El
Evangelio de hoy nos narra el gran acontecimiento de la resurrección de N.
Señor. Las santas mujeres, al amanecer, se encaminan al sepulcro preguntándose
quién les podría remover la gran piedra colocada en la entrada del mismo. Pero
al llegar, ven que esa piedra ha sido retirada, y el mismo ángel que ha hecho
esto, les anuncia que N. S. Jesús, el crucificado, ha resucitado.
Los
4 Evangelistas se refieren al hecho de la remoción de esa piedra. ¿Por qué?
¿Qué simboliza esta piedra?
Antes
de responder a eso, tengamos en cuenta que retirar la piedra no era necesario
para que N. Señor pudiera salir del sepulcro, pues los cuerpos gloriosos son
capaces de pasar a través de los objetos sólidos. ¿Con qué finalidad, entonces,
ha sido quitada la piedra? Pues para hacer patente el hecho de la milagrosa
resurrección de Cristo y también para una enseñanza espiritual:
Leemos
en el Génesis (29, 8-10) que cuando Jacob -figura Cristo- se encontró con Raquel
-figura de la Iglesia- removió una gran piedra que tapaba la boca del pozo del
que debían beber las ovejas de ella. De igual modo, Cristo resucitado ha
quitado, por medio de uno de sus ángeles, la puerta que cerraba la entrada del
sepulcro, no para que él pudiera salir, sino para que nosotros, sus ovejas,
pudiéramos entrar. Para que nosotros, los cristianos, podamos acercarnos al que
nos dice “quien tenga sed, que venga a Mí
y beba”. “El que beba del agua que Yo le daré, no tendrá más sed, sino que el
agua que Yo le daré se hará en él una fuente de agua que brote hasta la vida
eterna”.
En
esta gloriosísima victoria de Cristo resucitado, la piedra puesta en la entrada
del sepulcro, que antes nos impedía el paso hacia Nuestro Señor, una vez caída
se ha convertido para nosotros en camino llano y libre al Cielo, y bajo el peso
de esa piedra -cual lápida- han quedado para siempre aplastados, sepultados y
vencidos, el demonio, el mundo, la carne, el pecado y la muerte.
No
se agota en esto el simbolismo de esa piedra. Dice N. Señor: “Venid a Mí todos los cargados y agobiados,
que Yo os aliviaré… porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Marcha cargado y agobiado por los caminos escabrosos de esta vida de
prueba, el que lleva las pesadas piedras de los pecados. Así, según este
otro sentido, la piedra removida es el duro corazón del hombre viejo, del
hombre pecador, según aquello del profeta Ezequiel: “os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne, y
pondré en vosotros mi espíritu para que caminéis en mis preceptos”.
Por
eso San Pablo, en la Epístola de hoy, nos dice que tenemos que quitar de
nuestros corazones, como quitada fue esa piedra, el “viejo fermento a fin de ser una masa nueva”. El fermento viejo -dice- de la malicia y de la inmoralidad, para ser,
con Cristo resucitado, panes ácimos de
pureza y verdad.
En
los tiempos de la Antigua Alianza, para la Pascua los hebreos debían deshacerse
del fermento o levadura antigua que hubiera en sus casas, pues al actuar éste en
la masa de harina de trigo por cierta corrupción, significaba el pecado, del cual todos debían
purificarse a fin de celebrar dignamente la Pascua.
Eso
bajo la Ley Antigua. Bajo la Nueva, la Fiesta de la Pascua es un llamado
reiterado y apremiante del Amor Misericordioso de Dios a una conversión
profunda. Este llamado del Amor a entregarse al Amor se dirige a todos los
hombres, no sólo a los que están separados de Dios por el pecado mortal, pues
ninguno hay que ame suficientemente a Dios, Amor Infinito y -por lo mismo-
infinitamente amable.
Arrojemos,
pues, de nuestras almas, las piedras pesadas, duras, frías, ásperas y oscuras
de los pecados. El pecado mortal o grave es una roca pesadísima que aplasta el
alma y expulsa de ella a Dios. Los pecados veniales o leves son como muchas
piedras que oprimen el corazón, encadenando a Dios en el alma, impidiendo el
total cumplimiento de su voluntad en nosotros, ahogando el amor.
“Como Cristo resucitó de
entre los muertos para gloria del Padre, también nosotros caminemos en novedad
de vida”, dice
San Pablo. “Antes erais tinieblas, pero
ahora sois luz en Cristo”. “Caminad como hijos de la luz. El fruto de la luz
está en toda bondad, justicia y verdad”. “Revestíos hoy, como elegidos de Dios,
santos y amados, de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia,
paciencia… y por sobre todo esto, tened caridad”.
Estimados
fieles: que la gran fiesta que celebramos hoy, sea para todos una verdadera
resurrección espiritual, un retomar el camino a Dios, iniciado en el bautismo,
con renovada resolución de buscar la voluntad de Dios siempre y en todo, con
plena confianza en que, para ello, Él nos concederá su gracia.
Que
con santo odio al pecado y al error, llevemos en nuestros corazones sólo
aquella “Piedra Viva reprobada por los
constructores que ha venido a ser la piedra angular”. Y que esa Divina
Piedra haga de cada uno de nosotros, por la intercesión de la Madre de Dios, “piedras vivas y escogidas” para
edificar en el Amor verdadero, puro y ardiente, el edificio espiritual que se
eleva hasta el Cielo: la santa Iglesia de Cristo.