El Evangelio de hoy nos refiere el episodio de la presentación de
Nuestro Señor en el templo. En esa ocasión se produjo el encuentro de la Sagrada Familia con los
santos ancianos Simeón y Ana.
Dios había revelado a Simeón que no moriría antes de ver al Redentor
que Israel esperaba desde hacía siglos. Lleno del Espíritu Santo, toma al Niño
en sus brazos, lo bendice, y pronuncia el cántico de santa alegría que hoy
conocemos como el Nunc Dimitis. Acto
seguido, bendice a San José y a la Santísima
Virgen , y profetiza diciendo: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para
ser señal de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma, para
que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”.
Simeón es un santo. Se trata de un hombre que, como dice San Pablo, “vive por la fe”. Vivir por la fe
significa fundar esta corta vida de prueba sobre la suprema Verdad que es el
mismo Cristo. Por eso Simeón, al reconocer en ese Niño al Mesías, al Hijo de
Dios, exclama “ahora, Señor, puedes,
según tu palabra, dejar a tu siervo ir en paz, porque han visto mis ojos tu
salvación.” Simeón, hombre sólidamente fundado en la roca que es Cristo,
casa construida sobre esa roca, escucha la palabra de Dios -palabra siempre veraz-,
cree a esa palabra, espera obedeciendo a esa palabra, y una vez que esa palabra
está cumplida, tiene por concluida su misión en esta tierra. Así también
nosotros no debemos ser “oyentes
olvidadizos” (Sant 1, 25), sino que debemos creer, esperar y amar en medio
de un mundo apóstata que ha renegado de la fe, que ha decidido poner toda su
esperanza en las cosas terrenas, y que ha extinguido la caridad bajo un inmenso
torrente de pecados.
Queramos nosotros amar ardientemente la voluntad de Dios, puesto que
esto es “lo único necesario” -como
dice N. Señor en Lc 10, 42- de tal
modo que al final no de la vida sino de cada día, podamos decir como el santo
Simeón, “ahora, Señor, puedes, según tu
palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz”. Porque -verdaderamente- al
que tiene a Dios nada le falta, y tiene a Dios el que cumple la voluntad de
Dios.
“Este está puesto para ser señal
de contradicción”, dijo el
santo Simeón. Como sabemos, Cristo entró rápidamente en abierta contradicción
con el mundo -entonces como hoy- dominado por el demonio. A eso vino: a
enfrentarse con el diablo y derrotarlo. El demonio y los suyos creyeron vencer
a Cristo, persiguiéndolo y matándolo. Nosotros también somos perseguidos, pero
Él nos dice a los largo de la historia: seguidme, no temáis ser vosotros
también un signo de contradicción. El que me ama de verdad quiere seguirme y
estar conmigo. Por tanto, no nos cansemos de dar gracias a Dios por habernos
traído un día a la Tradición ,
y más recientemente, a la Resistencia, a este pequeño grupo de católicos que
todavía cree que para seguir a Nuestro Señor es imposible eludir la senda
estrecha, el desprecio y el odio del mundo, el Calvario, la
Santa Cruz , el combate, la contradicción.
Tengamos ánimo. Creamos en la palabra de Dios. Y Dios ha prometido que
las puertas o poderes del Infierno no prevalecerán. La hora presente es
terrible. La Iglesia
de Cristo retrocede en todos los frentes. La FSSPX se hunde bajo el peso de una
autoridad ambigua y liberal. Todo parece perdido, y sin embargo, Él nos ha
prometido que venceremos. Venceremos porque Cristo venció y vencerá.
Formamos parte de la
Iglesia militante, estamos aquí para militar, para combatir,
y en esta época espantosa, más que nunca. El santo Job dijo: “vida es un combate”. A Santa Juana de
Arco le preguntaron para qué se necesitaban combatientes si Dios había prometido
la victoria, y ella respondió: “los
soldados combatirán, y Dios dará la victoria”. Si no combatiéramos no
habría victoria, pero precisamente para eso abrimos hoy una misión de la
Resistencia en Monterrey: para combatir a fin de que Dios nos dé la victoria,
para conservar la fe en las familias, para que los que vengan después de
nosotros puedan vivir en la Verdad, para mantener viva la obra de Mons.
Lefebvre, para continuar la lucha a muerte contra el diabólico liberalismo; en
definitiva, para salvar nuestras almas.
Pero somos pocos y estamos rodeados de enemigos y de traidores. Por eso
debemos suplicar a Dios que nos dé la fortaleza necesaria para perseverar en la
contradicción, signo de los verdaderos seguidores de Jesucristo; para “resistir firmes en la fe” (1 Pe 5, 9) contra todos y contra todo, pase lo
que pase, hasta el fin y hasta la muerte. Ánimo, entonces: hemos nacido en un momento de
la historia en que el combate es absolutamente ineludible. Las alternativas son
o traición o heroísmo. Combatamos con fe y decisión firme e irrevocable, y Dios
dará la victoria.
Decía la gran Santa Teresa de Ávila, hablando acerca de la necesidad de
estar resueltos a hacer la voluntad de Dios: “Digo que importa mucho, y lo es todo, una gran y muy determinada
determinación de no parar… venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, súfrase
lo que se sufriere, murmure quien
murmurare… aunque se hunda el mundo… El demonio tiene gran miedo a almas
determinadas, porque tiene ya experiencia de que le hacen gran daño… Pero si
conoce a uno por mudable y que no está firme en el bien y con gran
determinación de perseverar, no le dejará a sol ni a sombra”. Y decía
también sobre el odio resuelto al pecado, que surge de la caridad resuelta,
ardiente: “importa mucho que no os
descuidéis hasta que os veáis con tan gran determinación de no ofender al
Señor, que perderíais mil vidas antes que hacer un pecado mortal, y de los
veniales estéis con mucho cuidado de no hacerlos”… (“Camino de Perfección”).
Estimados fieles: en esta noche, la más oscura de la historia de la Iglesia , tengamos siempre
presente a aquélla cuya alma fue traspasada hace dos mil años por la espada de un
dolor inmenso, casi infinito. A la que nos dijo en 1531 ¿no
estoy yo aquí que soy tu madre?, y en 1917 “al final mi Corazón Inmaculado triunfará”;
a Ella, que va delante de nosotros en el campo de batalla de esta vida
aplastando la cabeza del demonio. A Ella, a la Madre de Dios, pidamos la gracia
de que nuestros corazones estén totalmente resueltos a combatir hasta el final
por Cristo, a vivir por la fe y a morir por la fe.