P. d'Abbadie FSSPX, Sacerdote del distrito de Francia |
Desgraciadamente no es raro escuchar en nuestro
medio que una separación demasiado larga de las autoridades conciliares
terminaría por hacernos romper la unidad adoptando un espíritu cismático.
Algunos recordatorios de la doctrina cristiana a este respecto no serán
superfluos, con el fin de que nuestro juicio no sea dictado por nuestros
sentimientos, sino más bien por la fe que ilumina nuestra razón.
Si abrimos un catecismo de san Pío X, constatamos
que la definición de la Iglesia requiere la unión de los bautizados en una
misma fe, una misma santificación (los sacramentos), una misma jerarquía
(gobierno). Este orden (fe-santificación-jerarquía) no está dada al azar: es
primordial. Porque si la Iglesia es una sociedad (que como toda sociedad
comporta un gobierno), ella pertenece sin embargo al orden sobrenatural: este
gobierno que asegura la unidad de los miembros no puede ejercerse fuera de la
profesión de una misma fe, “que es el lazo radical y absolutamente primordial
de la unidad social de la Iglesia” (1). El principio de la unidad de la Iglesia
es por lo tanto la fe, enseñada por el Magisterio. De este modo, la jerarquía
tiene la función de mantener a los miembros en la obediencia a esta misma fe
(indispensable para la salvación). La jerarquía no puede entonces ir en contra de la fe, pues su función está subordinada a ella.
¿Qué es esta fe? Es una adhesión de nuestra
inteligencia a las verdades que Dios nos pide creer, precisamente porque es Él
quien nos compromete a ello con toda su autoridad: nosotros creemos en la
autoridad de Dios, que no puede “ni engañarse ni engañarnos”. Estas verdades
nos son transmitidas por el Magisterio de la Iglesia, divinamente asistida en
su tarea de enseñanza: “El Espíritu Santo no ha sido prometido a los sucesores
de Pedro para que den a conocer bajo su revelación una nueva doctrina, sino
para que con su asistencia ellos conserven santamente y expongan fielmente la
Revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (2).
La fe, revelada por Dios y que compromete toda su
autoridad, transmitida por el Magisterio asistido de Dios, no debe ser
confundido con la opinión, que no tiene por autoridad más que la propia
inteligencia o nuestro capricho arbitrario, ¡lo que es bastante frágil! No
podemos poner los dos en el mismo plano.
Si nosotros rechazamos el concilio Vaticano II, es
justamente porque se aleja de la doctrina de siempre hasta contradecirla, bajo
el pretexto de “reinterpretarla”, a fin de ponerla al gusto de hoy. Nuestra
oposición se debe a nuestra adhesión a la fe. Ahora bien, la Roma actual
quisiera reducir esta adhesión a una simple opinión que nosotros ciertamente
podríamos defender, pero a título de opinión: se trataría de “cuestiones
abiertas” (siendo que el Magisterio de siempre ya se pronunció sobre estas
cuestiones). Aquí encontramos una táctica revolucionaria denunciada por Jean
Ousset (3), que consiste en atacar la verdad (que excluye al error), antes de dejarle
poco a poco un derecho de ciudadanía, pero a condición de que esté al rango de
una simple opinión que no excluya la opinión contraria: la verdad puesta al
mismo nivel que el error.
Relativizar la fe de este modo es destruirla, y es
por el hecho mismo destruir el fundamento mismo de la unidad de la Iglesia y de
su gobierno: “una unidad de gobierno, sin la unidad de fe, sería por lo tanto
una unidad puramente legal y legalista, contraria a la misma naturaleza de la
Iglesia. Una unidad más aparente que real. Tal es la unidad ecuménica soñada
por Paulo VI, Juan Pablo II y sus sucesores. Esta sería también la unidad de la
“plena comunión” que la Santa Sede ofrece desde hace mucho tiempo a los
herederos de Mons. Lefebvre” (4).
Nuestra verdadera unión a la Iglesia requiere por lo
tanto la profesión intacta de la fe, incluso si ésta es contradicha por las
autoridades actuales, y provoca nuestra marginación: “esta unidad [de fe],
que es la unidad misma de la Iglesia, debe conservar la primacía sobre todos
los arreglos seudocanónicos” (5). Es relativizando la fe que perderemos la
verdadera unidad (y es esto lo que se llama cisma) y comprometeremos
nuestra salvación.
Estos principios permitieron al fundador de la
Fraternidad conservar, en medio de la tormenta conciliar, una línea claramente
católica, que expresó así la víspera de las consagraciones: “¡El lazo oficial
con la Roma modernista no es nada al lado de la preservación de la fe!” (6).
***
1. ¿Unidad o legalidad? Por el P. Gleize, Courrier de Rome (CR) n° 599, mayo de 2017, pág. 4.
2. Vaticano I, constitución dogmática Pastor æternus, DS 3070.
3. Jean Ousset, Para que Él reine, pág. 93 y siguientes.
4. CR, pág. 4.
5. Ibid.
6. Marcel Lefebvre, Una Vida, por Mons. Tissier de Mallerais, pág. 589.