Vosotros
habéis escuchado esta mañana, en las antífonas que hemos cantado en Laudes y en
todos los textos que leemos en la liturgia de hoy:
Nada
es tan bello, nada es tan grande, nada es tan sublime que Nuestro Señor
Jesucristo que es nuestro Rey.
¡Ah,
si el mundo pudiera comprender que Nuestro Señor Jesucristo, hoy, puede y debe
ser nuestro Rey!
Pero
cuando se lo decimos al mundo moderno, se subleva. Por las palabras que dije en
ese discurso que pronuncié en Lille, ¡qué de protestas por parte del mundo! Por
haber hablado de los adversarios de Nuestro Señor Jesucristo; por haber dicho
que Nuestro Señor Jesucristo era todavía nuestro Rey y que Él debía ser nuestro
Rey y que no había más que un solo Rey en este mundo: Nuestro Señor Jesucristo.
El
mundo ya no puede aceptar este pensamiento de tener por Rey a Nuestro Señor
Jesucristo.
Pero
si hacemos referencia a este hecho, que durante mil años Nuestro Señor
Jesucristo reinó verdaderamente sobre los pueblos y las naciones durante mil
años de cristiandad, entonces estamos diciendo cosas abominables, somos
retrasados, escleróticos, gentes que no piensan más que en lo sucedido en los
tiempos de la Edad Media. Estamos en el oscurantismo.
¡Pues
no! Hasta nuestro último suspiro, nosotros proclamaremos que Nuestro Señor
Jesucristo es nuestro único Rey; que no hay otro y que no habrá otro en el
Cielo, solamente Nuestro Señor Jesucristo.
Y
no es solamente cuando Él vendrá sobre las nubes del Cielo que Él será nuestro
Rey.
Y
tal vez sea por eso que cambiaron la fiesta de Cristo Rey a finales del mes de
noviembre, para hacer comprender que Jesucristo será nuestro Rey al final de
los tiempos, cuando descienda sobre las nubes del Cielo; pero no en esta
tierra.
Pero
nosotros decimos: Sí, en esta tierra Nuestro Señor Jesucristo es nuestro Rey.
No solamente cuando Él venga a juzgar a todo el mundo; no solamente cuando
venga sobre las nubes del Cielo. Él
es nuestro Rey hoy. Él debe ser nuestro Rey mañana. Él
debe ser nuestro Señor siempre. Y ésta es la única solución para que los
pueblos lleguen a la paz, a la fraternidad, a la justicia, a la santidad, para
que lleguen al Cielo. No hay otra solución.
Nosotros
debemos entonces hacer todo lo que esté en nuestro poder, para que Nuestro
Señor reine en las Sociedades; reine en las familias, reine en los individuos.
Este es el papel del sacerdote, de las familias cristianas, de todos los que
creen en Nuestro Señor Jesucristo, en su divinidad.
Entonces
tengamos esta fe muy firme en nuestros corazones. Y si el mundo se sometiera
completamente a las fuerzas de Satanás y a las fuerzas de los adversarios y a
las fuerzas que se oponen a la Iglesia, nosotros aún proclamaremos la realeza
de Nuestro Señor Jesucristo. No es porque los hechos estén contra nosotros, que
Satanás haya podido, de alguna manera, dominar al mundo; que nosotros debamos aceptar
el reino de Satanás y hacer un compromiso con su reinado diciendo: “Bien,
nosotros aceptamos que Satanás reine en ciertas sociedades y en cierta medida
sobre el mundo”. Nosotros no podemos aceptar eso. Nosotros aguantamos, si no
podemos hacer nada más; pero en nuestros corazones, tenemos siempre el deseo
ardiente de decir: El día que podamos derrocar a Satanás, lo haremos. Aunque
sea al precio de nuestra sangre, para que Nuestro Señor Jesucristo reine.
He
aquí lo que es un verdadero cristiano, lo que un verdadero católico debe tener
en su corazón, y no hacer compromisos con las fuerzas satánicas y las fuerzas
subversivas del mundo. (Sermón del 31 de Octubre de 1976).
Mons. Lefebvre: Misa en la fiesta de Cristo Rey