Acabamos de oír la parábola del sembrador, que se
encuentra en todos los Evangelios, salvo en el de San Juan. En este sermón las
citas de la Escritura están tomadas de los tres primeros Evangelios y las citas
de los santos están tomadas de la Catena Áurea de Santo Tomás de Aquino.
La parábola comienza diciendo Salió el
sembrador a sembrar su semilla. Dice el Evangelio que la
semilla es la palabra de Dios. El sembrador es Cristo. ¿Y qué resultó
de la siembra? Se perdieron tres partes y una sola se salvó. ¡Cuántos
son los malos y cuán pocos son los buenos, puesto que sólo se salva la cuarta
parte de la semilla!, dice Teofilacto. Y San Juan
Crisóstomo comenta: no es culpable el sembrador -que es
bueno, ni la semilla, que es buena- de que se pierda la mayor parte de
la siembra, sino la tierra que la recibe, es decir, el alma, porque el
sembrador, al cumplir su misión, no distingue al rico ni al pobre, ni al sabio
ni al ignorante, sino que habla indistintamente a todos.
Cada uno de nosotros es la tierra en la que es sembrada la semilla, y cada uno elige qué clase de tierra ser: la buena o la mala. La tierra mala es de tres clases y dice San Remigio que en estas tres clases de tierra mala están comprendidos todos los que pueden oír la palabra de Dios, pero sin embargo no pueden alcanzar la salvación.
Una parte
cayó junto al camino y fue pisoteada, y la comieron las aves del cielo.
Son
aquéllos que oyen la palabra pero no la entienden; pues viene el diablo, y les
quita la palabra del corazón, para que no se salven creyendo.
Es la tierra de la negligencia o la pereza,
que hacen que oigamos la palabra divina sin fe, sin deseo de conocerla,
sin ninguna intención de sacar provecho de ella aplicándola a sus acciones (San
Beda). Contra esto hay que oponer el esfuerzo.
También esta es la tierra de la tibieza,
que produce que recibamos la palabra de Dios sin devoción, y por
eso los demonios arrebatan la semilla de la palabra divina que ha caído en
nuestros corazones (San Remigio) como las aves devoran la semilla de un camino
pisoteado (San Beda). Contra esto, fervor.
La mala tierra de la ingenuidad, que
destruye la semilla escondida en las almas por dar oídos a los que quieren
engañarnos (San Eusebio). Contra esto,
vigilancia. “Vigilad y orad”; “sed prudentes como
serpientes.”
SEGUNDA TIERRA MALA
Otra cayó
en terreno pedregoso: nació pronto, pero en cuanto nació se secó porque no
tenía tierra profunda, y al no tener raíz ni humedad, en cuanto salió el sol se
quemó y se secó.
Son los
que reciben con gozo la palabra cuando la oyen, pero no echa raíces en ellos,
porque creen por un tiempo pero en el tiempo de la tentación, la tribulación o
la persecución por la palabra, luego se escandalizan y se vuelven atrás, pues
son inconstantes.
Esta tierra es la de la dureza de corazón. La
semilla necesita quedar enterrada para germinar. La semilla o la palabra de
Dios que se siembra en la piedra del corazón duro e indómito, no puede llevar
fruto; porque es grande su dureza y nulo el deseo por las cosas celestiales, y
por esa excesiva dureza no tiene raíz en sí (San Remigio). Contra esto es
preciso oponer docilidad y misericordia.
Tierra de superficialidad. Hay
también algunos que reciben la fe de una manera superficial, como si ésta sólo
consistiese en palabras. Cuando entran en la iglesia oyen la explicación de los
divinos misterios con poca voluntad y los olvidan cuando han salido de la
iglesia (San Cirilo). La semilla queda en la superficie. Contra esto
debemos cultivar el espíritu reflexivo y la seriedad para con Dios.
La cobardía hace mala esta tierra.
Muchos emprenden buenas obras y cuando empiezan a ser molestados por las
adversidades o por las tentaciones, abandonan lo comenzado (San Gregorio) por
cobardía o debilidad (San Crisóstomo), por temor a los males de esta vida.
Contra esto, fortaleza. “Todo lo puedo en Aquél que me fortalece”.
TERCERA TIERRA MALA
Y otra
cayó entre espinas y las espinas que nacieron con ella la ahogaron.
Son los
que oyen la palabra, pero después quedan ahogados entre las preocupaciones, el
engaño de las riquezas, los deleites de esta vida y los demás apetitos
desordenados a que dan entrada, y así ahogan la palabra y no llevan fruto.
Esta es la tierra de los que son absorbidos
por las preocupaciones de esta vida, las que oprimiendo al alma, no la
dejan llevar los frutos espirituales de la virtud (Rábanus). Contra esto, poner
la confianza en Dios.
Las espinas del apego a las riquezas. San
Jerónimo: por eso es difícil a los ricos entrar en el reino de los
cielos, porque las riquezas sofocan la palabra de Dios y disminuyen el vigor de
la virtud. Porque el que ha sido deslumbrado por el vano deseo de las
riquezas, debe sucumbir luego bajo el peso de incesantes cuidados (San Beda).
Contra esto hay que oponer el espíritu de pobreza.
La entrega a los placeres son
también espinas. Aquél que, despreciando los mandamientos de Dios,
anda vagando siempre por las concupiscencias, no puede llegar a la alegría de
la bienaventuranza (San Beda). Estos no quieren oír [a Cristo] porque se han
hecho como esclavos del placer y de las cosas del mundo. Contra esto,
templanza.
LA TIERRA BUENA
Y otra
cayó en buena tierra: y nació, y dio fruto abundante.
Son los
que oyen la palabra con corazón bueno y muy recto, y la entienden, la conservan
y llevan fruto con paciencia, uno lleva ciento, y otro sesenta, y otro treinta.
San Remigio: la tierra buena es el
alma de los que reciben con gozo, con deseo y con devoción del corazón la
palabra de Dios, y la conservan varonilmente en la prosperidad y en la
adversidad, y producen frutos. La buena tierra, pues, es la de las almas
humildes, devotas, esforzadas, valientes, pacientes, obedientes.
Así como de la tierra mala hubo tres clases, así
también hay tres clases de tierra buena: la que produce ciento, la
que produce sesenta y la que produce treinta, y esto también depende de la
tierra, de nosotros. Queramos corresponder al amor infinito que Dios
tiene por cada uno de nosotros, dándole no una parte de nosotros, sino todo.
Estimados fieles: que la mala tierra de nuestras
almas de junto al camino, de pedregales y de espinas, se convierta por la
gracia divina en tierra buena. Para eso, con constantes esfuerzos y con las
aguas santas y puras del Cielo -en especial por medio del Santo Rosario-
reguemos constantemente la tierra de nuestro espíritu, a fin de que habiendo sido
sembrado Cristo en nosotros mediante el Bautismo; por la intercesión de la S.
Virgen María, nuestra tierra dé siempre el fruto bendito de su vientre,
Jesús.