, no hay ninguna duda que desde 2006, estamos asistiendo a un desarrollo en la Iglesia, a un cambio importante y muy interesante, aunque poco visible. Sin embargo, esta evolución, ayudada por las medidas, aunque tímidas, llevadas a cabo por el Soberano Pontífice en lo que concierne a la vida interna de la Iglesia, está también contrarrestada por una gran parte de la jerarquía que no quiere saber nada de ello. Por otra parte, el intento de restauración interna se pone “debajo del celemín” con la afirmación constante de la importancia del Concilio Vaticano II y de sus reformas. En particular las que tienen que ver con la vida de la Iglesia ad extra; sus relaciones con el mundo, con las demás religiones y con los Estados.
Estamos asistiendo a un doble movimiento opuesto y desigual: 
La jerarquía, compuesta por la gente que hizo el Concilio (generación hoy casi extinta) y los que han aplicado el Concilio, que pasaron de la Iglesia de antes del Concilio -tradicional, pero ya marcada en parte, por el apetito de las novedades- a la Iglesia conciliar o pos-conciliar, con una manía loca por la novedad, con la catástrofe que siguió. La mayoría no quiere volver atrás; tal vez algunos de ellos admiten que hubo abusos, etc., incluso una crisis, pero la causa nunca podrá estar en el Concilio.
Por el otro lado, las generaciones posteriores tienen otra mirada sobre el estado de la Iglesia. Estas no tienen ese lazo afectivo visceral con un Concilio que ellas mismas no han conocido. Y conocen mucho menos el pre-Concilio. Algunos en el seno de estas generaciones, más numerosos de lo que se piensa, no saben ni siquiera que antes había otro rito. Lo que éstos ven es una decadencia muy triste y muy poco entusiasmante, experimentando así una frustración y una desilusión profunda: los monasterios se cierran, la falta de vocaciones se hace sentir en todas partes, las iglesias están vacías. Al no haber recibido una buena y sana doctrina, no saben bien lo que han perdido, pero cuando se dan cuenta, un poco gracias al contacto con la Tradición, entonces experimentan una gran amargura, se sienten traicionados, privados  de  este  inmenso  tesoro.  Este  movimiento  está creciendo, es evidente, un poco en todo el mundo, especialmente entre los sacerdotes jóvenes y entre los seminaristas. Escapa a la jerarquía -en parte- la cual trata de ahogar este deseo desde sus comienzos, esta tendencia de restauración de la Iglesia.
Los pocos actos de Benedicto XVI en este sentido, actos ad intra que afectan a la liturgia, la disciplina, la moral son pues importantes, aunque su aplicación deja todavía que desear.
Constatamos, sin embargo, algunos de esos elementos hasta entre los obispos jóvenes, algunos de los cuales nos expresan claramente sus simpatías, pero discretamente, o incluso un acuerdo de fondo: “¡Ánimo, continuad, permaneced como sois, vosotros sois nuestra esperanza...!” ya no son palabras raras en las bocas episcopales que nos encontramos.
¡Es tal vez en Roma en donde estas cosas son más manifiestas! Tenemos ahora contactos amigables en los dicasterios más importantes, ¡también entre los más allegados al Papa!
Nuestra percepción de esta situación es tal que creemos que los esfuerzos de la jerarquía que envejece no podrán detener más este movimiento que nació y que quiere y espera aunque vagamente - la restauración de la Iglesia. Aunque no hay que excluir el regreso de un “Juliano el Apóstata”, no creo que este movimiento pudiera ser detenido.
Si esto es cierto, y de eso estoy seguro, eso exige de nosotros una nueva posición en relación con la Iglesia oficial. Es evidente que tenemos que apoyar con todas nuestras fuerzas a este movimiento, posiblemente guiarlo, iluminarlo. Esto es precisamente lo que muchos esperan de la Fraternidad.
Es en este contexto que conviene interrogarse sobre el reconocimiento de la Fraternidad por la Iglesia oficial. ¡No se trata para nosotros de pedir una tarjeta de identidad que ya tenemos! No se trata tampoco de un falso complejo o de un “sentimiento de gueto”. Se trata de una mirada sobrenatural sobre la Iglesia y el hecho de que ella permanece en manos de Nuestro Señor Jesucristo, aún desfigurada por sus enemigos. Nuestros nuevos amigos en Roma afirman que el impacto de tal reconocimiento sería extremadamente poderoso para toda la Iglesia, como una confirmación de la importancia de la Tradición para la Iglesia. Sin embargo, tal realización concreta requiere dos puntos absolutamente necesarios para asegurar nuestra supervivencia:
El primero es que no se le pida a la Fraternidad concesiones que afecten la fe y lo que emana de ella (la liturgia, los sacramentos, la moral, la disciplina).
El segundo es que se le conceda a la Fraternidad una verdadera libertad y autonomía de acción, y que éstas le permitan vivir y desarrollarse concretamente.
Humanamente hablando, dudamos de que la jerarquía actual esté dispuesta a ello. Pero una serie de indicaciones muy graves nos obligan a pensar que, no obstante, el Papa Benedicto XVI estaría listo para ello.
La Iglesia está hoy en día tan debilitada, la jerarquía dividida, que no creemos ya posible la acción de la aplanadora. Por el contrario, estamos ganando terreno cada día, en nuestra situación actual, aunque la Fraternidad sea todavía acusada por muchos de ser cismática.
Que quede bien claro que está totalmente excluido que entremos en un movimiento de sometimiento que consistiría en tragarnos el veneno conciliar y en ceder en nuestras posiciones. No se trata en absoluto de eso.
Sin embargo, si tenemos en cuenta las lecciones de la historia de la Iglesia, vemos que los santos, con una gran fortaleza de alma y de fe hicieron volver a las almas perdidas en situaciones de crisis graves, usando de una gran misericordia (y firmeza) sin caer en una excesiva rigidez reprensible, como fue por ejemplo el caso de los Donatistas, o de Tertuliano. Y, sin negarse, no obstante, a trabajar con y en la Iglesia, a pesar de la ocupación arriana (por ejemplo) y de numerosos obispos que estaban todavía en sus funciones.
Saquemos las lecciones de esta historia, considerando el admirable equilibrio de nuestro venerado fundador Monseñor Lefebvre; un equilibrio de fuerza, de fe y de caridad, de celo misionero y de amor por la Iglesia.
Serán las circunstancias concretas las que nos muestren cuando será el tiempo de "dar el paso" hacia la Iglesia oficial. Hoy en día, a pesar del acercamiento romano del 14 de septiembre y debido a condiciones impuestas, esto todavía nos parece imposible. Cuando Dios lo quiera, ese tiempo vendrá. No podemos tampoco excluir, porque el Papa parece poner todo su peso en este asunto, que esta situación conozca un súbito desenlace. En cuanto a nosotros, permanezcamos muy fieles y deseosos de agradar solo a Dios. Esto basta, Él conducirá sin duda nuestros pasos, como lo ha hecho desde la fundación de la Fraternidad.
Confiamos y consagramos nuestra Fraternidad amada al Corazón Inmaculado de María, terrible como un ejército formado en batalla. Que como una buena Madre, ella se digne protegernos, guiarnos a la victoria en medio de tantos peligros: ¡su triunfo sobre la tierra y nuestra salvación en el cielo!
Deseándoles un final de la Cuaresma y un tiempo Pascual llenos de gracias, os bendigo,
+ Bernard Fellay, Domingo Laetare, 18 de marzo de 2012.