Celebramos hoy la
fiesta de la Sma. Trinidad, en la que el Padre ama al Hijo eterna e
infinitamente, el Hijo ama eterna e infinitamente al Padre y el Espíritu Santo
es el amor subsistente entre el Padre y el Hijo. Dios es amor (1 Jn 4, 8). Nuestro
Dios es un fuego devorador, dice la
Escritura. Fuego vine a lanzar sobre el
mundo, y cómo quiero que ya arda, dice N. Señor. Si esa Trinidad de amor está en nuestras almas,
¿cómo es que normalmente los católicos no parecen ser consumidos por el fuego
de la caridad? Salvo en contadas excepciones, ese fuego no quema las almas sino
que sólo las entibia, y eso se bebe no
a la debilidad del fuego divino, sino a nuestra mediocridad espiritual o tibieza.
Diré algunas palabras acerca de la tibieza.
Es
tibio el que sirve a Dios con negligencia
o
a medias. No comete pecado mortal porque
teme el infierno, pero no se esfuerza por evitar los pecados veniales. Hace
solamente aquello que no puede omitir sin pecar gravemente. Dios amenaza al
tibio con vomitarlo de su boca, pues le importan menos las ofensas que recibe
de los malos que las que recibe de quienes dicen ser sus amigos y sus hijos
(san Galo). El tibio sabe que Dios lo quiere totalmente recto, pero se conforma
sólo con ser más recto que retorcido, quedándose en un culpable término medio.
La tibieza consiste en
una distensión o relajamiento espiritual
que conduce gradualmente a la muerte espiritual, quitando al alma las
fuerzas día a día y haciendo odiar el esfuerzo, el sacrificio, la cruz. Aunque no diga mentiras, hay mentira en la vida del tibio: no es sincero cuando dice, en el Padre Nuestro, hágase tu voluntad, venga a nosotros tu
Reino. No es sincero porque ha
pactado la paz con el pecado venial. Hágase
tu voluntad… salvo en este aspecto de mi vida. Venga a nosotros tu Reino… pero en esto y aquello no quiero que reines
Tú, sino yo. Esta falta de rectitud hace que la en la oración del tibio muchas
veces no sea oída.
No se debe confundir la
tibieza con cierta aridez o sequedad espiritual que es normal en los
fervorosos: esta es una dolorosa purificación necesaria para llevar al alma esforzada a la santidad, mientras que
la tibieza se debe a la falta de esfuerzo.
Lo que distingue al tibio es tolerar en sí mismo el pecado venial deliberado.
El alma tibia ha hecho un traidor acuerdo de paz, no con el pecado mortal, pero
sí con el pecado venial.
Entre los efectos de la
tibieza están los siguientes: las tentaciones se rechazan a medias y se incurre
en curiosidad, sensualidad, imprudencias: se juega con el peligro. Se levanta
en el alma el orgullo, complaciéndose el tibio en sí mismo, en sus logros
externos y en sus cualidades naturales. De este orgullo provienen, a su vez: envidias,
celos, impaciencias e iras, asperezas en el trato con los prójimos, farisaísmo,
etc.
La tibieza va destruyendo
gradualmente la delicadeza de la conciencia, lo que produce una gran cantidad
de pecados veniales, de los que poco o nada se duele el tibio. El que no se cuida las cosas pequeñas, caerá
en las grandes, dice la Escritura. Eso
hace, a su vez, que se vaya amortiguando el sano horror al pecado mortal. La
tibieza es como una anemia que va debilitando todo el organismo espiritual. Basta
que un pájaro esté atado al suelo con un solo cabello para que jamás pueda
volar. Lo mismo pasa al alma que comete pecados leves deliberados. Pero, Padre, yo no robo, mato, no cometo
adulterio, soy tradicionalista y resistente por añadidura… a veces digo algunas
mentirillas oficiosas como todo el
mundo, pero me confieso y rezo mucho. ¡Usted es ese pájaro!
Este culpable debilitamiento
progresivo de las fuerzas del alma resulta, a la larga, más dañino que un
pecado mortal aislado. En este sentido Nuestro Señor dice al tibio en el
Apocalipsis: Conozco tus obras: sé que no
eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente; pero porque eres tibio,
y no frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca (3, 15-16). Se siente
fastidio ante el esfuerzo, se abusa de la gracia, se resiste al Espíritu Santo.
Si por el pecado mortal se arroja a Dios del alma, por la tibieza se lo
encadena y atrofia dentro del alma.
Sobre los remedios
contra la tibieza, dice San Alfonso que algunos se desaniman pensando que nunca
lograrán salir de ese estado, pero que a estos hay que responder con las
palabras que el San Gabriel le dijo a la S.V. María: "lo que es imposible para las criaturas, es posible para Dios. Ninguna
cosa hay imposible para Dios" (Lc 1-37) o con aquellas palabras de San
Pablo: "Todo lo puedo en Aquél que
me hace fuerte." (Filp 4-13).
Los remedios
para vencer la tibieza son los siguientes: la firme resolución, la comunión
frecuente, la oración.
Debemos ser resueltos,
debemos estar decididos a romper con todo pecado -no sólo con los graves- , de
abrir de par en par -y no sóla a medias- la puerta del alma a Dios. La
primerísima y más importante resolución para llegar a la santidad o total rectitud que Dios quiere en nosotros, será siempre
el preferir morir antes que pecar. Querer perderlo todo antes de perder la
amistad con Dios o hacer algo contra su voluntad. Entonces, hay que querer, hay que decidirse, hay que ser
resueltos. Dice Mons. Sheen:
Dios pudo hacer algo con el odio de Saulo, transformándolo en amor; pudo hacer
algo con la pasión de Magdalena, convirtiéndola en celo; pero Dios no puede
hacer nada con los que no son ni ardientes ni fríos, con los que no son
resueltos. A éstos los vomitará de su
Boca.
El segundo remedio para
alejar la tibieza y conseguir el amor ardiente o santidad es la comunión
frecuente, porque este alimento espiritual que es el Cuerpo de Cristo, al revés
de lo que sucede con el alimento material, no se convierte en el que lo come,
sino convierte en él al que lo come. Hay que comulgar tanto como sea posible, y
no dejar de hacerlo por pereza o por tener pecados veniales.
El tercer medio es la oración.
No olvidemos que Dios nos hizo esta gran promesa: Pedid y recibiréis (Lc 11, 9). Todos los días cada uno de nosotros
puede recurrir, si quiere, a un método simple y poderoso de oración: el Santo
Rosario. Que esta invencible espada de Dios, divina y todopoderosa, destruya en
nuestras almas las cadenas de la tibieza y encienda en ellas aquel fuego
devorador.