“No os extrañéis si
el mundo os aborrece”. Con estas palabras comienza la epístola
de hoy (1 Juan 3, 13)
Y dice N. Señor en el Evangelio de San
Juan:
Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí antes que a vosotros. Si
fuerais del mundo, el mundo amaría lo que suyo: mas porque no sois del mundo,
antes yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de mi
palabra, que yo os lo he dicho: El siervo no es mayor que su Señor. Si a mí me
han perseguido, también os perseguirán a vosotros (Jn 15, 18 - 20).
San Juan Crisóstomo comenta este pasaje
evangélico diciendo que ser aborrecido del mundo es una prueba de santidad; y que
es de lamentar ser amado por el mundo, porque eso prueba nuestra perversidad. Y
San Gregorio dice que la censura de los malos es la aprobación de nuestra vida.
Dice también N. Señor: Os
odiarán todos los hombres a causa de mi nombre, mas el que persevere y esté
firme hasta el fin, ése será salvo. (Mt 10, 22; Mc 13,13)
Y agrega: Bienaventurados seréis cuando os
maldigan y os persigan y digan todo mal contra vosotros, mintiendo, por mi
causa. Gozaos y alegraos, porque vuestro premio muy grande es en los cielos,
pues así también persiguieron a los profetas que hubo antes que vosotros.
(Mt 5, 11-12)
Y en el Evangelio de San Lucas: Bienaventurados
seréis cuando os aborrezcan los hombres, y os expulsen, y os ultrajen, y proscriban
vuestro nombre como malo por el Hijo del hombre. Gozaos en aquel día, y
regocijaos; porque vuestro premio será grande en el cielo. (Lc 6, 22-23)
En 1988, Mons. Lefebvre, a fin de
mantener vivo el combate por la fe, la guerra contra el modernismo imperante
hasta hoy; se vio en la obligación de consagrar cuatro Obispos. Los modernistas
de Roma lo excomulgaron, junto a Mons. de Castro Mayer y a los cuatro Obispos
consagrados. Se trató -por cierto- de una sanción nula en razón de su total
injusticia. Pero a los ojos del mundo quedaron excomulgados.
Se cumplían brillantemente las palabras
de Cristo en estos hombres: junto con el decreto de excomunión fulminado por
los herejes modernistas, se hacían acreedores del odio de todos los enemigos de
Dios. Esa era una prueba palpable, la certificación de una predilección de Dios,
como también de un correlativo odio particular del demonio. Esa excomunión era,
por tanto, un inmenso honor y un título de singular gloria a los ojos de Dios.
Murieron Mons. Lefebvre y Mons. de
Castro Mayer, pasaron los años, y, como sabemos, las ideas al respecto fueron
cambiando. Ya no se miró esa excomunión de manera sobrenatural, como algo
honroso en extremo, sino que se la empezó a considerar de modo puramente humano:
la excomunión era un estigma, una ignominia, un impedimento para que las almas
se acercaran a la Tradición, un obstáculo para las tratativas con Roma, una
lepra afrentosa y espantosa que nos condenaba a vivir excluidos y confinados.
Fue así como, en el año 2009, a
petición de la Fraternidad, Roma liberal dispuso el “levantamiento” de dicha
sanción. Los modernistas tuvieron la intención, con ello, de realizar un acto
de “perdón a los culpables”, una “remisión misericordiosa”.
Se cantó el Te Deum y muchos en la
Fraternidad celebraron jubilosos este acontecimiento. Era la hora del
crepúsculo. La congregación exploraba caminos nuevos. Se comenzaba a diluir la
antigua santa intransigencia de Mons. Lefebvre, al tiempo que se consolidaba un
modo nuevo de relacionarse con los modernistas destructores de la Iglesia, un proceder
extraño cuyas notas distintivas son la ambigüedad en las palabras, la astucia diplomática,
el cálculo político, el secretismo y la pusilanimidad. Caminaba y sigue caminando
la congregación al precipicio, conducida por los que buscan alianzas adúlteras y
acuerdos traidores. Mas ésta es vuestra hora, y el poder de
las tinieblas
(Lc 22, 53).
Estimados fieles: el que persevere y esté firme hasta el fin, ése será salvo. Estemos
firmes. Que nada ni nadie nos haga abandonar los principios de Mons. Lefebvre.
Que nada ni nadie nos separe de la Verdad. Que Dios nos haga siempre fieles a
ella. Que nos conceda seguir el ejemplo de los mártires que dieron la vida por negarse
a ofrendar un solo grano de incienso. Que nos dé su gracia para imitar la
resolución de hombres como el Padre Maldonado, cuya tumba se encuentra a
escasos metros de esta capilla, cuyos familiares están aquí presentes: ese santo
Sacerdote supo morir por Cristo a manos de esos mismos hijos del diablo cuyas
venenosas ideas inspiraron el fatídico Vaticano II, la mayor calamidad en toda
la historia de la Iglesia, de cual un día no quedará ni una sola coma, cuando
Dios purifique a su Iglesia.
No fuimos creados para la mediocridad,
ni para la traición, ni para la cobardía: nuestra común vocación es la caridad ardiente
y combativa. Mas los cobardes, los incrédulos, los abominables, los homicidas, los
fornicarios, los hechiceros, los idólatras y los mentirosos, tendrán su parte
en el lago de fuego y azufre (Ap. 21, 8). Que el Cielo nos conceda la
fe profunda, la abrasadora caridad y la fortaleza heroica del P. Maldonado.
Entones seremos invencibles. Entonces diremos con San Pablo: todo
lo puede en Aquél que me hace fuerte (Fil. 4, 13).
¡Ánimo, estimados fieles, ánimo! ¡Ánimo
en la batalla! ¡Hay que conservar el puesto de combate hasta el final! ¡Ánimo
porque es inevitable nuestra victoria, la victoria de Cristo!
Nos dice N. Señor: en el mundo tendréis tribulación,
pero ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
P. Maldonado