FRANCISCO: “LA PENA DE MUERTE ES CONTRARIA AL EVANGELIO”
Fuente: SÍ SÍ NO NO vía Adelante la Fe
Avvenire, 11 de octubre de 2017: El papa Francisco en el encuentro promovido por
el Consejo
para la Nueva Evangelización: “La pena de muerte es contraria al
Evangelio”.
El discurso de Francisco
Interviniendo en el Aula nueva del Sínodo, en el
Vaticano, en el encuentro promovido por el Pontificio Consejo para la Nueva
Evangelización con ocasión del 25º aniversario de la firma de la constitución
apostólica Fidei
Depositumpor parte de Juan Pablo II, texto que
acompañaba a la aparición del Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], el papa Bergoglio hizo referencia en su
discurso “a un tema que debería encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica [CIC] un espacio más adecuado y coherente.
Pienso, en efecto, en la pena de muerte”, dijo, una problemática que “no puede
ser reducida a un mero
recuerdo de enseñanza histórico sin
hacer emerger no sólo el
progreso en la doctrina actuado por los últimos Pontífices, sino también a la
cambiada conciencia del pueblo cristiano,
que rechaza una actitud consentida respecto a una pena que lesiona gravemente la
dignidad humana. Se debe afirmar con fuerza que la
condena a la pena de muerte es una medida inhumana que humilla, sea cual sea la manera en
que sea aplicada, la dignidad personal –
continuó –. Es
en sí misma contraria al Evangelio porque
se decide voluntariamente eliminar una vida humana, que es siempre sagrada a
los ojos del Creador y de la cual Dios solo, en última instancia, es verdadero
juez y garante”.
Según Francisco, “ningún hombre, ni siquiera el homicida, pierde jamás
su dignidad personal” (Carta al Presidente de la
Comisión Internacional contra la pena de muerte, 20 de marzo de 2015)
[…]. A
nadie, por tanto, puede privárseleno sólo de la vida,
sino de la misma posibilidad de un rescate moral y existencial que redunde de
nuevo en favor de la comunidad”. […]. Para el Papa, “no nos hallamos en presencia de
ninguna contradicción con la enseñanza del pasado, porque la defensa de la
dignidad de la vida humana desde el primer momento de la concepción hasta la
muerte natural encontró siempre en la enseñanza de la Iglesia su voz coherente
y autorizada”.
El desarrollo armónico de la doctrina, sin embargo,
“exige abandonar
tomas de postura en defensa de argumentos que aparecen ya decididamente
contrarios a la nueva comprensión de la verdad cristiana. Es necesario reafirmar, por tanto, que, por muy
grave que pueda ser el delito cometido, la pena de muerte es inadmisible porque atenta
contra la inviolabilidad y dignidad de la persona […]”. Después, ha añadido para dejar la idea
más clara que “la
Tradición es una realidad viva” y
que “sólo
una visión parcial del depósito de la fe” la
puede considerar como “algo
estático”: “¡La Palabra de Dios no puede
conservarse en naftalina como si se tratase de una vieja manta que debe
protegerse contra los parásitos!” [este
último pasaje no ha sido ofrecido por Avvenire,
sino sólo por Famiglia
Cristiana, el 10 de octubre de 2017]. A la
exclamación, el Papa ha hecho seguir un sonoro “¡No!”. En efecto, la “Palabra
de Dios es una realidad dinámica, siempre viva, que progresa y crece porque
tiende a un cumplimiento que los hombres no pueden detener”, concluyó.
Comentario
La
nueva enseñanza de Francisco sobre la pena de muerte contiene, pues,
sustancialmente, 4 elementos que analizar:
Progreso en la doctrina por parte de
los últimos Papas
1º) Según el papa Bergoglio ha habido un progreso en la
doctrina: “pena de muerte lícita” (CIC, 1992) – “pena de muerte ilícita”
(Francisco, 2015-2017) por parte de los últimos Pontífices, pero esto es
evidentemente falso porque Juan Pablo II enseñó en el Catecismo Oficial de la
Iglesia Católica (CIC) de 1992 que la pena de muerte no es siempre necesaria,
pero es lícita y aplicable; así también lo enseñó Benedicto XVI en la
promulgación del Compendio
del CICen 2005. Además “desde los orígenes
de la humanidad, la pena de muerte ha estado siempre en vigor y nadie ha
pensado jamás considerarla injusta […] sólo en el periodo iluminista se comenzó
a dudar acerca de la licitud de la pena de muerte.
La reacción, cada vez más viva, fue favorecida por
la mentalidad liberal que preparó la Revolución Francesa e indudablemente fue
provocada por la facilidad
extrema con la que se solía infligir esa pena […].
De hecho, los legisladores demostraron que la pena de muerte no puede ser ni admitida ni excluida de manera
absoluta: las dos tesis pecan –
respectivamente – de excesivo pesimismo y optimismo hacia la naturaleza humana; o sea, no puede
suponerse que el ciudadano es en todas partes y siempre un criminal en potencia ni que en todas partes y siempre es un santo en acto […]. Sujeto a infinitas influencias, abusando
del albedrío, se puede abandonar a los excesos más incontrolados del egoísmo y,
por tanto, resultar peligroso para la sociedad; e, iluminado por las
experiencias más variadas, puede no sólo recapacitar, sino madurar hasta ser
sensible a las exigencias de la vida social y respetar sus leyes [por el
derecho natural]. Si la sociedad es una persona jurídica perfecta y autónoma,
como tiene el derecho a vivir, prosperar y conservarse, del mismo modo tiene el
de defenderse contra quien intente subvertir su orden amenazando el bien común.
Por tanto, si puede defenderse solamente eliminando
a su propio enemigo, el Estado puede rechazar su agresión infligiéndole la pena
de muerte. O bien, si la defensa contra el injusto agresor es considerada en
todas partes y siempre legítima para el individuo, incluso hasta el caso de la
violencia eliminación del adversario, con más razón es legítima para una entera
Nación, la cual personifica a todos los ciudadanos y esta comprometida en
tutelar sus derechos. Ahora bien, la auto-defensa del individuo responde a una ley no
escrita sino natural, que no debemos ni a la enseñanza ni
a la Tradición ni a la cultura, sino exclusivamente a la naturaleza por instinto; es ella, por tanto, la que, en el caso de que
nuestra vida se encuentre expuesta a cualquier ataque o a la violencia y a las
heridas de los bandidos o de los enemigos, hace considerar lícito todo medio
para asegurar nuestra incolumidad […]. Por ello, si la Nación, para defenderse,
no pudiera castigar con la muerte al ciudadano que amenaza con herirla
subvirtiendo el orden público:
1º)
por no hacer violencia a los violentos, sería violenta contra los inocentes;
2º)
haría más insolentes e incorregibles a los criminales, animados a hacer el mal
por la debilidad del Estado;
3º) declararía su propio fracaso…”[1].
La dignidad de la persona humana
2º) Según Francisco, la pena de muerte lesiona la
dignidad de la persona humana, pero eso es también falso porque Santo Tomás de
Aquino (el Doctor Oficial de la Iglesia) enseña que el hombre, al pecar, decae
de la dignidad
próxima de persona, aun quedándole la dignidad remota y radical de naturaleza humana, y se abaja al
nivel del bruto, destinado a servir al hombre como medio útil. Por tanto, el
delincuente incorregible merece ser tratado como un animal peligroso, por lo
que se puede matar lícitamente y sin pecado por el bien común[2].
También Santo Tomás explica que “El bien común es
superior al bien particular. Por tanto, es justo eliminar el bien particular para
conservar el bien común. Pero la vida de algunos hombres pestíferos impide el
bien común que es la concordia de la sociedad humana. Por tanto, es justo que
estos hombres sean eliminados con la muerte por la sociedad humana. […]. El
médico hace algo bueno y útil cuando amputa un órgano putrefacto que amenaza
con infectar todo el cuerpo. Por tanto, también el Jefe de Estado da muerte
justamente y sin cometer pecado, a los hombres malvados, para que no sea
turbada la paz del Estado…”[3]. Para Santo Tomás[4] la persona es un “individuo de
naturaleza racional” o “subsistente en una naturaleza racional”.
Por
tanto, la persona es un sujeto de naturaleza racional, o sea, dotado de
intelecto y voluntad; existe y actúa independientemente de otra, es autónoma en
el ser (ya que, en cuanto sustancia, no necesita de otra realidad en la que
apoyarse) y en el actuar (ya que, gracias a su naturaleza racional, se dirige a
sí misma en la acción, en cuanto que es dueña de sus actos). El único del que
depende es Dios, su creador y conservador en el ser. Santo Tomás explica que
las creaturas intelectuales son gobernadas por Dios, en cuanto queridas por sí
mismas, mientras que las creaturas no racionales están ordenadas a las
creaturas racionales. Naturalmente, esto no significa que el hombre no esté
ordenado a Dios, su Fin último, sino sólo que, entre las creaturas, la persona
humana es el fin de los entes irracionales, de los cuales debe servirse para
llegar a Dios. Corresponden a la persona derechos y deberes, o sea, el derecho
de hacer lo que es necesario para conseguir su propio Fin natural y
sobrenatural y el deber de hacerlo. La persona, en virtud de su naturaleza
racional, es capaz de mérito y de demérito y, cuando actúa, está obligada a
elegir el bien y a evitar el mal, o sea, a ordenar su acción a Dios y a
alejarla de lo que la priva de Dios.
En cuanto a la “dignidad de la persona humana”, es
necesario distinguir, ya que la dignidad es una cualidad o “valor” que confiere
una cierta superioridad (que no todos tienen) a alguno y lo distingue de los
demás. El hombre tiene dignidad sólo relativamente a
las creaturas no racionales (minerales, vegetales y animales), pero no tiene
una dignidad absoluta o por sí mismo, como afirma el personalismo.
La persona tiene dignidad sólo en virtud de la naturaleza humana, en la que
subsiste, o sea, la dignidad humana se debe a la naturaleza humana y no
pertenece al sujeto en sí mismo; la dignidad pertenece directamente y en primer
lugar a la naturaleza y secundariamente a la persona o sujeto que subsiste en
dicha naturaleza racional. Hablar de “dignidad de la persona humana” no es exacto,
sería apropiado decir “dignidad de la naturaleza humana” en la que subsiste el
sujeto o la persona[5].
La
dignidad se divide en
a) radical-ontológica: es de la persona que está radicada en una
naturaleza humana racional. Por tanto, radicalmente todas las personas son
iguales, en cuanto que están todas ellas radicadas en una naturaleza humana y
racional, y sólo esta dignidad no puede perderse;
b) total-moral o práctica: Es de la persona tomada totalmente, en su ser y
actuar. La dignidad total de la persona viene dada por su actuar, por sus
buenas obras, mientras que las malas la privan de dignidad humana total. No
todos los hombres son iguales, hay quien hace el bien y es bueno y quien hace
el mal y es malo. En efecto, la obra propia del hombre es conocer la verdad
(intelecto) y amar o querer el bien (voluntad). Existirá dignidad total-moral
sólo si la persona conoce la verdad y ama el bien; mientras que, si se adhiere
al error y ama el mal, pierde la dignidad total-moral, aunque radicalmente
conserva la naturaleza humana y racional.
El papa León XIII enseña: “El intelecto y la
voluntad que se adhieren al error y al mal decaen de su dignidad nativa y se
corrompen” (Encíclica Immortale
Dei, 1 de noviembre de 1885). Santo
Tomás de Aquino escribe: “Con el pecado, el hombre abandona el orden de la
razón: por ello decae
de la dignidad humana, que consiste en ser por sí mismos y
en el obrar por el bien; degenerando así, de algún modo, en la servidumbre
propia de las bestias, que implica la subordinación en beneficio de otro
(caballo al caballero, pecador a Satanás) […] un hombre malo es peor que una
bestia”[6]. Este principio justifica la pena de
muerte infligida por la Autoridad a quien ha perdido la dignidad humana total
cometiendo gravemente el mal.
Otra consecuencia práctica es que el derecho de
obrar está fundado sólo en la dignidad total (la persona en su obrar) y no en
la dignidad radical (la persona subsistente en una naturaleza racional). Obrar
mal, adhiriéndose al error, significa perder la dignidad total (que consiste en
obrar bien), aun conservando la radical (la naturaleza humana). No existe por eso para la persona
humana derecho a profesar el error y a hacer el mal, fundado en la dignidad de la persona, la cual,
obrando mal, pierde la dignidad total, que funda ella sola el derecho a obrar,
aunque mantiene la dignidad radical, que se refiere al individuo y no a sus
obras.
Erróneamente, el personalismo (Mounier, Maritain y
ahora Bergoglio) afirma que la persona humana tiene una dignidad absoluta, no
relativa a la naturaleza en la que subsiste. Así, se ha impuesto en muchos la
idea aberrante de que la dignidad radical de la persona funda el derecho a
obrar, el derecho a la libertad de expresar públicamente cualquier pensamiento
(cfr. Concilio Vaticano II, Decreto sobre la “Libertad religiosa”, Dignitatis humanae personae, 7 de diciembre de 1965); mientras que la sana
filosofía enseña que, cuando la persona actúa mal (intelectual o moralmente),
pierde su dignidad total (que se refiere al obrar), aun manteniendo la radical
(que se refiere al ser). El error no tiene derechos. No existe ningún derecho –
que sea tal en cuanto que fundado en la dignidad de la naturaleza humana – a
manifestar públicamente el error y a hacer el mal (Pío XII, Discurso a los Juristas católicos
italianos, 6 de diciembre de 1953).
La pena de muerte es contraria al
Evangelio
3º) Según
Bergoglio, la pena de muerte en sí misma es contraria al Evangelio, pero
también esto es falso ya que “Todos
los exegetas católicos están de acuerdo en que en el Nuevo Testamento no hay ni
una sola mención que abrogue la Ley Antigua en referencia a la pena de muerte”[7]. Jesús, en efecto, no vino a abolir la Ley, sino a
perfeccionarla.
Cuando el Evangelio dice que no hay que hacer
frente al enemigo, sino orar por él, ofrecerle incluso la otra mejilla si es
necesario, “todo ello concierne a estados de ánimo y a la efectiva actitud del
individuo cada vez que se trata de sus intereses personales. […]. La enseñanza,
por tanto, no puede llamarse preceptiva en sentido riguroso para cada uno y
para todos; mientras que indica sólo un horizonte al que todos deben dirigirse
para elevarse. […]. Una plena, incondicionada y efectiva adhesión al espíritu
del Evangelio no elimina en el prójimo el derecho a ser amado, protegido y
defendido por nosotros contra todas las amenazas del mal. […]. ¿Quién puede ser tan incoherente para
endurecerse, precisamente por amor a Cristo, hasta consentir a un bruto matar a
un niño, aun pudiendo impedir la agresión? Es
absurdo invocar un Evangelio
de la no violencia, se trataría de la más ridícula e irritante caricatura del
Cristianismo […]. Lo que se dice del
individuo, vale con más razón para el Estado, que debe tutelar la vida, el
honor, los bienes, la libertad de los ciudadanos contra todo injusto agresor,
recurriendo – si es necesario – incluso a la fuerza. En esto la doctrina de San
Pablo excluye toda duda: “Los gobernantes no deben ser temidos cuando se
hace el bien, sino cuando se hace el mal. ¿Quieres no temer a la autoridad? Haz
el bien… Pero si haces el mal, teme entonces, porque no en vano ella lleva la
espada; está, en efecto, al servicio de Dios para la justa condena de quien
obra el mal” (Rom.,
XIII, 3-4). […]. La mansedumbre evangélica […] no debe confundirse con la
tolerancia ejercida como pasividad y sometimiento a aquellos que quieren el
mal”[8]. Además, el buen ladrón, reprochando al
malo, dice explícitamente: “nosotros, al menos hemos sido condenados justamente
por nuestros delitos, pero él no ha hecho ningún mal” (Lc.,
XXIII, 41).
Finalmente, Santo Tomás de Aquino, afirma que el
poder público no viola el quinto Mandamiento (“No matarás al inocente”) si da
muerte al malhechor o a los enemigos del Estado[9]. La razón es que, si es lícito hacerse
amputar el pie para salvar el cuerpo entero, mucho más está permitido a la
Sociedad eliminar a un ciudadano destructor del bien común y de la tranquilidad
pública: “laudabiliter
et salubriter occiditur ut bonum commune conservetur” / “laudable y salubremente se da muerte para que el
bien común sea conservado”[10]. Por esto el Estado puede infligir la
pena de muerte al culpable, sin lesionar el Evangelio y el quinto Mandamiento
“No matarás al inocente”.
No hay contradicción entre las dos
enseñanzas, sino desarrollo
4º) Según Francisco, no existiría contradicción entre
su enseñanza (“pena de muerte siempre ilícita”) y la enseñanza tradicional
(“pena de muerte lícita”) porque hoy se ha comprendido mejor el valor y la
dignidad de la persona humana y, ya que “la Tradición” es “una realidad viva”, “sólo una visión parcial del depósito de la fe”
la puede considerar como “algo estático”: “¡La Palabra de Dios no puede conservarse en naftalina
como si se tratase de una vieja mantaque
debe protegerse contra los parásitos!”. Pero aquí se descubre en Bergoglio la
concepción modernista de la evolución heterogénea del dogma. En efecto, según
Bergoglio, “la Tradición” está “viva” y por eso la pena de muerte, que ha sido
constantemente enseñada como lícita (no siempre debida) por la Iglesia (hasta
el CIC de 1992 y al Compendio del CIC de 2005), sería en si misma contraria a
la Revelación divina, a la Fe y a la Moral, o sea, al Evangelio y a los
Mandamientos de Dios.
Ahora bien, el dogma, en sentido material, es una verdad dogmática (por ejemplo, Dios es Uno
y Trino) o moral (por ejemplo, el 5º Mandamiento: “No matarás al inocente”)
contenida en las dos Fuentes de la Revelación (Sagrada Escritura y Tradición),
que no evolucionan en sí mismas o intrínsecamente, sino que pueden solamente
ser mejor profundizadas por el Magisterio y por los fieles, o sea, evolucionan
sólo extrínsecamente; en
sentido formal, el dogma es la verdad propuesta
como revelada por el Magisterio de la Iglesia con la obligación de creer en
ella; por tanto, el dogma es una verdad divina, revelada por Dios (dogma material)
y además definida por la Iglesia (dogma formal) y, por tanto, inmutable
(Concilio Vaticano I, DB, 1800). Ahora bien, la licitud de la pena de muerte la
encontramos tanto en la Sagrada Escritura (Antiguo y Nuevo Testamento) como en
la Tradición (los Comentarios de los Padres a la Sagrada Escritura) además que
en el Magisterio hasta el CIC de 1992-2005. El modernismo, en cambio, considera
el dogma un símbolo o una pura representación sensible e imaginativa del
sentimiento religioso subjetivo del creyente individual en perenne desarrollo,
o sea, en evolución intrínseca (el dogma evoluciona en sí mismo), heterogénea o
substancial (se pasa de una verdad a otra verdad esencialmente distinta). San
Pío X condenó estas opiniones (Encíclica Pascendi,
DB 2026 ss.; Decreto Lamentabili, DB 2079 ss.), como también Pío XII
(Encíclica Humani
generis, 12 de agosto de 1950).
En
efecto, según la doctrina católica, el dogma no puede sufrir cambios
intrínsecos (la verdad que cambia en sí misma) y sustanciales (de una verdad se
pasa a otra esencialmente distinta; por ejemplo “pena de muerte lícita” – “pena
de muerte ilícita”), pero se puede admitir una evolución por parte de los
fieles y del Magisterio (no por parte del dogma en sí mismo) en el conocimiento
cada vez más profundo de él y en la formulación o expresión cada vez más
precisa (evolución extrínseca, subjetiva y homogénea del dogma, que pasa de una
verdad a la misma verdad, pero conocida y expresada más profunda y precisamente
mediante fórmulas dogmáticas definidas y enseñadas por el Magisterio de la
Iglesia, a medida que se ha penetrado mejor el significado de las verdades
reveladas contenidas en el Depósito de la fe o en las dos fuentes de la divina
Revelación.
Por
ejemplo, hasta el siglo XII, el término “transubstanciación” no existía, se
creía, sin embargo, igualmente que con la consagración del pan y del vino en la
Misa el pan dejaba de ser tal y se convertía en el Cuerpo de Jesucristo; en el
siglo XI-XII, con la controversia contra Berengario de Tours (†1088), que negaba
la realidad de la “transubstanciación”, se definió mejor y de manera más
precisa, pero en el mismo sentido u homogéneamente, que con la consagración
tiene lugar la “transubstanciación”.
Esta es la evolución homogénea, extrínseca y
subjetiva del dogma, es decir: 1º) extrínseca al dogma; 2º) subjetiva, o sea,
ínsita en el sujeto externo a la verdad dogmática; 3º) homogénea, esto es, que
evoluciona en el mismo sentido y significado aunque más profundizado y no
pasando de una verdad a otra sustancialmente distinta[11]. Según los modernistas, el dogma
material y la fórmula dogmática definida por el Magisterio no tienen un valor
teórico que conozca realmente la verdad revelada, sino sólo un valor simbólico
o representativo/imaginativo del sentimiento religioso, que se convierte en
norma práctica de acción o experiencia religiosa.
Por
ejemplo, cuando la Iglesia define que Dios es Padre, esta fórmula no tiene valor
cognoscitivo: no significa que la Paternidad pertenezca realmente a Dios y sea
adecuada a El de modo que El sea realmente Padre; pero, como el intelecto
humano no puede saber lo que es verdaderamente Dios y la realidad objetiva
(agnosticismo), entonces se le representa simbólicamente como un Padre para que
nos comportemos como hijos suyos. De esta manera, el modernismo vacía el valor
objetivo y real del conocimiento natural humano y de la fe como adhesión
sobrenatural del intelecto a un dogma revelado y definido.
Ahora bien, si es verdad que el lenguaje humano y
las fórmulas dogmáticas no pueden expresar completamente las cosas divinas,
sino sólo por analogía, es inadmisible, sin embargo, abandonar la analogía por
la equivocidad y caer en el nihilismo teológico o apofatismo y en el
agnosticismo filosófico. Por tanto, el dogma expresa ante todo una verdad que
debe creerse y consiguientemente una norma de acción y por esto el Magisterio
ha condenado el simbolismo modernista (Decreto Lamentabili, DB 2022 y 2026)[12].
Conclusión
El
discurso de Francisco sobre la pena de muerte es gravemente erróneo, ya que
niega la doctrina revelada y definida sobre la licitud de la pena capital y va
contra el instinto y la Ley natural, que hacen debida y no sólo lícita la
legítima defensa de la que derivan los conceptos de guerra justa y de pena de
muerte:
1º)
Intentando hacer pasar la nueva doctrina errónea por un progreso o
profundización de la comprensión de la dignidad absoluta de la persona humana;
2º) Afirmando que la pena de muerte es por sí misma
contraria al Evangelio, enseñando así un “Evangelio distinto” al revelado por
Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles (cfr. Gál.,
I, 8 ss.); 3º) enseñando la evolución heterogénea, intrínseca y sustancial del
dogma, especialmente cuando dice que: “la Tradición” es “una realidad viva” y
que “sólo una visión parcial del depósito de la Fe” la puede considerar como
“algo estático”: “¡La Palabra de Dios no puede conservarse en naftalina como si
se tratase de una manta vieja que debe protegerse contra los parásitos!”. Pues
bien, eso es falso, más aún, modernistamente herético.
En
efecto, la Tradición no está viva como tampoco lo está la Sagrada Escritura y
no evoluciona en sí misma, sino que sólo el Magisterio está vivo, ya que, en la
persona del Papa reinante, el Magisterio eclesiástico enseña y responde como
una persona viva a las cuestiones y a las dudas que le son planteadas por los
Pastores y por los fieles. El concepto de Tradición viva, de Escritura viva y
de Revelación viva es típicamente modernista.
Desgraciadamente,
debemos constatar que Francisco es objetivamente modernista y considera que la
doctrina de la Iglesia está en perenne y constante evolución sustancial,
intrínseca y heterogénea.
Por eso es debido corregirlo filialmente, pero sin
pretender deponerlo y elegir otro Papa, ya que “la Primera Sede no es juzgada
por ningún hombre”, sino que puede serlo sólo por Dios. Por tanto, en esta
coyuntura tan dolorosa debemos rogar al Señor que convierta o vuelva a llamar a
Sí a Francisco. En efecto, Santo Tomás de Aquino (IV Sent., dist. 19, q. 2, a. 2, qc 1, 3, ad 2) enseña: “El
mal prelado puede ser corregido por el inferior, que recurre al superior
denunciándolo, y si
no tiene un superior recurra a Dios para que lo
corrija o lo quite de la faz de la tierra / si non habet superiorem, recurrat ad Deum,
qui eum emendet, vel de medio subtrahat”.
Como el Papa no tiene un superior humano, el único remedio es su conversión o
su buena muerte.
Dominicus
(Traducido
por Marianus el eremita)
___________________________
[1] Catholicus (E.
Zòffoli), Pena di morte e Chiesa cattolica, Giovanni Volpe editore,
Roma, 1981, passim.
[2] In
Politicorum, 12, 1253a; In VI Ethicorum, 7, 1150a; S. Th., II-II, q. 64, a. 2, 3um;
q. 65, a. 1, in corpore; q. 108, a. 3, 1um; De Malo, 1, a. 5; In Rom., c. 13, lect. 3.
[11] Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Le sens commun.
La philosophie de l’être et les formules dogmatiques, Paris, 1909; F. Marín
Sola, L’évolution homogène du dogme catholique, Paris, 1924.