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¡Hemos olvidado ya el nombre del
enemigo!
Quizá sea que nos hemos contagiado ya
bastante, consciente o inconscientemente, de ese error que combatieron nuestros
mayores hace un par de siglos. Pero lo cierto es que el católico de hoy ha
olvidado el verdadero nombre del enemigo: LIBERALISMO.
Durante el siglo XVIII, mal llamado 'el
siglo de las luces" (tal vez nunca un nombre ha sido tan mal
otorgado), hizo su aparición triunfal en la escena política el liberalismo.
Lo habían precedido el protestantismo de Lutero y el racionalismo de Descartes
con su nueva filosofía inmanentista. Sin mencionar la aparición de sociedades
secretas que deseaban llevar todo ello a la esfera política y reorganizar la
sociedad sobre bases diversas a las del 'antiguo régimen', con especial énfasis
en la destrucción del rol social del catolicismo.
Dicho siglo y el siguiente vieron con
estupor la explosión de las ideas 'liberales', que no eran otra cosa sino la
aplicación del racionalismo al ordenamiento socio-político de los pueblos. Con
la consiguiente descristianización de la sociedad, so pretexto de alcanzar el
triunfo de la "libertad", supuestamente encadenada en los años oscuros
de la teología y la inquisición. Este era más o menos el discurso de aquellos
años.
Surgieron entonces con fuerza
defensores de las "libertades modernas", a saber, libertad de
conciencia, de religión, de culto, de prensa, de palabra, etc., encaminadas
todas a aportar su grano de arena en la tarea de arrancar de las almas todo
vestigio de creencia sobrenatural. Porque lo cierto es que antes de la
revolución (nombre que tomó ese proceso de descristianización en nombre
de la "libertad"), todas esas 'libertades' existían, pero para lo
bueno: conciencia recta, religión católica, culto tradicional, prensa
edificante y pía, palabra honesta. Lo que se buscó fue usarlas como trampolín
para lo malo, para justificar el exceso de individualismo y subjetivismo que ya
ganaba terreno desde las revoluciones de Lutero y Descartes.
Por esta razón dichas 'libertades
modernas' fueron de inmediato justamente condenadas por los papas, que las
calificaron como 'libertades de perdición'. Los católicos fieles a la voz de
sus pastores se lanzaron a la lucha antiliberal; comprendieron que el liberalismo
era en el fondo nada más y nada menos que la expulsión de Dios de la sociedad,
para instalar sobre su trono vacío al hombre, a la humanidad. Era el triunfo
del gnosticismo más puro.
En esa lucha tremenda que presenciaron
los siglos XVIII y XIX, no faltaron campeones del lado católico, hombres llenos
de doctrina y de prudencia, que supieron exponer y defender la cosmovisión
católica en plena fidelidad a la iglesia y por el bien común de la patria. De
sus escritos aún hoy podemos alimentarnos con la más pura doctrina católica,
expuesta con un ardor y con un apasionamiento propios del fragor de la batalla.
Pero de esto hace ya mucho tiempo. El
agua ha corrido en abundancia bajo el puente y las nuevas generaciones de
católicos ya ni siquiera conocen el nombre del enemigo.
No se trata aquí de entrar a analizar
las causas de ese ablandamiento de los espíritus, son muchas: hedonismo
desbordado, consumismo adormecedor y materialista, apostasía en el clero
católico, etc. Cada una de ellas necesitaría para su plena exposición
no ya una entrada de blog, sino libros enteros. Tarea que escapa a nuestras
fuerzas. Quisiéramos más bien llamar la atención sobre ese fenómeno al que
aludimos con el título de este escrito.
¿Cómo puede ser posible que los católicos
actuales no reconozcan en el liberalismo dieciochesco un enemigo letal del
catolicismo?
Se dirá que la iglesia se reconcilió
con el liberalismo en la edad moderna y que no tiene ya razón de ser que el
católico mantenga esa cruzada antiliberal. Sí, es cierto que el clero moderno
se rindió al liberalismo y adoptó sus postulados, pero ello no altera ni un
ápice la doctrina de la iglesia, la cual permanece inmutable por los siglos,
por encima del capricho de los hombres y de los errores de las almas escogidas.
Volveremos aun varias veces sobre este
asunto.
Leonardo Rodríguez