San Luis Orione lo predijo trágicamente el 26 de junio de 1913:
«El modernismo y el semimodernismo no tienen remedio; tarde o temprano se llega al protestantismo o a un cisma en la Iglesia que será el más terrible que haya conocido el mundo»
(Escritos, vol 43, pág. 53).
Por Roberto de Mattei (visto en Adelante la Fe, extracto)
El
pasado 4 de febrero en Abu Dabi, el papa Francisco y el Gran Imán de Al Azhar,
Ahamad Al-Tayyeb, suscribieron un documento Sobre la fraternidad humana
por la paz mundial y la convivencia común. La declaración se inicia en
el nombre de un dios que, para ser común, no debe ser otro que el Alá de los
musulmanes.
En
realidad, el Dios cristiano es uno en su naturaleza pero trino en sus personas,
iguales y distintas, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Desde los
tiempos de Arrio, la Iglesia ha combatido a los antitrinitarios y los deístas
que negaban dicho misterio –el más grande del cristianismo– o prescindían de
él. El islam, por el contrario, lo rechaza horrorizado, como proclama la
sura La fe pura: «¡Él es Alá, uno! Dios, el Eterno. No ha
engendrado, ni ha sido engendrado. No tiene par!» (Corán 112, 2, 4).
Lo
cierto es que es en la Declaración de Abu Dabi no se rinde culto al Dios de los
cristianos ni al del islam, sino a una divinidad laica, la fraternidad
humana, «que abraza a todos los hombres, los une y los hace iguales».
No nos encontramos ante el espíritu de Asís, que en su
sincretismo no deja de reconocer la primacía de la dimensión religiosa sobre la
secularista, sino ante una afirmación indiferentista.
De
hecho, en ningún momento se hace alusión a un fundamento metafísico de los
valores de paz y fraternidad a los que constantemente se alude. Cuando el
documento afirma que «el pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo,
raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó
a los seres humanos», no profesa el ecumenismo que condenó Pío XI en Mortalium
animos (1928), sino el indiferentismo religioso condenado por León
XIII en su encíclica Libertas (20 de junio de 1888), al que
califica de que lo define como sistema doctrinal «fundado
en la tesis de que cada uno puede profesar la religión que prefiera o no
profesar ninguna».
En
la Declaración de Abu Dabi, cristianos y musulmanes se someten al principio
cardinal de la Masonería, según el cual los valores de libertad e igualdad de
la Revolución Francesa tienen que sintetizarse y cumplirse en la fraternidad
universal. Ahamad Al-Tayyeb, que redactó el texto conjuntamente con el papa
Francisco, es jeque hereditario de la Hermandad de Sufíes del Alto Egipto. Por
otra parte, Al Azhar, la universidad de la cual es rector, se caracteriza por
su propuesta del esoterismo sufí como puente iniciático entre
la Masonería de Oriente y Occidente (cf. Gabriel Mandel, Federico II,
el sufismo y la Masonería, Tipheret, Arcireale 2013).
El
documento exhorta con gran insistencia «a los líderes del mundo, a los artífices
de la política internacional y de la economía mundial», «a los intelectuales, a
los filósofos, a los hombres de religión, a los artistas, a los trabajadores de
los medios de comunicación y a los hombres de cultura» a que se comprometan a
difundir «la cultura de la tolerancia, de la convivencia y de la paz», y
expresa «la fuerte convicción de que las enseñanzas verdaderas de las
religiones invitan a permanecer anclados en los valores de la paz; a sostener
los valores del conocimiento recíproco, de la fraternidad humana y
de la convivencia común».
El
pasado 11 de abril en Santa Marta el documento de Abu Dabi fue sellado con un
gesto simbólico: Francisco se postró ante tres dirigentes políticos sudaneses,
a quienes besó los pies implorando la paz. Dicho gesto expresa la sumisión a la
autoridad política y el rechazo de la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo.
Aquel que representa a Cristo, ante cuyo Nombre se dobla toda rodilla en el
Cielo y en la Tierra (Filipenses 2,20), debe recibir el homenaje de los hombres
y las naciones y no rendir homenaje a nadie.
Resuenan
las palabras de Pío XI en la encíclica Quas primas: «¡Oh, qué
felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se
dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las
mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a
todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas
heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la
paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena
voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame
que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre».
Por
otra parte, el gesto realizado por el papa Francisco en Santa Marta niega un
sublime misterio cristiano: la Encarnación, Pasión y Muerte de Nuestro Señor
Jesucristo, único Salvador y Redentor de la humanidad. Al negar este misterio
se niega la misión salvífica de la Iglesia, que está llamada a evangelizar y
civilizar el mundo. El Sínodo de la Amazonía que se celebrará el próximo mes de
octubre, ¿constituirá una nueva etapa en este rechazo de la misión de la
Iglesia, lo cual supone también rechazar la misión del Vicario de Cristo? ¿Se
arrodillará el papa Francisco ante los representantes de los pueblos indígenas?
¿Les pedirá que transmitan a la Iglesia la sabiduría tribal de la que son
portadores?
Lo
cierto es que tres días después, el 15 de abril, la catedral de Notre Dame,
imagen plástica de la Iglesia, salió ardiendo y las llamas consumieron la
aguja, dejando intacta la base. ¿Acaso no significa esto que, a pesar del
desmoronamiento de la cumbre de la Iglesia, su divina estructura resiste, y
nada podrá derribarla? Una semana más tarde, otro suceso sacudió la opinión
pública católica: una serie de atentados, provocados por secuaces de la misma
religión a la que se somete el papa Bergoglio, transformaron la Pascua de
Resurrección en un día de Pasión para la Iglesia universal, con 310 muertos y
más de 500 heridos.
No
hay verdadera fraternidad si se prescinde de la sobrenatural, que no nace de
vínculos con los hombres, sino con Dios (1ª Tesalonicenses 1,4). Del mismo
modo, no es posible la paz prescindiendo de la paz cristiana, porque la fuente
de la verdadera paz es Cristo, Sabiduría encarnada, que «viniendo,
evangelizó paz a vosotros los que estabais lejos, y paz a los de cerca»
(Efesios 2,17). La paz es un obsequio de Dios, traído a la humanidad por
Jesucristo, Hijo de Dios y soberano de Cielos y Tierra.
La
Iglesia Católica que Él fundó es la suprema depositaria de la paz, porque es
custodia de la verdad, y la paz se funda en la verdad y la justicia. El
neomodernismo, implantado en la cúpula de la Iglesia Católica, predica una
falsa paz y una falsa fraternidad. Pero la falsa paz trae la guerra al mundo,
así como la falsa fraternidad conduce al cisma, que es una guerra civil en la
Iglesia.
San
Luis Orione lo predijo trágicamente el 26 de junio de 1913: «El modernismo y el
semimodernismo no tienen remedio; tarde o temprano se llega al protestantismo o
a un cisma en la Iglesia que será el más terrible que haya
conocido el mundo» (Escritos, vol 43, pág. 53).