La Iglesia católica dedica el mes de octubre al rosario, una devoción muy extendida en toda la Iglesia gracias al Papa León XIII.
Fue en el año 1883, a comienzos de septiembre, cuando a través de la Encíclica Supremi Apostolatus el pontífice extendió la devoción a esta oración mariana, tan querida por la Virgen.
León XIII decretó que «en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el año corriente, con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas. Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles, y se dé luego la bendición con el mismo».
En alusión a la famosa batalla de Lepanto, el papa León XIII escribe en esta Encíclica que «la eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa».
Les ofrecemos la Encíclica completa Supremi Apostolatus del papa León XIII sobre la devoción al Santo Rosario:
El apostolado supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por las que atravesamos, Nos advierten a cada momento e imperiosamente Nos empujan a velar con tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores son las calamidades que la afligen.
Por esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto sea posible en defender por todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros afanes y cuidados.
Y creemos que nada puede conducir más eficazmente a este fin, que, con la práctica de la Religión y la piedad hacernos propicia a la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como está por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encuentran en la Ciudad Eterna.
Por esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y grandes beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo Rosario de María, Nos queremos que en el corriente año esta devoción sea objeto de particular atención en el mundo católico, a fin de que por la intercesión de la Virgen María obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio y término a Nuestros males. Por lo mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros estas Letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito, excitéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que cumplan con él esmeradamente.
En tiempos críticos y angustiosos siempre el principal y constante cuidado de los católico refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad, lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen, exenta de la mancha original, escogida para ser la Madre de Dios y asociada por lo mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un favor y poder tan grande, como nunca han podido ni podrán obtenerlo ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que le es sobremanera dulce y agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, desde luego es de esperar que acoja cariñosa las preces de la Iglesia universal.
Mas esta piedad tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los cielos, nunca ha brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han parecido poner en peligro la Iglesia de Dios.
La historia antigua y moderna, y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan las preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen Santísima, como los auxilios concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y tranquilidad pública, obtenidas por su intercesión. De ahí estos excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la paz, con que se la ha saludado. Entre todos los títulos es muy especialmente digno de mención el de Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le debe la cristiandad.
Ninguno de vosotros ignora, Venerables Hermanos, cuántos sinsabores y amarguras causaron a la Santa Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos Albigenses, que, nacidos de la secta de los últimos Maniqueos llenaron de sus perniciosos errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del mundo latino, y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su dominio con el exterminio y la muerte.
Contra tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y fundador de las Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por inspiración divina, que esta devoción pondría en fuga, como poderosa máquina de guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regulado y puesto en práctica por la Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia, y quedaron destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para resistirle.
La eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el Soberano Pontífice Pío V, después de reanimar en todos los Príncipes Cristianos el sentimiento de la común defensa, trató, en cuanto estaba a su alcance, en hacer propicio a los cristianos a la todopoderosa Madre de Dios y de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos dedicados a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la Religión y a la patria, marchaban, sin tener en cuenta su número, al encuentro de las fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto; mientras los que no eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejército de suplicantes, imploraban y saludaban a María, repitiendo las fórmulas del Rosario, y pedían el triunfo de los combatientes.
La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues que, empeñado el combate naval en las Islas Equínadas, la escuadra de los cristianos, reportó, sin experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquiló las fuerzas enemigas.
Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias, el recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII sancionó dicha festividad con el nombre de Santo Rosario.
Asimismo en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en Temesvar, Hungría y Corfú, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen, y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclinó a Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la festividad del Santísimo Rosario.
Así, pues, demostrado que esta forma de orar es agradable a la Santísima Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de Nuestros Predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con especiales elogios. Urbano IV aseguró que el rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo cristiano; Sixto V dijo que ese modo de orar cedía en mayor honra y gloria de Dios, y que era muy conveniente para conjurar los peligros que amenazaban al mundo; León X, declaró que se había instituido contra los heresiarcas y las perniciosas herejías, y Julio III le apellidó loor de la Iglesia. San Pío V dijo también del Rosario que, con la propagación de estas preces, los fieles empezaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres distintos a lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía se disiparon, y que la luz de la fe brilló en su esplendor. Por último, Gregorio XIII declaró que Santo Domingo, había instituido el Rosario para apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María.
Inspirado Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores, hemos creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que Nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días está expuesta la Iglesia; la piedad cristiana, la moralidad pública, la fe misma, que es el bien supremo y el principio de todas las virtudes, todo está amenazado cada día de los mayores peligros.
Además no sólo conocéis Nuestra difícil situación y Nuestras múltiples angustias, sino que vuestra caridad os lleva a sentir con Nos cierta unión y sociedad; pues es muy doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a la salvación por el torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el abismo y en la muerte eterna. En nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de María, a fin de curar los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió claramente que, para curar a su siglo, ningún medio podía ser tan eficaz como el atraer a los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida, impulsándolos a dirigirse a la Virgen, a quien está concedido el poder de destruir todas las herejías.
La fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de Nuestra salvación y en este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica; intercalándose la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, valiéndonos de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.
Por lo cual no sólo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública o privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de Octubre de este año se consagre enteramente a la Reina del Rosario. Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el año corriente, con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas. Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles, y se dé luego la bendición con el mismo. Será también de Nuestro agrado, que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre. Y donde por razón de la circunstancias, esto no fuere posible, procúrese sustituir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes cristianas.
En gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos, abrimos los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieron en el tiempo antes designado a la recitación pública del Rosario y las Letanías, y orasen conforme a Nuestra intención, concedemos siete años y siete cuarentena de indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces, las hicieren privadamente. Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en público o en secreto, si públicamente por justa causa no pudieren, las indicadas p reces, y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada Comunión les dejamos libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia plenaria.
Concedemos también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en algún templo, según Nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las necesidades de la Iglesia.
¡Obrad pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera Dios que excitadas por Nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a ese culto que Nuestros antepasados tenían el hábito de practicar no sólo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad cristiana. La celestial Patrona del género humano escuchará esas preces y concederá fácilmente a los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes, y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad, después de eliminar en lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.
Alentado por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de aquélla en quien ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas Nuestras fuerzas, que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales favores. Y como prenda de Nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros, a vuestro Clero y a los pueblos confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el primero de septiembre de 1883, año sexto de Nuestro Pontificado.