La Providencia ha confiado a la Santa de Lisieux una misión excepcional. Su misión esencial es un mensaje de santidad. Ha venido a recordar muy oportunamente al mundo que tenemos un Padre que vela sobre cada uno de nosotros y que quiere santificarnos como a hijos de adopción.
Para llegar a la más alta santidad no hay necesidad de milagros ni de éxtasis; no hay que realizar ninguna acción extraordinaria; basta con aceptar, día tras día, la tarea fijada por Dios y realizarla por amor. «Dios no me pide grandes cosas, sino sencillamente el abandono y el agradecimiento». Él mismo, quiere conducirnos a la más alta santidad. Basta abandonarse a los designios de su misericordia y de su amor con la filial confianza del «pequeñuelo».
Todos los temperamentos, todas las situaciones humanas, todas las formas del deber de estado pueden llegar a ser materia de santidad. Basta con amar y con entregarse a Dios por amor, a través de todas las cosas. «La santidad» no se encuentra en las largas fórmulas de devoción, «en tal o cual práctica». Consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre. He aquí, según la misma Teresa, lo esencial de toda santidad.
«Mi camino es todo de confianza y de amor». «En mi «caminito» no hay más que cosas muy ordinarias». La santidad teresiana es sencillamente la vida cotidiana divinizada por el amor; una santidad que se puede encontrar y practicar en todas partes; en las calles, en el despacho, en la fábrica, en el almacén, en familia, en medio de los más pesados cargos; lo mismo que en el silencio del claustro y en la soledad del desierto. Se puede llegar a la más alta perfección de la caridad sin obras brillantes.
El rasgo genial de Teresa fue el haber reducido la santidad a su pura esencia y el haber mostrado el ideal de la perfección accesible a todos por el camino común. Un santo o una santa pueden vivir entre nosotros; como nosotros, llevar nuestros trajes, nuestros calzados de casa, de montaña, de trabajo, parecer como nosotros y ser todos de Dios. Santidad al alcance de todos; pero sin minimizar en nada el ideal cristiano.
Teresa ha simplificado la búsqueda de la santidad reduciéndola a sus elementos esenciales: la práctica de las virtudes ordinarias llevadas a su perfección suprema por una vida de puro amor. Todo se equilibra, todo se contrapesa en esta doctrina: «pequeñez» y grandeza de alma, vida de amor y de sacrificio, abandono total y fidelidad absoluta. Las más humildes tareas cotidianas, las funciones necesarias para la vida material, encuentran lugar en la vida de los hijos de Dios. Realismo sencillo y profundo, abnegación sonriente, perpetuo olvido de sí en el lugar fijado a cada uno por la Providencia; tal es esta nueva fórmula de santidad, capaz de conducir a las almas hacia las altas cimas de la perfección cristiana por la sencillez del deber.
El santo no es sino también el humilde de corazón que camina sencillamente por el surco que le ha trazado la Providencia, cuya tarea cotidiana, frecuentemente oscura y dura, realizada ante las miradas hostiles o indiferentes, no tiene otro testigo que Dios.
Ser fiel hasta el último detalle a la voluntad del Padre, por amor; «hacerlo todo bien» a la manera de su Hijo. El beneficio supremo de la espiritualidad teresiana es haber vuelto la santidad a su invariable esencia: el triunfo del amor. Quizá no exista en la Iglesia, espiritualidad alguna que haya insistido con tal fuerza en este elemento primordial. Textos y documentos teresianos, escritos de la Santa, actos de su vida, testimonios del proceso de canonización, conducen a esta evidencia: el mensaje teresiano continúa siendo ante todo un mensaje de amor. Todo se explica por esto. La misma Teresa nos advierte de ello:
He encontrado en el amor la base de mi vocación. He comprendido que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diversos miembros, no podía faltarle el más noble de todos los órganos; he comprendido que tenía un corazón y que este corazón ardía de amor. He comprendido que sólo el amor hacía obrar a sus miembros; que si el amor llegara a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los mártires se negarían a derramar su sangre. He comprendido que el amor lo era todo; que abrazaba todos los tiempos y todos los lugares, ¡porque es eterno! Entonces, en el exceso de mi delirante alegría, he exclamado: ¡Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación; mi vocación es el amor! Sí, he encontrado mi lugar en el seno de la Iglesia, y este lugar, Dios mío, Vos me lo habéis dado: en el corazón de mi madre la Iglesia, yo seré el amor!... Así lo seré todo.
Para «Teresita» como para todos los santos a partir de Cristo, el deber fundamental del hombre consiste en amar a Dios. Todo el resto es accidental. El apóstol San Pablo había formulado esta enseñanza extendiéndola al amor al prójimo:
«Aunque hablare las lenguas de los ángeles y de los hombres, mas no tuviere caridad, no soy sino un bronce resonante o un címbalo estruendoso. Y si poseyere la profecía y conociere todos los misterios y toda la ciencia y si tuviese toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad nada soy. Y si repartiere todos mis haberes y si entregase mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco. Ahora subsisten la Fe, la Esperanza, la Caridad, estas tres; mas la mayor de ellas es la Caridad».
Leyendo este célebre pasaje, Sor Teresa encontró la llave de su vocación. A sus ojos, como en el pensamiento de Pablo, el amor lo es todo: esencia de toda santidad, principio del mérito, manantial que impulsa todas las abnegaciones, único camino que conduce al heroísmo de las vírgenes, de los doctores y de los mártires; criterio supremo atendiendo al cual seremos juzgados en el crepúsculo de nuestra vida y en el crepúsculo del mundo. ¿No se reducía a esto todo el mensaje de Jesús? «Fuego he venido a traer a la tierra y, ¿qué quiero sino que arda?». En esta línea evangélica se sitúa la misión providencial de la gran Santa de Lisieux:
«Siento que mi misión va a empezar: mi misión de hacer amar a Dios como le amo... y de dar mi «caminito» a las alma». «Amar, ser amada y volver a la tierra para hacer amar al amor».
El camino de la infancia espiritual es una escuela de puro amor que enseña a las almas a multiplicar los actos de amor de Dios y a «transformar las acciones más indiferentes en actos de puro amor». No todo el mundo puede llevar a cabo acciones brillantes; pero todo el mundo puede amar, y Dios no pide más: Para llegar a ser santo no es necesario realizar cosas extraordinarias, sino hacerlo todo por amor.
El amor teresiano es humilde, activo, confiado hasta la audacia, fiel en las pequeñas cosas hasta el heroísmo; sencillo y sublime como la vida de los hijos de Dios que pasan por la tierra con la mirada fija en su Padre celestial.
La Iglesia ha proclamado por su magisterio infalible el poder santificador de esta doctrina y ha ratificado las intuiciones de una Santa genial suscitada por Dios para establecer en el mundo el triunfo del amor.
El mensaje teresiano subsistirá. La infancia espiritual como la doctrina de los más grandes santos está llamada a iluminar las almas hasta la última noche de la Iglesia militante. Esta Iglesia de Cristo asistida por el espíritu de Dios, ha comprendido la profundidad innovadora y el alcance universal del mensaje de Lisieux y ha hecho suya la suprema súplica de Teresa:
¡Oh Jesús... te suplico que tu mirada divina descienda sobre un gran número de almas pequeñas! Te suplico que te elijas en este mundo una legión de pequeñas víctimas dignas de tu amor.
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El texto es un extracto de las páginas 73, 74, 75 y 76 del excelente libro del P. Philipon OP, "El Mensaje de Teresa de Lisieux"