Prefacio
de Monseñor Marcel Lefebvre
Las páginas que siguen,
escritas por el Reverendo Padre Emmanuel, Prior del Monasterio de
Mesnil-Saint-Loup, tienen cien años. Las escribió en un boletín entre 1883 y
1885. Se publican en un volumen en 1985.
El Reverendo Padre
Emmanuel es teólogo, pero su doctrina se orienta hacia la vida espiritual. Su
alma arde en el deseo de comunicar la verdad a las almas, de llevarlas hacia
Dios, de santificarlas a la manera de San Benito, que quería hacer de sus
monjes buenos cristianos, es decir, discípulos de Nuestro Señor Jesucristo.
La lectura de estas
páginas sobre la Iglesia, entusiasma, se siente en ellas el soplo del Espíritu
Santo. Algunas, hasta son proféticas, cuando describe la Pasión de la Iglesia.
Ese año, 1884, es también el año en el que León XIII redacta su exorcismo por
la intercesión de San Miguel Arcángel, que anuncia la iniquidad en la sede de
Pedro.
Algunos años antes el
Papa Pío IX hacía publicar las Actas de la secta masónica de la Alta Venta, que
son verdaderas profecías diabólicas para nuestro tiempo.
El Reverendo Padre, de
precisiones sorprendentes sobre el indiferentismo religioso, que corresponde
exactamente a la herejía ecuménica de nuestros días. ¡Qué habría dicho de haber
vivido en nuestra época! Por sus escritos nos anima a permanecer firmes en le
fe de la Iglesia y a rehusar los compromisos que menoscaban su liturgia, su
doctrina y su moral. El ejemplo de su apostolado litúrgico en la Parroquia de
Nuestra Señora de la Santa Esperanza de Mesnil-Saint-Loup queda como testimonio
de su celo y santidad.
Ojalá que estas páginas
tengan gran difusión por la intercesión de Nuestra Señora de la Santa
Esperanza. Que Ella se digne bendecir a los lectores y a los editores.
Marcel Lefebvre
I.
UNAS PALABRAS AL LECTOR
Hemos considerado a la
Iglesia en el pasado y en el presente; nos falta contemplarla en el futuro.
Dios ha querido que los
destinos de la Iglesia de su Hijo único fuesen trazados de antemano en las
Escrituras, como lo habían sido los de su Hijo mismo; por eso, en ellas
buscaremos los documentos de nuestro trabajo.
La Iglesia, como debe ser
semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del fin del mundo, una prueba
suprema que será una verdadera Pasión. Los detalles de esta Pasión, en la cual
la Iglesia manifestará toda la inmensidad de su amor por su divino Esposo, son
los que se encuentran consignados en los escritos inspirados del Antiguo
Testamento y del Nuevo. Los haremos pasar ante los ojos de nuestros lectores.
No tenemos intención de
espantar a nadie, al abordar semejante tema. Diríamos más: nos parece
desgranar, juntamente con las grandes enseñanzas, grandes consuelos.
II
Ciertamente es un
espectáculo triste ver cómo la humanidad, seducida y enloquecida por el
espíritu del mal, trata de ahogar y de aniquilar a la Iglesia, su madre y su
tutora divinas.
Pero de este espectáculo
sale una luz que nos muestra toda la historia en su verdadera luz.
El hombre se agita sobre
la tierra; pero es conducido por fuerzas que no son de la tierra.
En la superficie de la
historia, el ojo capta trastornos de imperios, civilizaciones que se hacen y
que se deshacen. Por debajo, la fe nos hace seguir el gran antagonismo entre
Satán y Nuestro Señor; ella nos hace asistir a las astucias y a las violencias
de que se vale el Espíritu inmundo, para entrar en la casa de la que Jesucristo
lo expulsó. Al fin volverá a entrar en ella, y querrá eliminar de ella a
Nuestro Señor. Entonces se rasgarán los velos, lo sobrenatural se manifestará
por todas partes; no habrá ya política propiamente dicha, sino que se
desarrollará un drama exclusivamente religioso, que abarcará a todo el
universo.
Podemos preguntarnos por
qué los escritores sagrados han descrito tan minuciosamente las peripecias de
este drama, cuando sólo ocupará algunos pocos años. Es que será la conclusión
de toda la historia de la Iglesia y del género humano; es que hará resaltar,
con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.
Por otra parte, todas
estas profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el alma de los fieles
creyentes en los días de la gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos,
todas las seducciones que entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos
con tanta exactitud, formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la
fe combatida y proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente por medio
de lo que debería destruirla.
Pero nosotros mismos
tenemos que sacar abundantes frutos de la consideración de estos
acontecimientos extraños y temibles. Después de haber hablado de ellos, Nuestro
Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues, orando en todo tiempo, a fin de
merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros en pie ante el Hijo
del hombre” (Lc. 21 36).
Así, pues, el anuncio de
estos acontecimientos es un solemne aviso al mundo: “Velad y orad para no caer
en la tentación” (Mt. 26 41).
No sabéis cuándo
sucederán estas cosas: velad y orad, para que no os tomen por sorpresa.
Sabéis que desde ahora la
seducción opera en las almas, que el misterio de iniquidad realiza su obra, que
la fe es reputada como un oprobio (San Gregorio); velad y orad, para conservar
la fe.
Llegó la hora de la
noche, la hora del poder de las tinieblas: velad para que vuestra lámpara no se
apague, orad para que el torpor y el sueño no os venzan.
Más bien levantad
vuestras cabezas al cielo; porque la hora de la redención se acerca, porque las
primeras luces del alba clarean ya las tinieblas de la noche (Lc. 21 28).
III
Después de haber hablado
de las enseñanzas, digamos algunas palabras de los consuelos.
Jamás se habrá visto al
mal tan desencadenado; y al mismo tiempo más contenido en la mano de Dios.
La Iglesia, como Nuestro
Señor, será entregada sin defensa a los verdugos que la crucificarán en todos
sus miembros; pero no se les permitirá romperle los huesos, que son los
elegidos, como tampoco se les permitió romper los del Cordero Pascual extendido
sobre la cruz.
La prueba será limitada,
abreviada, por causa de los elegidos; y los elegidos se salvarán; y los
elegidos serán todos los verdaderos humildes.
Finalmente, la prueba
concluirá por un triunfo inaudito de la Iglesia, comparable a una resurrección.
En esos tiempos, e
incluso en los preludios de la crisis suprema, la Iglesia verá cómo se
convierten los restos de las naciones. Pero su consuelo más vivo será el
retorno de los judíos.
Los judíos se
convertirán, ya antes, ya durante el triunfo de la Iglesia; y San Pablo, que
anuncia este gran acontecimiento, no puede aguantarse de alegría al contemplar
sus consecuencias.
Como se ve, podemos
aplicar aquí a la Iglesia la palabra de los Salmos: “Según la multitud de las
aflicciones que han llenado mi corazón, vuestras consolaciones, Señor, han
alegrado mi alma” (Sal. 93 18).
II.
LOS SIGNOS PRECURSORES
I
El tema del fin del mundo
ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. San Pablo había dado sobre
este punto preciosas enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como a pesar
de sus instrucciones orales, los espíritus seguían inquietos por causa de
predicciones y rumores sin fundamento, les dirige una carta muy grave para
calmar esas inquietudes.
“Os rogamos, hermanos,
por lo que atañe al advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra
reunión con El, que no os dejéis tan pronto impresionar, abandonando vuestro
sentir, ni os alarméis, ni por visiones, ni por ciertos discursos, ni por
cartas que se suponen enviadas por nosotros, como que sea inminente el día del
Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera; porque antes ha de venir la
apostasía, y se ha de manifestar el hombre del pecado, el hijo de la perdición…
¿No recordáis que, estando todavía con vosotros, os decía yo esto? Y ahora ya
lo que le detiene, con el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo.
Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo
detiene ahora desaparezca de en medio” (II Tes. 2 1-7).
Así, el fin del mundo no
llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que
San Pabblo califica llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y
éste, a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general, y
después de la desaparición de un obstáculo providencial sobre el que el Apóstol
había instruido de viva voz a sus fieles.
II
¿De qué apostasía quiere
hablar San Pablo? No se trata de una defección parcial; porque dice, de manera
absoluta, la apostasía. No se lo puede entender, por desgracia, sino de la
apostasía en masa de las sociedades cristianas, que social y civilmente
renegarán de su bautismo; de la defección de estas naciones que Jesucristo,
según la enérgica expresión de San Pablo, había hecho concorporales a su
Iglesia (Ef. 3 6). Sólo esta apostasía hará posible la manifestación, y la
dominación, del enemigo personal de Jesucristo, en una palabra, del Anticristo.
Nuestro Señor dijo:
“Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?”
(Lc. 18 8). El divino Maestro veía declinar la fe en el mundo llegado a su
vejez. No es que los vientos del siglo puedan hacer vacilar esta llama inextinguible,
sino que las sociedades, ebrias por el bienestar material, la rechazarán como
importuna.
Volviendo las espaldas a
la fe, el mundo va camino de las tinieblas, y se convierte en juguete de las
ilusiones de la mentira. Considera como luces a meteoritos engañosos. Sería
capaz de considerar como las primeras luces del día los brillos rojos del
incendio.
Al renegar de Jesucristo,
es preciso que caiga mal que le pese en las garras de Satán, a quien tan
justamente se llama príncipe de las tinieblas. No puede permanecer neutro; no
puede crearse una independencia. Su apostasía lo pone directamente bajo el
poder del diablo y de sus satélites.
El docto Estio, al
estudiar el texto del Apóstol, dice que esta apostasía comenzó con Lutero y con
Calvino. Es el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un camino
espantoso.
Hoy esta apostasía tiende
a consumarse. Toma el nombre de Revolución, que es la insurrección del hombre
contra Dios y su Cristo. Tiene por fórmula el laicismo, que es la eliminación
de Dios y de su Cristo.
Así vemos a las
sociedades secretas, investidas del poder público, encarnizarse en
descristianizar Francia, quitándole uno por uno todos los elementos
sobrenaturales de que la habían impregnado quince siglos de fe. Estos sectarios
sólo persiguen un fin: sellar la apostasía definitiva, y preparar el camino al
hombre del pecado.
Los cristianos deben
reaccionar, con todas las energías de que disponen, contra esta obra
abominable; y para eso han de hacer entrar a Jesucristo en la vida privada y pública,
en las costumbres y en las leyes, en la educación y en la instrucción. Por
desgracia, hace ya tiempo que en todo eso Jesucristo no es lo que debería ser,
a saber todo. Hace ya tiempo que reina una semiapostasía. ¿Cómo, por ejemplo,
después de que la instrucción ha sido paganizada, habríamos podido formar otra
cosa que semicristianos?
Al trabajar en el sentido
directamente opuesto a la Francmasonería, los cristianos retrasarán el
advenimiento del hombre del pecado; facilitarán a la Iglesia la paz y la
independencia de que tiene necesidad, para captar y convertir al mundo que se
abre ante Ella.
Ahí se concentra toda la
lucha de la hora presente: ¿dejaremos, sí o no, nosotros los bautizados, que se
consume la apostasía que en un breve lapso de tiempo ha de permitir la
manifestación del Anticristo?
III
El Apóstol habla, en
términos enigmáticos para nosotros, de un obstáculo que se opone a la aparición
del hombre de pecado: “Sólo falta que el que lo detiene ahora, dice,
desaparezca de en medio”.
Por este obstáculo que
detiene, los más antiguos Padres griegos y latinos entendieron casi
unánimemente el imperio romano. Por consiguiente, explican a San Pablo del
siguiente modo: Mientras subsista el imperio romano, el Anticristo no
aparecerá.
Los intérpretes más
recientes no se conforman con esta glosa; no admiten que la suerte de la
Iglesia parezca ligada a la de un imperio; pero en vano buscan otra explicación
que sea realmente satisfactoria.
Confieso ingenuamente que
el pensamiento de los antiguos intérpretes no me parece tan despreciable,
mientras se la entienda con cierta amplitud.
Observemos que San Pablo,
al anunciar a los fieles una apostasía, cuando la conversión del mundo apenas
estaba esbozada, debió darles una panorámica de todo el futuro de la Iglesia.
Les había hecho saber que las naciones se convertirían, que se formarían
sociedades cristianas, y luego que estas sociedades perderían la fe. Les mostró
sin duda que el imperio romano sería transformado, que un poder cristiano
remplazaría al poder pagano, y que la autoridad de los Césares pasaría a manos
bautizadas que se servirían de él para extender el reino de Jesucristo. Y por
eso pudo añadir: Mientras dure este estado de cosas, estad tranquilos, el
Anticristo no aparecerá.
Por lo tanto, el sentido
del Apóstol, entendido ampliamente, sería el siguiente: Mientras la dominación
del mundo permanezca entre las manos bautizadas de la raza latina, el enemigo
de Jesucristo no se manifestará.
Observemos, como
corolario de esta interpretación, que los francmasones se oponen ante todo y
sobre todo a la restauración del poder cristiano. Que un príncipe se anuncie
como cristiano, se ponen en obra todos los medios para deshacerse de él. Es lo
que no debe suceder a ningún precio [1]. Así, pues, el poder cristiano es lo
que impediría a la secta alcanzar su objetivo.
Por otra parte, las razas
latinas están destinadas o a ejercer en el mundo una influencia católica, o a
abdicar. Su misión es la de servir a la difusión del Evangelio; y su existencia
política está ligada a esta misión. El día en que renunciasen a ella por la
apostasía completa, serían aniquiladas; y el Anticristo, saliendo probablemente
de Oriente, las aplastaría fácilmente con los pies [2].
También aquí les toca a
los cristianos obrar sobre el espíritu público, obligar a los gobiernos a
volver a adoptar las tradiciones cristianas, fuera de las cuales no hay más que
decadencia para las naciones europeas y especialmente para nuestra pobre
patria.
III. EL HOMBRE DE PECADO
I
Entra dentro de lo
posible, aunque la apostasía se encuentre muy avanzada, que los cristianos, por
un esfuerzo generoso, hagan retroceder a los conductores de la
descristianización a ultranza, y obtengan así para la Iglesia días de consuelo
y de paz antes de la gran prueba. Este resultado lo esperamos, no de los
hombres, sino de Dios; no tanto de los esfuerzos cuanto de las oraciones.
En este orden de ideas,
algunos autores piadosos esperan, después de la crisis presente, un triunfo de
la Iglesia, algo así como un domingo de Ramos, en el cual esta Madre será
saludada por los clamores de amor de los hijos de Jacob, reunidos a las
naciones en la unidad de una misma fe. Nos asociamos de buena gana a estas
esperanzas, que apuntan a un hecho formalmente anunciado por los profetas, y
del cual volveremos a hablar en su lugar.
Sea lo que fuere, este
triunfo, si Dios nos lo concede, no será de larga duración. Los enemigos de la
Iglesia, aturdidos por un momento, proseguirán su obra satánica con redoblado
odio. Podemos representarnos el estado de la Iglesia en ese momento, como
semejante en todo al estado de Nuestro Señor durante los días que precedieron a
su Pasión.
El mundo será
profundamente agitado, como lo estaba el pueblo judío reunido para las fiestas
pascuales. Habrá rumores inmensos, y cada cual hablará de la Iglesia, unos para
decir que ella es divina, otros para decir que ella no lo es. La Iglesia se
encontrará expuesta a los más insidiosos ataques del librepensamiento; pero
jamás habrá logrado mejor que entonces reducir al silencio a sus adversarios,
pulverizando sus sofismas…
En resumen, el mundo será
puesto enfrente de la verdad; la irradiación divina de la Iglesia brillará ante
sus ojos; pero él desviará la cabeza, y dirá: ¡No me interesa! Este desprecio
de la verdad, este abuso de las gracias tendrá como consecuencia la revelación
del hombre de pecado. La humanidad habrá querido a este amo inmundo: ella lo
tendrá. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error
(así tradujo Bossuet a San Pablo) que castigará a los hombres por haber
rechazado y odiado la Verdad.
Al hablar así, no estamos
entregándonos a imaginaciones, sino que seguimos al Apóstol.
En efecto, según él, toda
seducción de iniquidad obrará “sobre los que se pierden, por no haber aceptado
el amor de la verdad a fin de salvarse. Por eso Dios les enviará una eficacia
de error, con que crean a la mentira; para que sean juzgados todos los que no
creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (II Tes. 2
11-12).
II
Cuando aparezca el hombre
de pecado, será, como dice San Pablo, a su tiempo; es decir, en un momento en
que el cuerpo de los malvados, endurecido contra los dardos de la gracia, hecho
compacto e impermeable por la obstinación de su malicia, reclamará esta cabeza.
Ella surgirá, y Satán
hará brillar en ella toda la extensión de su odio contra Dios y los hombres.
El hombre de pecado, el
Anticristo, será un hombre, un simple viador hacia la eternidad.
Algunos autores
supusieron en él una encarnación del demonio; esta imaginación carece de
fundamento. El diablo no tiene el poder de asumir y de unirse una naturaleza
humana, de simular el adorable misterio de la Encarnación del Verbo.
Los Padres piensan
unánimemente que será judío de origen. Incluso dicen que será de la tribu de
Dan, fundándose en que esta tribu no es nombrada en el Apocalipsis como dando
elegidos al Señor. San Agustín se hace el eco de esta tradición, en su libro de
Cuestiones sobre Josué. Se hace muy verosímil por el hecho de que la
francmasonería es de origen judío, de que los judíos tienen en manos sus hilos
en el mundo entero; lo cual hace pensar que el jefe del imperio anticristiano
será un judío. Los judíos, por otra parte, que no quieren reconocer a
Jesucristo, siguen esperando a su Mesías. Nuestro Señor les decía:
“Yo vine en nombre de mi
Padre, y no me recibís; si otro viniere de su propia autoridad, a aquél le
recibiréis” (Jn. 5 43). Por este otro, los Padres entienden comúnmente al
Anticristo.
Aunque el Anticristo sea
llamado el hombre de pecado, el hijo de perdición, no hay que creer que estará
destinado al mal, como fatal e irremisiblemente. Recibirá gracias, conocerá la
verdad, tendrá un ángel custodio. Tendrá la oportunidad y los medios para
alcanzar la salvación, y sólo se perderá por su propia culpa.
Sin embargo, San Juan
Damasceno no duda en decir que desde su nacimiento será impuro, totalmente
impregnado de los soplos de Satán. Es de creer que, desde el uso de razón,
entrará en contacto tan constante e íntimo con el espíritu de las tinieblas, se
inclinará al mal con tal obstinación, que no dejará penetrar en su alma ninguna
luz sobrenatural, ninguna gracia de lo alto. Permanecerá inmutablemente rebelde
a todo bien.
Eso le valdrá el nombre
de hombre de pecado. Llevará el pecado hasta su colmo, no haciendo de toda su
vida sino un largo acto de rebeldía contra Dios. Por esta constante aplicación
al mal, alcanzará un refinamiento de impiedad al que no llegó jamás hombre
alguno.
El calificativo de hijo
de perdición, que le es común con Judas, quiere decir que su condenación eterna
está prevista por Dios, como castigo de su espantosa malicia, hasta el punto de
que está inscrita en las Escrituras y como consignada de antemano. Es probable
-y tal es el pensamiento de San Gregorio- que el monstruo conocerá, por una luz
salida de los abismos del infierno, la suerte que le espera, que renunciará a
toda esperanza para odiar a Dios más a su gusto, que se fijará desde esta vida
en la obstinación irremediable de los condenados. Y así realizará en sí mismo
el nombre terrible de hijo de perdición. De este modo será verdaderamente el
Anticristo, es decir, las antípodas de Nuestro Señor.
Jesucristo se encontraba
fuera del alcance del pecado; él se pondrá fuera del alcance de la gracia, por
un abandono de todo su ser al espíritu del mal. Jesucristo se orientaba a su
Padre con todos los impulsos de una naturaleza divinizada y sustraída a las
influencias del mal; él se orientará al mal con todos los impulsos de una
naturaleza profundamente viciada y que renunciará incluso a la esperanza.
III
Siendo tan diametralmente
opuesto a Nuestro Señor, realizará obras en oposición directa con las suyas.
Será para Satán un órgano selecto, un instrumento de predilección.
Así como Dios, al enviar
a su Hijo al mundo, lo revistió del poder de hacer milagros, e incluso de
devolver la vida a los muertos, del mismo modo Satán, haciendo un pacto con el
hombre de pecado, le comunicará el poder de hacer falsos milagros. Por eso dice
San Pablo que “su advenimiento será según la operación de Satanás, con todo
poder, señales y prodigios falsos”. Nuestro Señor sólo hizo milagros por
bondad, y se negó a hacer milagros por pura ostentación; el Anticristo se
complacerá en ellos, y los pueblos, por un justo juicio de Dios, se dejarán
engañar por sus malabarismos.
Por lo que precede está
claro que el Anticristo se presentará al mundo como el tipo más completo de
estos falsos profetas que fanatizan a las masas, y que las conducen a todos los
excesos bajo el pretexto de una reforma religiosa. Desde este punto de vista,
Mahoma parece haber sido su verdadero precursor. Pero el Anticristo lo superará
inmediatamente en perversidad, en habilidad, y también en la plenitud de su
poder satánico.
En el próximo artículo
estudiaremos los orígenes y desarrollo de su poder, y las fases de la guerra de
exterminio que desencadenará contra la Iglesia de Jesucristo.
IV.
IMPERIO DEL ANTICRISTO:
Visión del profeta Daniel
Una noche el profeta
Daniel tuvo una visión formidable. Mientras que los cuatro vientos del cielo se
combatían en un vasto mar, vio surgir del medio de las olas cuatro fieras
monstruosas.
Eran una leona, un oso,
un leopardo de cuatro cabezas, y no sé que monstruo de una fuerza prodigiosa,
que tenía dientes y uñas de hierro, y diez coronas en la frente.
Le fue revelado al
profeta que estas cuatro fieras significaban cuatro imperios que se levantarían
sucesivamente sobre las olas cambiantes de la humanidad.
Ahora bien, mientras que
Daniel consideraba con espanto la cuarta fiera, vio nacer un pequeño cuerno en
medio de los otros diez, que abatía a tres de ellos, y crecía más que todos los
demás; y este cuerno tenía como ojos de hombre, y una boca que profería grandes
discursos; y hacía la guerra a los santos del Altísimo, y prevalecía contra
ellos.
El profeta pidió el
significado de esta visión extraña. Le fue dicho que los diez cuernos representaban
a diez reyes; que el pequeño cuerno era un rey que acabaría por dominar sobre
toda la tierra con un poder inaudito. “Vomitará, le fue dicho, blasfemias
contra Dios, atropellará a los santos del Altísimo, y se creerá con facultad de
mudar las festividades y las leyes, y los santos serán dejados en sus manos por
un tiempo, dos tiempos, y la mitad de un tiempo” (Dan. 7 25).
II
Por este rey, todos los
intérpretes entienden al Anticristo.
¿Cuál es la bestia en que
sale, al tiempo señalado, este cuerno de impiedad? Es la Revolución, por la que
se entiende todo el cuerpo de los impíos, que obedecen a un motor oculto, que
se levanta contra Dios: la Revolución, poder a la vez satánico y bestial,
satánico como animado de un espíritu infernal, bestial como entregado a todos
los instintos de la naturaleza degradada. Tiene dientes y uñas de hierro: pues
forja leyes despóticas, por medio de las cuales despedaza la libertad humana.
Trata de apoderarse de los reyes y de los gobiernos, que deben pactar con ella.
Cuando aparezca el Anticristo, tendrá diez reyes a su servicio, como si fueran
diez cuernos en la frente.
El Anticristo, nos dice
Daniel, aparecerá como un pequeño cuerno; es decir, sus comienzos serán
oscuros. No saldrá de familia real; será un Mahoma, un Madhi, que se elevará
poco a poco por la osadía de sus imposturas, secundadas por la complicidad
total del diablo.
Efectivamente, el cuerno
que lo representa es muy diferente de los demás. Tiene ojos como ojos de
hombre; pues el nuevo rey es un vidente, un falso profeta. Tiene una boca que
profiere palabras grandilocuentes; porque se impone no menos por el brillo de
su palabra y la seducción de sus promesas, que por la fuerza de las armas y las
astucias de la política.
Todo el mundo tendrá
pronto las miradas vueltas hacia el impostor, cuyas hazañas celebrarán las
trompetas de una prensa complaciente. Su popularidad hará sombra a varios de
los soberanos apóstatas, que se repartirán entonces el imperio de la bestia
revolucionaria. De ello se seguirá una lucha gigantesca, en la cual, según
Daniel, el Anticristo abatirá a tres de sus rivales.
En ese momento todos los
pueblos, fanatizados por sus prodigios y sus victorias, lo aclamarán como el
salvador de la humanidad. Y los otros reyes no tendrán más remedio que
sometérsele.
Comenzará entonces una
crisis terrible para la Iglesia de Dios. Pues el cuerno de impiedad, después de
llegar a la cumbre del poder, hará la guerra a los santos y prevalecerá contra
ellos.
III
Es probable que, durante
todo este primer período que podrá durar largos años, el hombre del pecado
afectará tener aires de moderación hipócrita.
Judío, se presentará a
los judíos como el Mesías prometido, como el restaurador de la ley de Moisés;
tratará de aplicar en su favor las misteriosas profecías de Isaías y de
Ezequiel; reconstruirá, según el parecer de varios Padres, el templo de
Jerusalén. Los judíos, al menos en parte, deslumbrados por sus falsos milagros
y su fasto insolente, lo recibirán a él, el falso Cristo; y pondrán a su
disposición la alta finanza, toda la prensa, y las logias masónicas del mundo
entero.
Es también muy verosímil
que el Anticristo tratará con consideración, para encumbrarse, a los
partidarios de las falsas religiones. Se presentará como plenamente respetuoso
de la libertad de cultos, una de las máximas y una de las mentiras de la bestia
revolucionaria. Dirá a los budistas que él mismo es un Buda; a los musulmanes,
que Mahoma es un gran profeta. Incluso no es nada imposible que el mundo
musulmán acepte al falso Mesías de los Judíos como un nuevo Mahoma.
¿Qué podemos saber? Tal
vez llegará a decir, en su hipocresía, y semejante en esto a Herodes su
precursor, que quiere adorar a Jesucristo. Pero no se tratará sino de una burla
amarga. ¡Ay de los cristianos que soporten sin indignación que su adorable
Salvador sea colocado en pie de igualdad con Buda y Mahoma, en no sé qué
panteón de falsos dioses!
Todos estos artificios,
semejantes a las caricias del caballero que quiere subirse a su montura,
ganarán insensiblemente el mundo para el enemigo de Jesucristo; pero una vez
bien asentado sobre los estribos, hará valer los frenos y las espuelas; y
pesará entonces sobre la humanidad la más espantosa de las tiranías.
IV
San Pablo nos da a
conocer de un solo trazo de pluma el carácter extremo de esta tiranía, la más
odiosa que existió y que existirá jamás.
El hombre del pecado,
dice, el hijo de la perdición, el impío, “hará frente y se levantará contra
todo el que se llama Dios o tiene carácter religioso, hasta llegar a invadir el
santuario de Dios, y poner en él su trono, ostentándose a sí mismo como quien
es Dios” (II Tes. 2 4).
Daniel lo había predicho
antes que San Pablo. “No atenderá a los dioses de sus padres, ni a la favorita
de sus mujeres, ni hará caso de ningún dios, pues se creerá superior a todos”
(Dan. 11 37).
Así, pues, cuando el
Anticristo haya sometido al mundo, cuando haya colocado en todas partes sus
lugartenientes y sus criaturas, cuando pueda hacer valer en su propio provecho
todos los recursos de una centralización llevada a su colmo: entonces se
quitará la máscara, proclamará que todos los cultos quedan abolidos, se
presentará como el único Dios, y bajo las más espantosas e infamantes penas
intentará forzar a todos los habitantes de la tierra a que adoren su propia
divinidad, con exclusión de toda otra.
A eso llegará la famosa
libertad de cultos, que tanto se predica ahora; la promiscuidad de los errores
exige lógicamente esta conclusión.
Mientras estaba en la
tierra, el adorable Jesús, dulce y humilde de corazón, que era Dios, no se
propuso nunca a la adoración de sus apóstoles; al contrario, llegó hasta a
ponerse de rodillas ante ellos, al lavarles los pies. Mas el Anticristo,
monstruo de impiedad y de orgullo, se hará adorar por la humanidad enloquecida
y seducida; ella habrá escogido este amo, prefiriéndolo al primero.
¡Y no se piense que la
trampa será evidente! No olvidemos, dice San Gregorio, que el monstruo
dispondrá del poder del diablo para hacer prodigios: y así, mientras que al
comienzo los milagros estaban del lado de los mártires, en ese momento
parecerán estar del lado de los verdugos. Habrá un deslumbramiento, un vértigo.
Sólo los verdaderos humildes, afianzados en Dios, se darán cuenta de la
impostura y escaparán a la tentación.
Pero ¿dónde establecerá
su culto el Anticristo? San Pablo dice: “en el templo de Dios”. San Ireneo,
casi contemporáneo de los Apóstoles, precisa más, y dice que en el templo de
Jerusalén, que hará reconstruir. Ese será el centro de la horrible religión.
San Juan, por otra parte, nos hace saber que la imagen del monstruo será
propuesta en todas partes a la adoración de los hombres (Apoc. 13 24).
Entonces el budismo,
mahometismo, protestantismo, etc., serán suprimidos y abolidos. Pero no hace
falta decir que el furor del mundo se dirigirá contra Nuestro Señor y su
Iglesia. El Anticristo hará cesar el culto público; suprimirá, dice Daniel, el
sacrificio perpetuo. No se podrá ya celebrar la Santa Misa más que en las
cavernas y lugares ocultos.
Las iglesias profanadas
presentarán a las miradas de todos, la abominación de la desolación, a saber,
la imagen del monstruo colocada sobre los altares del verdadero Dios. En la
Revolución francesa hubo un ensayo de todo esto.
Aquí se dejará sentir la
mano de Dios. Abreviará esos días de suma angustia. Esta persecución, que
conmovería a las mismas columnas del cielo, durará sólo un tiempo, dos tiempos
y la mitad de un tiempo, a saber, tres años y medio.
V. LOS PREDICADORES DEL ANTICRISTO:
Visión de San Juan
Los Libros Santos, que
entran en tantos detalles sobre el hombre del pecado, nos dan a conocer a un
agente misterioso de seducción que le someterá la tierra. Este agente, a la vez
uno y múltiple, es, según San Gregorio, una especie de cuerpo docente que
propagará por todas partes las doctrinas perversas de la Revolución.
El Anticristo tendrá sus lugartenientes y sus generales; poseerá un ejército numerosísimo. Apenas se atreve uno a entender, al pie de la letra, la cifra que San Juan nos da de él al hablar de la sola caballería (Apoc. 9 16) [3]. Pero tendrá sobre todo a su servicio falsos profetas como él, iluminados del diablo, doctores de mentiras; enemigo personal de Jesucristo, copiará al divino Maestro, rodeándose de apóstoles a la inversa.
Hablemos, pues, según San
Juan, de estos doctores impíos, a quienes daremos el nombre, con San Gregorio,
de predicadores del Anticristo.
II
San Juan, en el capítulo
13 de su Apocalipsis, describe una visión completamente semejante a la de
Daniel. Ve surgir del mar un monstruo único, que reúne en sí mismo por una
horrible síntesis todas las características de las cuatro bestias contempladas
por el profeta. Este monstruo se asemeja al leopardo; tiene patas de oso y
cabeza de león; y tiene siete cabezas y diez cuernos.
Representa el imperio del
Anticristo, formado por todas las corrupciones de la humanidad. Representa
también al Anticristo mismo, que es el nudo de todo este conglomerado violento
de miembros incoherentes y dispares. Creeríamos ver al impostor, con el cortejo
de cristianos apóstatas, de musulmanes fanatizados, de judíos iluminados, que
lo seguirá por todas partes.
Ahora bien, mientras San
Juan consideraba esta Bestia, vio que una de sus cabezas estaba como herida de
muerte; y que luego su herida mortal fue curada. Y toda la tierra se maravilló
ante la Bestia.
Los intérpretes ven aquí
uno de los falsos prodigios del Anticristo; uno de sus principales
lugartenientes, o tal vez él mismo, parecerá gravemente herido; ya se lo creerá
muerto, cuando de repente, por un artificio diabólico, se levantará lleno de
vida. Esta impostura será celebrada por todos los periódicos, ese día
casualmente muy crédulos; y el entusiasmo se convertirá en delirio.
“Entonces, continúa San
Juan, los hombres adoraron al dragón, porque había dado la potestad a la
Bestia, y adoraron a la Bestia, diciendo: «¿Quién es semejante a la Bestia, y
quién es capaz de pelear con ella?».
Así el diablo será
públicamente adorado, y también el Anticristo; y no será un doble culto, pues
el primero será adorado en el segundo. San Juan nos hace asistir luego a la
persecución contra la Iglesia.
“Y le fue dada boca que
hablase grandes cosas y blasfemias, y le fue dada potestad de actuar durante
cuarenta y dos meses”.
Es el mismo vaticinio que
Daniel, y designa el tiempo de la persecución cuando llegue a su paroxismo.
Cuarenta y dos meses son justo tres años y medio.
“Y abrió su boca para
lanzar blasfemias contra Dios, para blasfemar de su nombre y de su tabernáculo,
de los que tienen su morada en el cielo. Y le fue dado hacer la guerra contra
los santos, y vencerlos; y le fue dada potestad sobre toda tribu, y pueblo, y
lengua, y nación. Y la adorarán todos los que habitan sobre la tierra, cuyo
nombre no está escrito en el libro de la vida del Cordero, que ha sido
degollado desde la creación del mundo.
Quien tenga oído, oiga.
Quien lleva al cautiverio, al cautiverio irá; quien a espada matare, a espada
también se le matará irremisiblemente. Aquí está la paciencia y la fe de los
santos” (Apoc. 13 3-11).
Así describe el apóstol
amado la terrible persecución. A todas las amenazas se les añadirán todas las
seducciones; de ello resultará un fanatismo delirante que echará al mundo
entero a los pies de la Bestia. Pero todos los asaltos del infierno fracasarán
ante “la paciencia y la fe de los santos”.
III
San Juan nos pinta a
continuación el gran agente de seducción que doblegará los espíritus de los
hombres al culto de la Bestia.
“Y vi, prosigue, otra
Bestia que subía de la tierra; y tenía dos cuernos semejantes a los del
Cordero, y hablaba como dragón. Y la potestad de la primera Bestia la ejecuta
toda en su presencia. Y hace que la tierra y los que habitan en ella adoren a
la Bestia primera, cuya herida de muerte había sido curada. Y hace grandes
prodigios, de modo que aun fuego hace bajar del cielo a la tierra a vista de
los hombres. Y seduce a los que habitan sobre la tierra a causa de los
prodigios que le ha sido dado obrar en presencia de la Bestia, diciendo a los
que habitan sobre la tierra que hicieran una imagen de la Bestia que lleva la
herida de la espada y revivió. Y le fue dado dar espíritu a la imagen de la
Bestia, de suerte que aun hablase la imagen de la Bestia, y que hiciese que
cuantos no adorasen la imagen de la Bestia fueran muertos. Y hace que a todos,
los pequeños y los grandes, los ricos y los pobres, los libres y los siervos,
se les ponga una marca sobre su mano derecha o sobre su frente, y que nadie
pueda comprar o vender, sino quien lleve la marca, que es el nombre de la
Bestia o el número de su nombre. Aquí está la sabiduría. Quien tenga inteligencia,
calcule el número de la Bestia, pues es número humano. Y su número es 666″
(Apoc. 13 11-18).
Esta es la segunda parte
de la profecía de San Juan. San Gregorio interpreta este misterioso pasaje en
el sentido de que, como hemos dicho, el Anticristo tendrá su colegio de
predicadores y de apóstoles a la inversa. Y estos doctores de mentira serán
algo así como nuestros sabios modernos, pero aumentados con poderes de magos o
de espiritistas.
Tendrán la apariencia del
Cordero. Simularán las máximas evangélicas de paz, de concordia, de libertad,
de fraternidad humana; pero bajo estas apariencias propagarán el ateísmo más
desvergonzado.
Tendrán la apariencia del
Cordero. Se presentarán como agentes de persuasión, respetuosos hacia todas las
conciencias; pero luego harán morir en los tormentos a quienes se nieguen a
escucharlos.
“Sus auditores, dice con
energía San Gregorio, serán todos los réprobos; su táctica, sigue diciendo,
consistirá en proclamar que el género humano, durante las edades de fe, estaba
sumergido en las tinieblas; y saludarán el advenimiento del Anticristo como la
aparición del día y el despertar del mundo” (Moralia in Job, lib. XXXIII).
Estos predicadores serán
apoyados por falsos prodigios. Instruidos por el diablo y su satélite de
secretos naturales todavía desconocidos, los misioneros del Anticristo
espantarán y seducirán a las muchedumbres por toda clase de sortilegios; harán
descender fuego del cielo, y hablar las imágenes del Anticristo que habrán
levantado.
Pero eso no es todo.
Obligarán a todos los hombres, bajo pena de muerte, a adorar estas imágenes
parlantes. Los obligarán a llevar, en la mano derecha o en la frente, el número
del monstruo. Y todo el que no tenga este número, no podrá ni comprar ni
vender.
Aquí se muestra el
espantoso refinamiento de la persecución suprema. El que no lleve la marca del
monstruo se encontrará, por este solo hecho, fuera de la ley, fuera de la sociedad,
merecedor de muerte.
Pero ¿acaso no vemos
desde ahora cómo se esboza un intento de esta tiranía?
¿Qué son todos esos maestros de la enseñanza
sin Dios, sino los precursores del Anticristo? La Revolución quiere tener su
cuerpo docente, encargado oficialmente de descristianizar la juventud, y de
imprimir en la frente de todos, pequeños y grandes, pobres y ricos, la marca
del Dios-Estado. La enseñanza obligatoria y laica no tiene otro fin.
Ya se preparan leyes para
prohibir la entrada en las carreras públicas a todo el que no haya recibido la
firma de las escuelas del Estado. El día en que pasen estas leyes abominables,
se habrá puesto fin a la libertad humana. Entraremos entonces en una tiranía
sombría, sofocante, infernal. El Anticristo podrá venir.
Como la conciencia
pública, queremos esperarlo, es aún demasiado cristiana para soportar semejante
tortura, se buscan todos los medios posibles para adormecerla.
Por otra parte, que los creyentes se
consuelen. Todos estos extremos servirán, en los planes de Dios, para hacer
brillar la paciencia y la fe de los santos. Es lo que veremos en el capítulo
siguiente.
VI.
LA IGLESIA DURANTE LA TORMENTA
I
San Gregorio Magno, en
sus luminosos comentarios sobre Job, abre las más profundas perspectivas sobre
toda la historia de la Iglesia. Es que él mismo estaba visiblemente animado de
este espíritu profético derramado en todas las Escrituras.
Contempla a la Iglesia,
al fin de los tiempos, bajo la figura de Job humillado y sufriente, expuesto a
las insinuaciones pérfidas de su mujer y a las críticas amargas de sus amigos;
él, delante de quien en otros tiempos se levantaban los ancianos, y los príncipes
guardaban silencio.
La Iglesia, dice muchas
veces el gran Papa, hacia el término de su peregrinación, será privada de todo
poder temporal; incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la
tierra.
Pero va más lejos, y
declara que será despojada del brillo mismo que proviene de los dones
sobrenaturales.
“Se retirará, dice, el
poder de los milagros, será quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá
la profecía, disminuirá el don de una larga abstinencia, se callarán las
enseñanzas de la doctrina, cesarán los prodigios milagrosos. Eso no quiere
decir que no habrá nada de todo eso; pero todas estas señales ya no brillarán
abiertamente y de mil maneras, como en las primeras edades. Será incluso la
ocasión propicia para realizar un maravilloso discernimiento. En ese estado
humillado de la Iglesia crecerá la recompensa de los buenos, que se aferrarán a
ella únicamente con miras a los bienes celestiales; por lo que a los malvados
se refiere, no viendo en ella ningún atractivo temporal, no tendrán ya nada que
disimular, y se mostrarán tal como son” (Moralia in Job, lib. XXXV).
¡Qué palabra terrible: se
callarán las enseñanzas de la doctrina! San Gregorio proclama en otras partes
que la Iglesia prefiere morir a callarse. Por lo tanto, ella hablará: pero su
enseñanza será obstaculizada, su voz será ahogada; ella hablará: pero muchos de
los que deberían gritar sobre los techos no se atreverán a hacerlo por temor a
los hombres.
Y eso será la ocasión de
un discernimiento temible.
San Gregorio vuelve
frecuentemente sobre esta verdad, de que hay en la Iglesia tres categorías de
personas: los hipócritas o falsos cristianos, los débiles y los fuertes. Ahora
bien, en esos momentos de angustia, los hipócritas se quitarán la máscara, y
manifestarán abiertamente su apostasía secreta; los débiles, desgraciadamente,
perecerán en gran número, y el corazón de la Iglesia sangrará de ello;
finalmente, muchos de los mismos fuertes, demasiado confiados en su fuerza,
caerán como las estrellas del cielo.
A pesar de todas estas
tristezas punzantes, la Iglesia no perderá ni la valentía ni la confianza. Será
sostenida por la promesa del Salvador, consignada en las Escrituras, de que
esos días serán abreviados a causa de los elegidos. Sabiendo que los elegidos
serán salvados a pesar de todo, se entregará, en lo más recio de la tormenta, a
la salvación de las almas con una energía infatigable.
II
En efecto, a pesar del
espantoso escándalo de esos tiempos de perdición, no hay que pensar que los
pequeños y los débiles se perderán necesariamente. El camino de salvación
seguirá estando abierto, y la salvación será posible para todos. La Iglesia
tendrá medios de preservación proporcionados a la magnitud del peligro. Y sólo
perecerán aquellos de entre los pequeños que, por haber abandonado las alas de
su madre, serán presa del ave rapaz.
¿Cuáles serán esos medios
de preservación? Las Escrituras no nos dan ninguna indicación sobre este punto;
más nosotros podemos formular sin temeridad algunas conjeturas.
La Iglesia se acordará
del aviso dado por Nuestro Señor para los tiempos de la toma y destrucción de
Jerusalén, y aplicable, según el parecer de los intérpretes, a la última
persecución.
“Cuando viereis, pues, la
abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, estar en el
lugar santo (¡el que lee, entienda!), entonces los que estén en la Judea huyan
a los montes… Rogad que vuestra fuga no sea en invierno ni en sábado, porque
habrá entonces tribulación grande, cual no la hubo desde el comienzo del mundo
hasta ahora, ni la habrá. Y si no se acortaran aquellos días, no se salvaría
hombre viviente; mas en atención a los elegidos serán acortados aquellos días”
(Mt. 24 15, 20-22).
En conformidad con estas
instrucciones del Salvador, la Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por
medio de la fuga; Ella les preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos
de la Bestia no los alcanzarán.
Uno puede preguntarse
cómo habrá entonces refugios inaccesibles, cuando la tierra se encontrará
repleta y surcada de vías de comunicación. Hay que contestar que Dios proveerá
por sí mismo a la seguridad de los fugitivos. San Juan nos hace entrever la acción
de la Providencia.
En el capítulo 12 del
Apocalipsis, nos presenta a una Mujer revestida del sol y coronada de
estrellas; es la Iglesia. Esta Mujer sufre los dolores del parto; porque la
Iglesia da a luz a Dios en las almas, en medio de grandes sufrimientos. Ante
ella se aposta un gran dragón rojo, imagen del diablo y de sus continuas
emboscadas. Pero la Mujer huye al desierto, “a un lugar preparado por Dios
mismo, para que allí la sustenten durante mil doscientos sesenta días” (Apoc.
12 6). Estos 1260 días, que son tres años y medio, indican el tiempo de la
persecución del Anticristo, como queda manifiesto por los demás pasajes del
Apocalipsis. Por lo tanto, durante este tiempo la Iglesia, en la persona de los
débiles, huirá al desierto, a la soledad; y Dios mismo se cuidará en mantenerla
escondida y alimentarla.
El fin del mismo capítulo
contiene detalles sobre esta huida. Se le dieron a la Mujer dos grandes alas de
águila, para transportarla al desierto. El dragón trata de perseguirla, y su
boca vomita en pos de ella agua como río; pero la tierra socorre a la Mujer, y
absorbe el río. Estas palabras enigmáticas designan alguna gran maravilla que
Dios realizará en favor de su Iglesia; la rabia del dragón vendrá a morir a sus
pies.
Sin embargo, mientras los
débiles orarán con seguridad en una soledad misteriosa, los fuertes y los
valientes entablarán una lucha formidable, en presencia del mundo entero, con
el dragón desencadenado.
III
En efecto, está fuera de
toda duda que habrá, en los últimos tiempos, santos de una virtud heroica. Al
comienzo, Dios dio a su Iglesia los Apóstoles, que abatieron el imperio
idólatra, y la fundaron y cimentaron en su propia sangre. Al final le dará
también hijos y defensores, probablemente ni menos santos ni menores.
San Agustín exclama, al
pensar en ellos: “En comparación con los santos y fieles que habrá entonces,
¿qué somos nosotros? Pues, para ponerlos a prueba el diablo, a quien nosotros
debemos combatir al precio de mil peligros, estará desencadenado, cuando ahora
está atado. Y sin embargo, añade, es de creer que ya en el día de hoy Cristo
tiene soldados lo bastante prudentes y fuertes, para poder despistar con
sabiduría, si es preciso, todas sus emboscadas, y soportar con paciencia los
asaltos de su enemigo, incluso cuando está desencadenado” (De Civitate Dei,
lib. XX, 8).
San Agustín se pregunta
luego: ¿Habrá aún conversiones, en esos tiempos de perdición? ¿Se bautizará aún
a los niños, a pesar de las prohibiciones del monstruo? ¿Los santos tendrán
entonces el poder de arrancar almas de las fauces del dragón furioso? El gran
Doctor contesta afirmativamente a todas estas preguntas. Sin lugar a dudas, las
conversiones serán más raras, pero por eso mismo resultarán más sorprendentes.
Sin lugar a dudas, y por regla general, es preciso que Satán esté atado para
que se lo pueda despojar (Mt. 11 29); pero, en esos días, Dios se complacerá en
mostrar que su gracia es más fuerte que el fuerte mismo, en su
desencadenamiento más furioso.
Cada cual puede observar
cuán consoladoras son estas verdades.
Mas ¿quiénes serán los
santos de los últimos tiempos? Nos gusta pensar que entre ellos habrá soldados.
El Anticristo será un conquistador, y mandará a ejércitos; pero encontrará ante
él Legiones Tebanas, héroes de esta raza gloriosa e indomable que tiene a los
Macabeos por antecesores, y que cuenta entre sus líneas a los Cruzados, los
campesinos de la Vandea y del Tirol, y finalmente los Zuavos pontificios. A
esos soldados los podrá aplastar bajo el peso de sus huestes numerosísimas, pero
no los hará huir.
Pero el Anticristo será
sobre todo un impostor; por consiguiente, encontrará como principales
adversarios a los apóstoles armados del crucifijo. Como la última persecución
revestirá el aspecto de una seducción, éstos unirán a la paciencia de los
mártires la ciencia de los doctores. Nuestro Señor se los hizo ver un día a
Santa Teresa, con espadas luminosas en las manos.
A la cabeza de estas
falanges intrépidas, aparecerán dos enviados extraordinarios de Dios, dos
gigantes en santidad, dos sobrevivientes de las edades antiguas: acabamos de
nombrar a Henoc y Elías, de los que hablaremos en el artículo siguiente.
VII. HENOC Y ELÍAS
Los hechos maravillosos
que vamos a referir no son suposiciones aventuradas; son verdades sacadas de la
Escritura Sagrada, y que sería por lo menos temerario negar.
Antes del fin de los
tiempos, y durante la persecución del Anticristo, se verá reaparecer en medio
de los hombres a dos personajes extraordinarios, llamados Henoc y Elías.
¿Quiénes son estos
personajes? ¿En qué condiciones se realizará su aparición providencial en la
escena del mundo? Es lo que vamos a examinar, a la luz de las Escrituras y de
la Tradición.
I
Henoc es uno de los
descendientes de Set, hijo de Adán, y tronco de la raza de los hijos de Dios.
Es la cabeza de la sexta generación a partir del padre del género humano. El
Génesis nos enseña sobre él lo que sigue:
“Jared llevaba de vida
ciento sesenta y dos años cuando engendró a Henoc… Henoc llevaba de vida
sesenta y cinco años cuando engendró a Matusalén; y caminó Henoc en compañía de
Dios, después de haber engendrado a Matusalén, trescientos años, y engendró
hijos e hijas. Resultaron, pues, todos los días de Henoc trescientos sesenta y
cinco años. Ahora bien, Henoc caminó en compañía de Dios, y desapareció, porque
Dios le tomó consigo” (Gen. 5 18-25).
Dios arrebató a la edad
de 365 años, es decir, dada la extrema longevidad de esa época, en la madurez
de su edad. No murió, sino que desapareció. Fue transportado, vivo, a un lugar
conocido sólo por Dios. Esto es lo que sabemos de Henoc, patriarca de la raza
de Set, bisabuelo de Noé, antecesor del Salvador.
Por lo que se refiere a
Elías, su historia es mejor conocida. Henoc, anterior al Diluvio, nació varios
miles de años antes de Jesucristo. Elías apareció en el reino de Israel menos
de mil años antes del Salvador; es el gran profeta de la nación judía.
Su vida es de lo más
dramática (III y IV Reyes). Se podría decir que es una profecía en acción del
estado de la Iglesia en tiempos de la persecución del Anticristo. Siempre anda
errante, siempre se ve amenazado de muerte, siempre es protegido por la mano de
Dios.
Unas veces Dios lo oculta
en el desierto, donde lo alimentan unos cuervos; otras veces lo presenta al
orgulloso Acab, que tiembla ante él. Dios le entrega las llaves del cielo, para
enviar la lluvia o el rayo; lo favorece en el monte Horeb con una visión llena
de misterios.
En resumen, lo engrandece
hasta darle la talla de Moisés taumaturgo, de manera que juntamente con Moisés
escolta a Nuestro Señor en el Tabor.
La desaparición de Elías
responde a una vida tan sublimemente extraña. Se lo ve caminar con su discípulo
Eliseo; se abre un paso a través del Jordán, golpeando las aguas con su manto.
Anuncia que va a ser arrebatado al cielo. De repente, “mientras ellos iban
hablando, un carro de fuego y unos caballos de fuego los separaron a entrambos,
y subió Elías en un torbellino al cielo. Eliseo lo veía y gritaba: «¡Padre mío,
padre mío, carro de Israel y su auriga!» Y no le vio más” (IV Rey. 2 11-12).
De este modo Elías, el
amigo de Dios, el celador de su gloria, fue también arrebatado y transportado a
una región misteriosa, en la que se encontró con su antecesor, el gran Henoc.
¿Cuál es esta región?
Henoc y Elías están vivos, eso es seguro. ¿Dónde los ha escondido Dios? ¿En
alguna región inaccesible de esta pobre tierra? ¿En algún lugar del firmamento?
Nadie lo sabe.
Se puede afirmar
solamente que, por el momento, se encuentran fuera de las condiciones humanas;
los siglos pasan debajo de sus pies, sin afectarlos; permanecen en la madurez
de su edad, seguramente tal como eran cuando Dios los arrebató de en medio de
los hombres.
II
Su reaparición en la
escena del mundo no es menos segura que su desaparición.
En efecto, el autor del
Eclesiástico, expresando toda la tradición judía, habla de estos dos grandes
personajes en los siguientes términos:
“Henoc agradó a Dios, y
fue transportado al paraíso, para predicar la penitencia a las naciones”
(Ecles. 44 16).
“¿Quién puede gloriarse
de ser tu igual, oh Elías?… Tú, que fuiste arrebatado en un torbellino a lo
alto, y por un carro con caballos de fuego; tú, de quien está escrito que
fuiste preparado para un tiempo dado, para apaciguar la cólera de Dios, para
convertir el corazón de los padres hacia los hijos, y restablecer las tribus de
Israel” (Ecles. 48 1-11).
Estas palabras de un
libro canónico nos revelan claramente que Henoc y Elías tienen que realizar una
misión ulterior. Henoc debe predicar la penitencia a las naciones, o si se
prefiere esta traducción, conducir las naciones a la penitencia. Elías debe
restablecer un día las tribus de Israel, es decir, devolverles su rango de
honor al que tienen derecho en la Iglesia de Dios.
La unanimidad de los
doctores ha comprendido que esta doble misión se realizará simultáneamente al
fin del mundo. Elías en particular es considerado como el precursor de
Jesucristo cuando venga del cielo como Juez; este pensamiento se deduce
manifiestamente de los Evangelios (Mt. 17; Mc. 9).
Por lo tanto, los hombres
verán un día, y no sin terror, cómo Henoc y Elías vuelven a descender en medio
de ellos, y les predican la penitencia con un brillo extraordinario. San Juan
los llama los dos testigos de Dios, y los pinta como sigue en su Apocalipsis
(11 3-7) :
“Daré orden a mis dos
testigos, y profetizarán vestidos de saco mil doscientos sesenta días.
Estos son los dos olivos
y los dos candelabros que están en la presencia del Señor de la tierra. Y si
alguno les quiere hacer mal, saldrá fuego de su boca y devorará a sus enemigos.
Y si alguno pone su mano sobre ellos, perecerá sin remedio del mismo modo.
Estos tienen la potestad
de cerrar el cielo para que no llueva durante los días de su profecía, y tienen
potestad sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra
con todo linaje de plagas, siempre y cuando quisieren”.
¿Quién no reconoce en
este retrato al Elías del Antiguo Testamento, que cerró el cielo durante tres
años y medio, e hizo caer fuego del cielo sobre los soldados que venían a
capturarlo?
Los mil doscientos
sesenta días señalan el tiempo de la persecución final, como ya lo hemos hecho
observar. La aparición de los testigos de Dios coincidirá, pues, con la
persecución del Anticristo.
Hay que reconocer que el
socorro dado a la Iglesia será proporcionado a la magnitud del peligro.
Los dos testigos de Dios,
revestidos de las insignias de la penitencia más austera, irán por todas
partes, y en todas partes serán invulnerables; una nube, por decirlo así, los
cubrirá, y fulminará a quienquiera ose tocarlos. Tendrán en sus manos todas las
plagas, para herir con ellas a la tierra según su arbitrio. Predicarán con una
libertad suma, en la misma presencia del Anticristo.
Este se estremecerá de
rabia; y habrá un duelo formidable entre el monstruo y los dos misioneros de
Dios.
VIII.
LA CRISIS FINAL
I
Detengamos un instante
nuestras miradas en los intrépidos misioneros de Dios, y observemos la divina
oportunidad de su aparición.
Según San Pedro, “vendrán
en los últimos días burladores con burlerías, dados a vivir conforme a sus
propias concupiscencias, y diciendo: «¿Dónde está la promesa y el advenimiento
[de Jesucristo]? Porque desde que los padres murieron, todo continúa de la
misma manera, lo mismo que desde el principio de la creación»” (II Pedr. 3
3-4).
Esos seductores, esos
engañadores, los vemos con nuestros propios ojos, los escuchamos con nuestras
propias orejas. Se llaman racionalistas, materialistas, positivistas; niegan a
priori toda causa superior, todo hecho sobrenatural; no quieren preocuparse de
saber de dónde vienen, ni adónde van; semejantes a los insensatos del libro de
la Sabiduría, miran la vida como una de esas nubes matinales que no deja
ninguna huella de su paso cuando se levanta el sol. Llaman a lo que se
encuentra más allá de la tumba, la gran incógnita, y se niegan por completo a
esclarecerla. Como consecuencia de eso, el todo del hombre consiste, a sus
ojos, en gozar lo más que se pueda del momento presente, porque todo lo demás
es incierto.
Estos falsos sabios
relegan las narraciones de Moisés entre las cosmogonías fabulosas. Se niegan a
reconocer a los Libros Santos ningún valor histórico. Según sus opiniones,
todos estos documentos, en contradicción con la ciencia, serían la obra de un
judío exaltado, Esdras, que quiso con ellos realzar a su nación.
Por lo que se refiere a
la venida de Jesucristo, a la resurrección general, al juicio final, a las
recompensas y a las penas eternas, lo consideran todo como sueños absurdos.
Aseguran que la humanidad, en vías de progreso indefinido, encontrará un día su
paraíso en la tierra.
Ahora bien, para
confundir a estos impostores, Dios suscitará a Henoc, representante del período
antediluviano; a Henoc, casi contemporáneo de los orígenes del mundo. Suscitará
a Elías, representante del judaísmo mosaico; a Elías, que por un extremo
confina con Salomón y David, y por otro con Isaías y Daniel.
Estos grandes hombres,
con una autoridad indiscutible, establecerán la autenticidad de la Biblia, y
mostrarán cómo el cristianismo se vincula a la era de los profetas hasta
Moisés, y a la de los patriarcas hasta Adán. En ellos, todos los siglos se
levantarán para dar testimonio a la verdad de la revelación. Jamás la divinidad
del Cordero, que ha sido inmolado desde la creación del mundo (Apoc. 13 8),
habrá resplandecido de manera tan fulgurante.
Al mismo tiempo
anunciarán con energía la proximidad del Juicio. Retomando las palabras de San
Juan, clamarán por todos los rincones del mundo: “Haced frutos dignos de
penitencia… Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles… El que viene tras
de mí… tiene su bieldo en su mano, y limpiará su era, y allegará su trigo en su
granero; mas la paja la quemará con fuego inextinguible” (Mt. 3 8-12).
Según la predicción del
Eclesiástico, Henoc predicará la penitencia a las naciones, por las que se
entiende a todos los pueblos fuera del judaísmo; les hablará con la majestad de
un antepasado, les hará conocer y reconocer a Jesucristo, el Deseado de las
naciones.
Elías se dirigirá especialmente
a los judíos, que esperan su venida; se dará a conocer a ellos por señales
evidentísimas; hará brillar ante sus ojos a Jesús, que es hueso de sus huesos y
carne de su carne.
Queda fuera de duda que
estas predicaciones, a pesar de las amenazas y de los tormentos, serán seguidas
de conversiones abundantes y sorprendentes, particularmente por parte de los
judíos; esto ha sido anunciado formalmente.
Los dos testigos de Dios
predicarán unas veces juntos, otras veces por separado; y, durante sus tres años
y medio, es muy verosímil que recorran toda la tierra. Por más que los
periódicos hagan alrededor de ellos la conspiración del silencio (como se ha
hecho alrededor de los milagros de Lourdes), se impondrán a la atención del
mundo. El Anticristo intentará capturarlos en vano; porque el fuego devorará a
quienes se atrevan a tocarlos.
Con la espada de la
justicia de Dios pasarán entre los hombres de placer y de libertinaje, y los
herirán con plagas repulsivas.
Sin embargo, a semejanza
de Nuestro Señor, su misión sólo durará un tiempo. En un momento dado perderán
la asistencia sobrenatural que los protegía hasta entonces. Pero escuchemos a
San Juan.
II
“Una vez que hubieren
terminado su testimonio, la Bestia que sube del abismo hará guerra contra
ellos, y los vencerá y los matará. Y su cadáver quedará en la plaza de la gran
ciudad, llamada espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también el Señor de
ellos fue crucificado. Y muchos de los pueblos, y tribus, y lenguas, y naciones
verán su cadáver durante tres días y medio, y no dejarán que sus cadáveres sean
puestos en sepulcro. Y los que habitan sobre la tierra se gozarán sobre ellos y
andarán alegres y se enviarán presentes unos a otros, puesto que estos dos
profetas habían atormentado a los que habitan sobre la tierra. Y al cabo de los
tres días y medio, un espíritu de vida enviado por Dios entró en ellos, y se
levantaron sobre sus pies, y cayó gran temor sobre los que los estaban mirando.
Y oí una gran voz venida del cielo, que les decía : «Subid acá». Y subieron al
cielo en la nube, y sus enemigos los contemplaron. Y en aquella hora sobrevino
un gran terremoto, y la décima parte de la ciudad se cayó, y perecieron en el
terremoto siete mil hombres, y los restantes quedaron despavoridos y dieron
gloria al Dios del cielo” (Apoc. 11 7-13).
¡Qué conclusión de un
drama inaudito! ¡Qué afirmación de lo sobrenatural! Los dos profetas se darán
cita en Jerusalén, donde su Señor fue crucificado. Allí compartirán las divinas
flaquezas de Jesús; como El serán capturados, como El serán juzgados, como El
serán atormentados, como El serán muertos, tal vez en la cruz.
Se creerá que todo acabó.
El Anticristo parecerá triunfar completamente. Se ridiculizará a los dos
profetas; se reirá y se bailará alrededor de sus cadáveres; se los dejará sin
sepultura, para que a esta vista los ojos puedan saciarse mejor a su gusto.
Pero repentinamente
resucitarán; una gran voz resonará desde lo alto del cielo, y subirán allá a la
vista de un gentío numerosísimo, herido de un subitáneo terror. Habrá entonces
un gran terremoto en la ciudad deicida; siete mil hombres perderán la vida, y los
demás se golpearán el pecho y darán gloria a Dios.
Lo repetimos: ¡qué drama,
que desenlace!
¿Qué hará el Anticristo
frente a estos prodigios? Estará que muerde; sentirá que todo se le escapa, que
se acerca la hora de la justicia. Se podría creer que en ese mismo instante lo
sorprenderá el castigo descrito por San Pablo, a saber, “que Jesucristo lo
destruirá con el soplo de su boca y lo aniquilará con el esplendor de su
advenimiento” (II Tes. 2 8).
Sin embargo, según el
cómputo de Daniel, parece que el castigo del monstruo será retrasado treinta
días a partir de la asunción triunfal de Henoc y Elías. Daniel dice, en efecto,
que desde el momento en que sea quitado el sacrificio perpetuo y aparezca la
abominación de la desolación, pasarán mil doscientos noventa días (Dan. 12 11),
esto es, treinta días más del tiempo de la predicación de Henoc y Elías.
Durante este intervalo,
el Anticristo intentará por todos los medios recuperar su influencia perdida.
No queremos admitir ninguna visión en el marco de este comentario; pero hacemos
una excepción con la que tuvo Santa Hildegarda sobre el fin del enemigo de
Dios, porque no es más que un comentario de la palabra de San Pablo: Jesús lo
destruirá con el soplo de su boca.
La Santa vio en espíritu
al monstruo, rodeado de sus oficiales y de un gentío inmenso, subiendo una
montaña. Cuando llegó a su cumbre, anunció que se elevaría en los aires. En
efecto, fue elevado como Simón el Mago, por el poder del demonio; pero en ese
momento sonó un espantoso trueno, y el Anticristo cayó fulminado. Su cuerpo,
que se descompuso al punto, difundió un hedor intolerable, y cada cual huyó
espantado.
Así, o de modo parecido,
acabará el enemigo de Dios.
Y su inmenso imperio se
desvanecerá como el humo. El mundo se sentirá aliviado de un peso aplastante. Y
habrá una conversión general que, según el decir de San Pablo, parecerá una
resurrección. De ello hablaremos en el artículo siguiente.
IX.
LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS
La Sagrada Escritura nos
señala un gran acontecimiento, que nos muestra como entrelazado en la guerra
que el Anticristo desencadenará contra la Iglesia: es la conversión de los judíos.
Hemos diferido de hablar de ella hasta ahora, para tratar este tema con más
detalle. Además de que, en el punto en que vamos, se encuentra perfectamente en
su lugar. Porque la conversión del pueblo judío nos es presentada como fruto de
la predicación de Elías.
I
El pueblo judío es el
punto alrededor del cual se desarrolla la historia de la humanidad. Fue
acariciado por Dios, en la persona de Abraham, de quien sale; es, antes de
Nuestro Señor, el pueblo sacerdotal por excelencia, cuyo estado, según la
sentencia de San Agustín, es totalmente profético; ha dado nacimiento a la Santísima
Virgen y al Salvador del mundo; ha formado el núcleo de la Iglesia naciente.
Todos estos privilegios hacen de la raza judía una raza excepcional, cuyos
destinos son extremadamente misteriosos.
Por una inversión extraña
y lamentable, desde el momento en que produce al Salvador del mundo, la raza
elegida, la raza bendita entre todas, merece ser reprobada. Ella se niega a
reconocer, en su humildad, a Aquél cuyas invisibles grandezas no sabe adorar.
Parece que Dios haya querido mostrar por ahí que la vocación al cristianismo no
le debe nada ni a la carne ni a la sangre, puesto que los mismos de quienes
Cristo venía según la carne (Rom. 9 5) fueron rechazados de ella por su orgullo
tenaz y carnal.
Su reprobación, sin
embargo, ¿es definitiva? ¿Seguirán siendo siempre la presa de Satán, y estando
excluidos del resto del mundo por la cruz del Salvador? ¡Dios no lo quiera!
Dios reserva misericordias supremas al pueblo que fue el suyo. A este pueblo,
al que fue dicho:
“Vosotros no sois mi
pueblo”, se le dirá un día: “Vosotros sois los hijos del Dios vivo” (Os. 1 10).
Después de haber quedado durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin
sacrificio, sin altar, los hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se
hará sobre el fin de los tiempos (Os. 3 4-5).
Elías será el instrumento
de esta maravillosa vuelta. “He aquí que Yo os enviaré, dice el Señor por
Malaquías, al profeta Elías, antes de que llegue el día grande y terrible de
Dios, para que vuelva el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los
hijos a sus padres” (Mal. 4 5-6). Es decir, restablecerá la armonía de los
mismos amores, de las mismas adoraciones entre los santos antepasados del
pueblo judío y sus últimos descendientes.
San Pablo afirma a su vez
este acontecimiento tan consolador. El ve en la reprobación de los judíos la
causa ocasional de la vocación de los Gentiles. Luego añade: “No quiero que
ignoréis, hermanos, este misterio: que el encallecimiento ha sobrevenido
parcialmente a Israel, hasta que la totalidad de las naciones haya entrado; y
entonces todo Israel será salvo” (Rom. 11 25).
Tal es, pues, el designio
de Dios. Es necesario que toda la gentilidad entre en la Iglesia; y cuando haya
concluido el desfile de las naciones, Israel entrará a su vez. Será el gran
jubileo del mundo; la gracia se derramará por torrentes. Si se toman al pie de
la letra las profecías, todos los Judíos que entonces vivan, hasta el último de
ellos, aunque fuesen numerosos como las arenas del mar, se salvarán (Rom. 11
27).
Para comprender los estremecimientos
profundos que este gran acontecimiento producirá en el mundo, hay que recurrir
a las figuras proféticas, por las que Dios se complació a anunciarlo de mil
maneras.
El pueblo judío, entrando
en la Iglesia, es Esaú reconciliándose con Jacob. ¡Y con qué ternura!
“Corriendo al encuentro de su hermano, Esaú lo abrazó, se echó sobre su cuello
y lo besó, rompiendo ambos a llorar” (Gen. 33 4).
Pero el verdadero símbolo
de Jesús reconocido por sus hermanos Judíos, es sobre todo José reconocido por
sus hermanos. En otro tiempo lo vendieron y lo crucificaron; mas una imperiosa
necesidad de verdad y de amor los lleva a sus pies al fin de los tiempos.
¡Qué encuentro! ¡Qué
espectáculo! ¡Jesús, en todo el brillo de su poder, desvelando a los Judíos los
tesoros de su Corazón, y diciéndoles: Yo soy José, yo soy ese Jesús a quien
vosotros vendisteis! (Gen. 45 3).
Abrid por fin el
Evangelio, en la página del hijo pródigo (Lc. 25). Este pródigo, que viene de
tan lejos, son los pobres Gentiles que entran en la Iglesia. Los judíos son
representados por el hijo mayor, celoso y egoísta, que se obstina en permanecer
afuera porque su hermano ha sido recibido en la casa. El padre sale y le hace
invitaciones apremiantes, cœpit illum rogare. Este desnaturalizado se niega a
escuchar a su padre; pero al fin lo escuchará, entrará, y habrá en la casa
paterna doble regocijo.
¡No!, no podemos
imaginarnos las alegrías de la Iglesia, cuando por fin abra su seno de madre a
los hijos de Jacob. No podemos imaginarnos las lágrimas, los arrebatos de amor
de éstos, cuando, después de desaparecer por fin el velo de sus ojos,
reconozcan a su Jesús. ¿En qué momento preciso sucederá este gran
acontecimiento? Ahí está el nudo de la dificultad. Sin pretender resolverla,
esperamos esclarecerla un poco.
II
Parece seguro, según la
tradición, que el Anticristo será de nacionalidad judía. Aparecerá como el
producto de esta fermentación de odio que, desde hace siglos, agría el corazón
de los judíos contra Jesús, su tierno hermano, su incomparable amigo.
Parece igualmente seguro
que los judíos en su mayor parte acogerán a este falso mesías, haciéndole
cortejo, y le someterán el mundo por la mala prensa y la alta finanza.
Pero, ya desde el tiempo
que precederá a la venida del hijo del pecado, se formará, entre los judíos,
una corriente de adhesión a la Iglesia. Los grandes acontecimientos tienen
siempre preludios que los anuncian.
San Gregorio declara que
el furor de la persecución del Anticristo recaerá principalmente sobre esos judíos
convertidos, cuya constancia en soportar todos los ultrajes y todos los
tormentos por el nombre mil veces bendito de Jesús nadie igualará.
Este pasaje de San
Gregorio es demasiado importante para que lo omitamos.
El gran Papa explica una
de las misteriosas profecías en acción de Ezequiel (Ez. 3). Es un drama en tres
actos. 1º Dios ordena al profeta que salga al campo; esta salida representa la
difusión del Evangelio entre los Gentiles. 2º Luego lo hace entrar de nuevo en
la casa, donde es cargado de cadenas, apresado y reducido al silencio; lo cual
indica cómo el Evangelio será predicado por los Judíos a los mismos Judíos, de
los cuales unos se convertirán, y otros agarrarán a los predicadores y los
abrumarán de malos tratos, a saber durante la persecución del Anticristo. 3º
Dios aparece, abre la boca al profeta, que habla con más fuerza que nunca; es
lo que sucederá con la venida de Elías, el cual, por sus predicaciones
inflamadas e irresistibles, convertirá a los restos de su nación (In Ezech.
lib. I, hom. XIII).
No podríamos admirar
bastante aquí la lucidez profética de San Gregorio. Distingue de antemano las
fases del gran acontecimiento que nos ocupa: escisión del pueblo judío en dos
partes, opresión de los convertidos por parte de los refractarios, conversión
total realizada por Elías.
El santo Papa asegura, en
sus comentarios sobre Job, que esta vuelta definitiva de los restos de Israel
tendrá lugar bajo los ojos mismos y a pesar de la rabia impotente del
Anticristo (Moralia in Job, lib. XXXV, cap. 14). Si la Iglesia goza de semejantes
consuelos en el mismo ardor de la persecución, ¡qué será a la hora del triunfo!
Es lo que vamos a considerar rápidamente.
III
Hay destrucciones
necesarias, para las cuales Dios se sirve de los malos ángeles. El Anticristo,
a su modo y a pesar suyo, será la vara de Dios.
Esta vara de hierro
pulverizará los cismas, las herejías, las falsas religiones resto del
paganismo, el mahometismo y el mismo judaísmo; triturará el mundo para
conseguir una prodigiosa unidad.
Cuando este coloso de
impiedad haya sido abatido por la pequeña piedra, ésta se convertirá en una
montaña inmensa y cubrirá la tierra; el Evangelio, no encontrando ya obstáculos
de ninguna clase, reinará sin contradicción en todo el universo.
Los judíos serán los
principales obreros en este establecimiento del reino de Dios. San Pablo se
extasía ante las grandes cosas que resultarán de su conversión. “Si la caída de
los Judíos, exclama, ha sido la riqueza del mundo, y si su mengua ha sido la
riqueza de los Gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud [esto es, su adhesión
total]?… Si su repudio ha sido reconciliación del mundo, ¿qué será su acogida
[en la Iglesia] sino un retornar de muerte a vida?” (Rom. 11 12, 15).
Temeríamos debilitar, comentándolas, estas antítesis enérgicas. Es legítimo
concluir de ello que los judíos convertidos pondrán al servicio de la Iglesia
un ardor inexpresable de proselitismo. Rejuvenecida por esta infusión de vida,
la Iglesia saldrá de los aprietos de la persecución como de la piedra de un
sepulcro; y tomará posesión del mundo, con la majestad de una reina y la
ternura de una madre.
Estos acontecimientos,
¿serán el preludio inmediato del juicio final, o la aurora de una nueva era?
Enunciaremos las conjeturas que se pueden formular sobre este particular.
X. EL ADVENIMIENTO DEL JUEZ SUPREMO
I
Es superfluo intentar
precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor.
Se trata de un secreto impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel
día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el
Padre solo” (Mt. 24 36).
Sin embargo este momento
supremo, que pondrá término a este mundo de pecado, será precedido de señales
portentosas, que fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de
los mismos impíos.
Ante todo tendrá lugar,
como lo hemos demostrado, la persecución del Anticristo, la aparición de Henoc
y de Elías. Cuando San Pablo nos dice que Jesucristo destruirá al impío con el
soplo de su boca, y lo aniquilará por el esplendor de su advenimiento, parece
incluso que el castigo del Anticristo coincidirá con el advenimiento del Juez
supremo. Sin embargo, no es éste el sentimiento general de los intérpretes. Se
puede explicar el texto de San Pablo diciendo que la destrucción del impío no
se consumará sino en el día del juicio final, aunque su muerte haya ocurrido
algún tiempo antes. Por otra parte, los Evangelios insinúan con bastante
claridad que habrá un cierto lapso de tiempo, aunque bastante corto, entre el
castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas.
En efecto, ¿qué dice
Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal, cual no la hubo
jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo. Luego añade:
“Luego, después de la tribulación
de aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y
las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán.
Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán
entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad” (Mt. 24 29-30).
Estos son los signos que
precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo
conciliar, con todos estos preludios formidables, el carácter repentino e
imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento?
Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos representa a los hombres de los
últimos días del mundo enteramente semejantes a los contemporáneos de Noé, que
el Diluvio sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas
(Mt. 24 36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los
trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados como haciendo
cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros que no se
distinguen del hundimiento que les sigue. Antes de todos estos presagios
terribles, los hombres podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia.
Pero cuando oigan crujir
la máquina del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, perderán el sentido
por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo (Lc. 21 26).
El mismo Santo Tomás da
una viva luz sobre los tiempos que transcurrirán entre la muerte del Anticristo
y la venida de Jesucristo, cuando dice : “Antes de que empiecen a aparecer las
señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber,
después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo
habían estimado antes” (Suppl. q. 73, art. 1, ad 1). Ayudándonos de este
pequeño texto, podemos formar las hipótesis más plausibles sobre los últimos
tiempos del mundo; y nuestros lectores no dejarán de interesarse, aunque no las
reciban sino a título de simples conjeturas.
II
Hemos dicho, y mantenemos
como incontestable, que la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin
igual de la santa Iglesia de Jesucristo. Las alegrías proféticas de Tobías que
recupera la vista al mismo tiempo que a su hijo, el gozo embriagador de los
Judíos a la caída de Amán y de sus satélites, los arrebatos de los habitantes
de Betulia, liberados por Judit del cerco de hierro que los estrechaba; la
purificación del templo por los Macabeos, vencedores del impío Antíoco;
finalmente y sobre todo, la calma y el triunfo apacible de Job restablecido por
Dios en todos sus bienes, viendo acudir a sus pies a sus amigos y a sus
familiares arrepentidos, reuniéndolos a todos en un banquete religioso: todas
estas imágenes expresan de manera insuficiente el estado de la santa Iglesia
que abre su corazón y sus brazos maternos tanto a sus enemigos como a sus
hijos, tanto a los Judíos convertidos como a los herejes reconciliados, tanto a
los descendientes de Cam como a los hijos de Sem y de Jafet; en una palabra,
realizando la gran unidad comprada al precio de la sangre de un Dios : ¡un solo
rebaño y un solo Pastor!
Seguramente, e incluso en
este período de triunfo, habrá todavía impíos; pero permítasenos pensar que se
esconderán, y que desaparecerán en la inmensidad del gozo público.
Estos hermosos días no
durarán, desgraciadamente, sino el tiempo necesario para olvidar los solemnes
acontecimientos que los habrán hecho nacer. Poco a poco se verá cómo a la
tibieza sucede el fervor; y este paso insensible se hará tanto más rápido,
cuanto que la Iglesia no tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.
He aquí cómo un autor
estimado, el padre Arminjon, describe el estado en que caerá entonces el mundo:
“La caída del mundo,
dice, tendrá lugar instantáneamente y de improviso: «veniet dies Domini sicut
fur» (II Petr. 3 10). Será en una época en que el género humano, sumergido en
el sueño de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el
castigo y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios
de acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas
partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica,
una última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su
fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobreabundantes, todos estos
prodigios, se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La
humanidad, por un abuso criminal de las gracias, habrá vuelto a su vómito.
Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra, se habrá apartado de Dios,
hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos
juicios (Dan. 13 9). La fe se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne
habrá corrompido su camino. La divina Providencia juzgará que ya no habrá
remedio alguno.
“Será, dice Jesucristo,
como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces despreocupados, hacían
plantaciones, construían casas suntuosas, se burlaban alegremente del bueno de
Noé, que se entregaba al oficio de carpintero y trabajaba noche y día por
construir su arca. Se decían: ¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día
en que sobrevino el diluvio, y se tragó toda la tierra: «venit diluvium et
perdidit omnes» (Lc. 17 27).
“Así, la catástrofe final
se producirá cuando el mundo se creerá en la seguridad más completa; la
civilización se encontrará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios,
jamás los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. Habrá fiestas
nacionales, grandes exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad
material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: «Alma mía, tienes bienes
para largos años, bebe, come, diviértete…» Pero de repente, en medio de la
noche, «in media nocte» -porque en las tinieblas, y en esa hora fatídica de la
medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en sus anonadamientos,
volverá a aparecer en su gloria-, los hombres, despertándose sobresaltados,
escucharán un gran estrépito y un gran clamor, y se dejará oír una voz que
dirá: Dios está aquí, salid a su encuentro, «exite obviam ei» (Mt. 25 6)”.
Y el autor añade que los
hombres no tendrán tiempo de arrepentirse. En este punto disentimos de él. La gran
catástrofe, en efecto, será precedida de signos aterradores cuyo conjunto
formará un supremo llamado de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido
será quien resista a él!
El sol se oscurecerá,
como agotado por una pérdida de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo
suficientemente viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como
un libro, invadido por una oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se
tambalearán; pues las leyes de los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán
suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas
levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los
hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados.
Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un
incendio general, mientras que en los aires aparecerá una cruz esplendorosa que
anunciará la venida del sumo Juez.
¿Cuánto tiempo durarán
estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la Escritura nos dice, es que los hombres
se secarán de espanto. Sucederá con ellos lo que sucedió con los contemporáneos
de Noé. Mientras éste proseguía la construcción del arca, todo el mundo se
burlaba de él; pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo
tembló, y muchos hombres, según el testimonio de San Pedro, se convirtieron.
Del mismo modo, nos está permitido esperar que al acercarse el juicio, una
buena parte de los hombres, viendo cómo los cielos se velan y sintiendo fallar
la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y volverán a
entrar en gracia con Dios.
Por lo que mira a los
justos, levantarán la cabeza con confianza; y la cruz que resplandecerá los
llenará de alegría.
La carrera mortal de la
Iglesia habrá concluido. El mundo esperará, para acabar, a que Ella haya
recogido al último de sus elegidos.
XI. CONCLUSIÓN
Hemos llegado al término
de nuestro estudio.
Al echar una mirada sobre
sus destinos futuros, nos hemos apoyado únicamente en las profecías que forman
parte integrante de la Escritura divinamente inspirada.
La sustancia de nuestro
trabajo ha sido sacada, pues, de las fuentes mismas en que se alimenta la fe
católica; y no pensamos que pueda negarse sin temeridad lo que hemos adelantado
sobre el Anticristo, la aparición de Henoc y Elías, la conversión de los judíos,
las señales precursoras del juicio.
Donde podríamos habernos
equivocado es en los comentarios que hemos hecho de varios pasajes del
Apocalipsis, como también en el encadenamiento que hemos tratado de establecer
entre los acontecimientos citados más arriba. Pero si hemos errado, ha sido
siguiendo a intérpretes autorizados, y lo más frecuentemente a Padres de la
Iglesia.
¿Nos equivocamos en ver
en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se
describe en los Santos Libros? No nos lo parece. La apostasía comenzada de las
naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el
plan satánico de la guerra llevada contra la Iglesia, la llegada al poder de
las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura que no podríamos
imaginar otros más terribles.
Sin embargo, no
querríamos que se falsease nuestro pensamiento.
La época en que vivimos
es indecisa y atormentada. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del
mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un
movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y
empresas santas. Las dos corrientes se delinean cada día más claramente: ¿cuál
de ellas arrastrará a la humanidad? Sólo Dios lo sabe, El que separa la luz y
las tinieblas, y les señala su lugar respectivo (Job 37 19-20).
Por otra parte, es seguro
que la carrera terrestre de la Iglesia se encuentra lejos de estar cerrada: es
más, tal vez nunca se ha visto abierta más ampliamente. Nuestro Señor nos ha
hecho saber que el fin de los tiempos no llegará antes de que el Evangelio haya
sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt.
24 14). Ahora bien, ¿se puede decir que el Evangelio ha sido ya predicado en el
corazón de África, en China, en el Tíbet? Algunas luces raras no constituyen el
pleno día; algunos faros encendidos a lo largo de las costas no expulsan la
noche de las tierras profundas que se extienden detrás de ellas.
¿Cómo la Iglesia
realizará esta carrera? ¿Bajo qué auspicios llevará a las naciones que lo
ignoran, o que lo han recibido insuficientemente, el testimonio prometido por
Nuestro Señor? ¿Será en una época de paz relativa? ¿Será en medio de las
angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos
sentidos. La Iglesia se desarrolla de un modo que desconcierta todas las previsiones
humanas; basta recordar las maravillosas conquistas hechas contra la
infidelidad, en el momento más agudo de la crisis del protestantismo.
En realidad, la confianza
más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia no es
incompatible de ningún modo con nuestras reflexiones y conjeturas sobre la
gravedad de la situación presente.
Por otra parte, al
estimar que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la
aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos cuidamos muy bien de
querer precisar los tiempos y los momentos; lo que consideraríamos como una
temeridad ridícula. Permítasenos una comparación que explicará todo nuestro
pensamiento.
Sucede que un viajero
descubre, a un cierto punto de su camino, toda una vasta extensión de un país,
limitado en el horizonte por montañas. Ve cómo se dibujan claramente las líneas
de esas montañas lejanas; pero no podría evaluar la distancia que las separa a
unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria,
encuentra barrancos, colinas, ríos; y la meta parece alejarse a medida que se
acerca de ella.
Así sucede con nosotros,
a nuestro humilde entender, en los tiempos presentes. Podemos presentir la
crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan
satánico del que será la suprema coronación. Pero, desde el punto en que nos
encontramos en el momento actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nos reserva
el futuro! ¡cuántas restauraciones del bien son siempre posibles! ¡cuántos
progresos del mal, por desgracia, son posibles también! ¡cuántas alternativas
en la lucha! ¡cuántas compensaciones al lado de las pérdidas! Aquí hay que
reconocer, con Nuestro Señor, que sólo al Padre pertenece disponer los tiempos
y los momentos. “Non est vestrum nosse tempora vel momenta, quæ Pater posuit in
sua potestate” (Act. 1 7).
En esta incertidumbre,
dominada por el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y
orar.
Velar y orar, porque los
tiempos son incontestablemente peligrosos, “instabunt tempora periculosa” (II
Tim. 3 8); pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la
fe.
Velar y orar, para que la
Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas.
Velar y orar, para no
entrar en la tentación.
Velar y orar en todo
tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el
futuro, y de mantenerse de pie en presencia del Hijo del hombre:
“Vigilate, omni tempore
orantes, ut digni habeamini fugere ista omnia quæ futura sunt, et stare ante
Filium hominis” (Lc. 21 24).
Notas:
[1] El Padre Deschamps da
curiosos detalles sobre el odio vivo que la francmasonería tiene a los
representantes del poder cristiano. Existe cierta prueba en que el iniciado
recibe esta consigna enigmática: L.D.P. Ahora bien, esta consigna tiene doble
sentido. En el primero quiere decir: Libertad de pensar. Es la rebeldía contra
Dios. En el segundo quiere decir: Lilia destrue pedibus: aplasta los lirios con
los pies. Es la destrucción de las monarquías cristianas, que siempre tuvieron
al lirio como su símbolo.
[2] Es tradición de los
primeros siglos de la Iglesia, consignada en Lactancio, que un día el imperio
del mundo volverá a Asia: Imperium in Asiam revertetur.
[3] Este pasaje, por otra
parte, se refiere tal vez a tiempos anteriores a los del Anticristo (Cornelio a
Lapide).