LA FALTA DE PRUDENCIA DE LOS HIJOS DE LA LUZ
Este domingo se suele predicar acerca de la virtud de la prudencia. El
P. Alberto María Weiss OP, ha escrito en 1906, su afamada “Apología del Cristianismo”. En esa obra
hay un capítulo que se titula así: “Falta de Prudencia de los Hijos de la Luz”.
Este texto aparece publicado, a su vez, en una obra de la BAC muy conocida por
los Sacerdotes tradicionalistas hispanoparlantes: “Verbum Vitae - La Palabra de Cristo”, por Mons. Ángel Herrera Oria
(año 1955, t. VI, p. 647-648).
Dice Mons. Herrera: “A la gran
apología de Weiss le ocurre los que a todas las obras maestras, que, aunque se
refieran a los problemas de su tiempo, presentan enfoques y soluciones
permanentes”. En efecto, el P. Weiss
señala certeramente las causas espirituales de la crisis que se avecinaba a
inicios del siglo XX, que explotó en el fatídico concilio Vaticano II, y en
cuyas espesas oscuridades nos encontramos sumergidos hasta el presente. Como
se habla poco acerca de las causas de índole espiritual que nos llevaron a esta
derrota temporal, daremos, en este sermón, algunas citas de ese texto del P.
Weiss (la mayor parte de las veces extractadas y adaptadas). Y cuando las oigan no piensen sólo en la
crisis de la Iglesia universal, sino que piensen también en la crisis que estalló
el año 2012 en la FSSPX. Las causas espirituales de ambas son, en el fondo, las
mismas.
La presente situación es
triste, y sombrío es el porvenir. Noten que el P.
Weiss escribe en 1906, en pleno reinado de San Pio X. El Padre ve como el
liberalismo se extiende por el mundo entero y también, pese a los esfuerzos de
los antiliberales encabezados por el Papa santo, dentro de la misma Iglesia. Si
se hubiera escuchado a Sacerdotes como el P. Weiss, los liberales nunca habrían
podido adueñarse de la Iglesia.
Como consecuencia, un
profundo malestar ha invadido todo. Únicamente dos clases de personas se ven
libres de ello: los liberales y los inconscientes que gozan
tranquilos de su comodidad. Fuera de ellos, nadie
hay que no diga que el estado actual de cosas no puede sostenerse. Unos echan
la culpa al clero y al cristianismo. Otros la hacen recaer sobre los enemigos
de la fe y de la Iglesia. Pero ¿de qué nos serviría mejorar el mundo entero
si llevamos siempre en nosotros mismos los gérmenes de nuevos males? La simple prudencia exige que dirijamos
todos nuestros esfuerzos por este lado. El justo comienza por acusarse él mismo,
dice el Espíritu Santo (Prov 18, 17). Y de hecho, en circunstancias análogas,
los justos ha obrado así cuando se hacía necesario mejorar la situación:
“Cuanto has hecho con nosotros es justo” (Dan 3, 27).
Como vemos, el P. Weiss no pone el foco en los enemigos de la Iglesia,
sino en las los mismos hombres de Iglesia, explicando en qué radica la
imprudencia de los buenos, de los católicos, de los hijos de la luz.
Dos cosas nos vemos obligados a aceptar si queremos ser verdaderos discípulos
del Salvador, dos cosas que no fueron ahorradas tampoco al Hijo de Dios: el
odio y la persecución. Sólo con esta condición estaremos seguros de conseguir el respeto del
mundo y una energía interior invencible. Para resumir en pocas palabras la causa de
nuestra debilidad: nuestra fe no descansa en convicciones bastante sólidas y
nuestra manera de obrar no es bastante sobrenatural. La mediocridad, la timidez, la indecisión,
son actualmente mayores que en las otras crisis por
las que atravesó la Iglesia.
Se teme a la contradicción y a la lucha, a los juicios del mundo, a la
fuerza de la inclinación a la comodidad. Se cree poder
adelantar algo por medios agradables, negociaciones, retiradas, siendo así que
diariamente se sale perdiendo.
Se quiere asegurar, por lo menos
personalmente, el propio descanso,
el propio honor, las propias ventajas, aun cuando sea en detrimento
de la buena causa.
Hay un inmenso número de
personas mediocres. Por todas partes el enemigo esparce cizaña entre el trigo. La manera de defender la Iglesia y los medios
empleados para ello están frecuentemente copiados de los del mundo.
Se piensa poco en la abnegación personal y en la perfección. Hay falta de espíritu de oración,
y los sacerdotes son vistos en los espectáculos y diversiones mundanas. La
excusa es tener acceso a los que no asisten a la Iglesia y dar ocasión al mundo de hacer ver que no son tan groseros y oscuros
como ordinariamente se les considera. Pura ilusión.
El desprecio de la vida de
oración y mortificación y la participación en las diversiones y futilidades del
mundo, son notas características de la civilización moderna.
Nuestra gran desgracia procede de nuestra falta, desconocimiento,
deformación y negación de lo sobrenatural. Debiéramos
pensar y obrar de modo enteramente sobrenatural, o, como dice la Escritura,
en el Espíritu (Gal 5, 16), de manera celestial (Fil 3, 20), divina (Col 1, 10;
1Tes 2, 12). Deberíamos vivir en Jesucristo (Rom 13, 14), Jesucristo debería
vivir en nosotros (Gal 2, 20). El mismo
Salvador nos enseñó el camino y los medios para llegar a eso: negarse a sí
mismo, llevar la cruz, imitar a Jesucristo (Mt 16, 24; 10, 38).
Una vidente moderna (A.C.
Emmerich) dice en un pasaje notable: “esa iglesia del mundo está llena de barro
y tinieblas. Esa anti iglesia que no tiene un solo misterio religioso. Su lado
peligroso es su aparente inocencia. Sus adherentes quieren y hacen por doquier
lo contrario a los que Dios quiere. Todos están de acuerdo para prescindir de
Jesucristo. ¿Nos preguntamos todavía si
podemos ir con ellos? ¡No! Imposible.
Quien no comprenda que las necesidades apremiantes del presente y del
porvenir nos imponen exigencias mucho más elevadas que antes, se verá
infaliblemente aplastado por la rueda del tiempo. Sí, los tiempos han cambiado: se han tornado de gravedad excepcional. Ya
no hay lugar para la mediocridad y la comodidad. El que no quiera perecer
en estos días difíciles, no debe obrar a medias.
Son pocos los que pueden
resolverse a ello, y esa es la razón por la cual también son muy pocos los que
comprenden estos tiempos y hacen lo que es necesario. Los que viven de verdad
el espíritu del Cristianismo y piensan y sienten con la Iglesia, comprenden lo
que le época exige. Lástima que sean tan pocos. Pero, cuanto menor sea su número, con más vigor deben obrar y levantar
su voz para clamar a quien quiera oír: lo que en la hora presente se impone
la separación total del mundo, el amor gozoso de la cruz, la sincera imitación
de Jesucristo, los esfuerzos por llegar a la perfección y aun a la más elevada
santidad.
A modo de conclusión, el P. Weiss escribe: Ante esta lamentable
situación, no hay más que un medio de salvación: una ruptura formal y decisiva
con el espíritu del mundo. El mundo entero se halla sumergido en el mal. No hay
paz posible con él, a menos de abandonar la causa de Dios. Si esto fue
verdad siempre, lo es doblemente en la actualidad.
Y porque no se rompió resueltamente con el mundo, sobrevino la más
terrible crisis por la que haya atravesado jamás la Iglesia, esa noche
espantosa que dura hasta hoy. En ese no romper decididamente con el espíritu
del mundo está, según el P. Weiss, lo determinante de la “imprudencia de los hijos de la luz”.
No sólo hombres como el P. Weiss nos advirtieron: ¿cuántas veces, en
estos 100 años, los seminaristas y sacerdotes han escuchado estas palabras de
la “Imitación de Cristo” (en la FSSPX y en otras congregaciones se lee un
pasaje del Kempis cada día en el refectorio)?: Mira que todo consiste en la
Cruz, y todo está en morir en ella; y no hay otro camino para la vida y para la
verdadera paz sino el de la santa Cruz y continua mortificación. Y sin
embargo, la imprudencia de los hijos de
la luz ha hecho que esta gran verdad mil veces oída sea despreciada, acallada
en la práctica, olvidada; y de ahí la victoria temporal de los hijos de las
tinieblas que presenciamos.
¡Ave María
Purísima!
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