El Catecismo de San Pío X nos enseña
que existe el Espíritu Santo, tercera Persona de la
Santísima Trinidad, que es Dios eterno, infinito, omnipotente, Creador y Señor
de todas las cosas, como el Padre y el Hijo. Dice también que la obra que se atribuye
especialmente al espíritu Santo es la santificación de las almas.
El día de Pentecostés,
cincuenta días después de la Resurrección de N.S. Jesucristo y diez después de
su Ascensión, el E.S. bajó de los cielos, de manera visible, en forma de llamas o
lenguas de fuego.
Los
efectos que produjo el Espíritu Santo
en los Apóstoles fueron estos: los
confirmó en la fe, los llenó de luz, de fortaleza, de caridad y de la
abundancia de sus Siete Dones.
El Espíritu Santo no fue
enviado sólo
a los Apóstoles sino a toda la Iglesia y a todas las almas fieles de todos los lugares y tiempos.
El E.S.
transformó a los Apóstoles de hombres
terrenales en hombres divinos y santos: los que hasta ese día eran débiles
y pecadores, desde ese momento serían grandes santos. De ignorantes en sabios. De cobardes
y apocados en valerosos y mártires.
El E.S. quiere hacer lo
mismo en nuestras almas: quiere santificarnos,
iluminarnos y hacernos fervorosos.
1.- Santificarnos: desde el Bautismo el E.S. nos hizo hijos de Dios y
templos suyos. Por la Confirmación el E.S. se nos dio más intensamente.
2.- Iluminarnos: el E.S. abre la mente al horizonte infinito de las realidades sobrenaturales, y esto por simples
e ignorantes que seamos. El E.S. os
enseñará todas las cosas (Ev.) El
hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le parecen
una locura: y no las puede entender, porque deben ser juzgadas espiritualmente (1
Cor 2 14).
3.- Hacernos fervorosos o encendernos en el amor de Cristo. Quiere incendiarnos.
Nuestro Dios es un fuego devorador,
dice la Escritura.
Lo que como hombres
débiles nos es imposible, será posible por la divina omnipotencia, que dará una
fortaleza sobrenatural al alma, la que se hará capaz de todo por medio de su gracia. No
se turbe vuestro corazón ni se acobarde, nos dice N. Señor. Al
contacto con el E.S., el hombre débil se vuelve fuerte y capaz de ejecutar
obras sublimes. Todo lo puedo en Aquél
que me hace fuerte (Fil 4 13). ¡Todo! ¡Todo!
Hoy como ayer, el E.S. sigue actuando, pero en la
medida de que se lo permitamos. Si el pecado mortal lo expulsa del alma, la tibieza
-que consiste en hacer un traidor acuerdo
de paz con el pecado venial- encadena al E.S. en nuestras almas. El E.S. no
está en el alma del que se encuentra en pecado mortal. Sí está en el alma del
tibio, pero aprisionado, coartado, impedido, limitado y debilitado por las
voluntarias infidelidades.
Pero hoy la necesidad del
E.S. en el mundo, en la Iglesia y en la Tradición, es más grave y urgente que
nunca: hay que defender a Cristo, la
Verdad, no sólo contra malos, sino también contra muchos buenos engañados
por el Vaticano II (obra de Satanás) y el falso magisterio posterior, y también,
-últimamente- hay que combatir por Cristo contra los que son víctimas de una peligrosísima
ilusión que hace mirar con buenos ojos la posibilidad de lograr una paz -necesariamente
falsa, injusta, traidora y cobarde- con los modernistas destructores de la
Iglesia.
Estimados fieles: en lo
que a nosotros respecta, mantengámonos inconmovibles en el camino que nos
señaló Monseñor Lefebvre. No pidamos libertad, como los liberales. No pidamos un
rincón en la estructura oficial de la Iglesia: sigamos exigiendo el restablecimiento del Reinado de Cristo en todo y
en todos.
Nuestro deber sagrado es
combatir por Cristo, no es mendigar migajas al enemigo liberal, asesino de las
almas, a los herejes modernistas que son como un tumor maligno en el cuerpo de
la Iglesia. No se hacen acuerdos con
esos tumores, se los extirpa. No
cerramos filas en la Iglesia Militante para mendigar ante el enemigo, sino para
combatirlo sin tregua, sin descanso, sin diplomacias mundanas, sin retrocesos
ni ablandamientos, sin ambigüedades y sin acuerdos
traidores.
Nuestra vocación es combatir hasta el fin, hasta la muerte de
cada uno de nosotros, por el honor de Dios, por los derechos sagrados de la
Verdad, por la reconquista de la Iglesia y del mundo para Cristo, Nuestro Señor.
Esa batalla es un deber
de todos y cada uno de los católicos, no sólo de los consagrados, y se libra
por medio de la oración asidua y de la acción resuelta, sin esa hipocresía
farisaica que hay en ser muy duros con los prójimos y muy indulgentes con nosotros
mismos, sino con el constante ejemplo de una conducta santa, esto es, humilde, mansa, llena de esperanza sobrenatural
y de toda caridad, y a la vez, firme e intransigente en la fe.
Dice el papa León XIII
que “ceder o callar cuando de todos lados
se levanta tal clamor contra la verdad, es, o bien desinterés, o bien dudar de
la fe; en los dos casos es un deshonor y hacer injuria a Dios; es comprometer
la propia salvación y la de los otros, es trabajar a favor de los enemigos de
la fe, pues nada aumenta tanto la
audacia de los malos, como la debilidad de los buenos... los cristianos han nacido para la lucha...”
Estimados fieles: no nos
hagamos ilusiones. El que ama a Cristo, la Verdad, detesta las ilusiones. Sin Mí nada podéis (Jn 5 15). Es
imposible vencernos a nosotros mismos en nuestras cobardías e inconstancias,
sin la ayuda del E.S. Para ser realmente
fieles a Cristo es necesario ser revestidos
del poder de lo alto (Lc 24
49), y para eso hay que abrir el alma a la acción del E.S., al modo como la
tierra se deja abrir para recibir la semilla y dar fruto.
Pidamos, mediante el
rezo asiduo del Santo, divino, milagroso y todopoderoso Rosario, a la S. Virgen María, Esposa de Dios Espíritu Santo, que
la restauración de la Iglesia y del mundo comience por nuestras almas: que el E.S. destruya al hombre viejo en el campo de batalla de nuestras almas y victorioso
tome posesión total y definitiva de ellas.
¡Ave María Purísima!
¡Sin pecado concebida!