El Jueves Santo la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía y
del Sacerdocio. Cristo, al ascender a los Cielos, no nos ha abandonado. Él
mismo, por medio de la Eucaristía, perpetuará su Sacrificio Redentor y será el
alimento de nuestras almas para siempre, y, por medio de sus Sacerdotes, Él
seguirá conduciéndonos al puerto de salvación hasta el final de los tiempos.
Ambas cosas son obras del amor infinito de Dios. “Dios es amor”, dice san Juan, y ese amor activo y expansivo en supremo grado “es un fuego devorador”, según palabras de San Pablo y del Deuteronomio.
En esta ocasión quiero referirme a la caridad y a la humildad de Nuestro Señor en el episodio narrado en
el Evangelio de hoy, que dice: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.
“Hasta
el fin” o “hasta el
extremo”. Cristo nos amó hasta el
extremo. Y esto nos enseña cómo debe ser el amor que debemos tener a Dios.
Nadie puede amar demasiado o excesivamente a Dios y cualquier medida de amor
con que correspondamos a su infinito amor, será poca cosa.
Hasta
el extremo. Dios quiere corazones de fuego. “¡Fuego vine a lanzar sobre la tierra y cómo
quiero que arda!”, nos dice Cristo. Pero nosotros no queremos que arda. “El Reino de los Cielos sufre violencia”
y sólo “los violentos”, es decir, los
resueltos, los de fuego; conquistan y “arrebatan
el Cielo” porque antes se han dejado conquistar e incendiar por el fuego de
Dios.
Nos amó
hasta el extremo. Evitemos la caridad mediocre, también conocida
como tibieza, porque no hemos sido
creados para la mediocridad, sino para el heroísmo, para el amor heroico, no
tibio sino ardiente. A eso hemos venido a la Resistencia, a la última trinchera
anti liberal, y si no es para amar a Dios hasta el extremo, ¿a qué hemos
venido?
“Mi
vocación es el amor” decía Santa Teresa del Niño Jesús, y se refería al
amor sacrificado, combativo, sufrido, esforzado, heroico; que Dios infunde en
los corazones de los que se entregan de veras a Él. Hemos sido creados por el
Amor para amar. Nuestra común vocación es el heroísmo, no la mediocridad, no la comodidad, no la paz según mundo.
Si no vemos claro esto, estamos bastante ciegos. Los que se enrolaban en las
filas cristeras estaban dispuestos a perder y a quitar la vida por Cristo. Esos
sí sabían lo que es amar a Dios. El hombre moderno, envenenado, en mayor o
menor medida, con esa sodomía espiritual que es el liberalismo, se ha hecho
incapaz del amor heroico. Por
haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará, pero el que
persevere hasta el fin, ese se salvará (Mt 24, 12 - 13).
“Sin Mí
nada podéis hacer”, dice N. Señor en otro lugar. ¿Cómo llegaremos a amar hasta el extremo, nosotros, pobres y
débiles pecadores? Pues abriendo la mala tierra de nuestras almas a las semillas
pequeñas de Dios, a las virtudes despreciadas y ocultas, que son en realidad
las más grandes y gloriosas a los ojos de Dios.
Los que buscan servir a Dios por medio de
acciones espectaculares a los ojos de los hombres, no van por camino recto. El
camino recto y verdadero de todas las almas que realmente pertenecen a Cristo, es
el de la paciencia, del temor de Dios, de la mansedumbre, de la misericordia, de
la piedad, de la perseverante fidelidad al deber de estado, de la castidad, de la
modestia, de la penitencia, de la obediencia. Se puede decir que el verdadero
camino de Dios es, ante todo, sobre todo y en todo, el de la humildad.
Y Cristo vino a destruir toda soberbia y a enseñarnos la
humildad con palabras y ejemplos, como en el episodio que la Iglesia recuerda
hoy. El Verbo encarnado, Dios Hijo, Nuestro Señor, el que es Creador, Dueño y
Rey del Universo, no sólo tomó la condición de siervo, sino que se hizo
servidor de los siervos: "Se levantó
de la cena y depuso las vestiduras, y tomando un paño, se ciñó con él; después
echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de los discípulos".
Consideremos cuánta humildad manifestó Él en esto y aprendamos a amar a Dios en
la inmensa belleza de la despreciada humildad.
“Luego que les lavó los pies les dijo: ¿Sabéis lo que he hecho con
vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien pues lo soy. Pues si
yo, el Señor y el Maestro he lavado vuestros pies, también vosotros debéis
lavaros mutuamente los pies: os he dado el ejemplo, para que así como yo hice a
vosotros, así también hagáis vosotros”.
Estimados hermanos: obedeceremos este mandato
de Cristo, nos lavaremos los pies unos a otros, si nos esforzamos por tratarnos
con caridad humilde, paciente, benigna, misericordiosa, mansa y afable.
¡Ánimo, almas de Cristo!, que si Dios nos manda tener tal extremo de caridad
y tal extremo de humildad, es porque nos quiere dar esa caridad y esa humildad
extremas. “Todo lo puedo en Aquél que me hace fuerte”, dice San Pablo. Si nos falta caridad y
humildad es porque nos falta querer esa caridad y esa humildad.
Que Dios nos conceda amarlo hasta el fin y
hasta el extremo por la intercesión del Corazón Inmaculado de la Madre de Dios,
abismo casi infinito de humildad, lleno del ardentísimo fuego de la caridad.
¡Ave María Purísima!