EL PADRE PHILIPPE FRANÇOIS ES UN ANTIGUO Y DESTACADO SACERDOTE DE LA FSSPX. FUE ORDENADO EN 1975 Y TIENE 69 AÑOS DE EDAD.
"No hay paz posible con la Iglesia conciliar."
"No podemos -non possumus- entrar en una estructura canónica sometiéndonos a una autoridad modernista."
"Es nuestro primer deber con Nuestro Señor y su Santa Iglesia. Nosotros no tenemos derecho de exponernos a hacer la paz con aquellos que los traicionan... es nuestro deber respecto a los fieles que han recurrido a nuestro ministerio. No tenemos el derecho de conducirlos suavemente a los pastos envenenados del Vaticano II."
FUENTE: MPI
Les presentamos la transcripción del
sermón pronunciado por el P. Philippe François, en la fiesta de Pascua 2017, el
16 de abril, en el Monasterio de Trévoux. El Padre ejerce la función de
capellán de las Pequeñas Hermanas de San Francisco.
En el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Reverendas
hermanas,
Estimados
hermanos,
Nuestro Señor
ha resucitado. Resucitó tal y como Él lo dijo: “Resurrexit sicut dixit”. Y cantaremos al momento del Credo: “Et
resurrexit tertia die secundum scripturas – Resucitó al
tercer día según las Escrituras”. San Juan nos dice en su primera Epístola: “He aquí la victoria que ha vencido al mundo,
nuestra fe” (Juan 5, 4). Pues si Cristo no resucitó como lo predijo,
nuestra fe es vana; pero Él resucitó al tercer día. Sólo Dios es el amo de la
vida y de la muerte. Él resucitó, por lo tanto Él es Dios. Y he aquí la prueba
de la divinidad de nuestra santa religión. Es el misterio de este día de
Pascua, es la alegría del aleluya. Esta debe ser la gracia de la fiesta de
Pascua. ¿Qué gracia particular aporta a nuestras almas, como toda fiesta? Pues
bien, reforzar nuestra fe en Nuestro Señor Jesucristo, reforzar nuestra fe en
el Reino de Nuestro Señor Jesucristo, reforzar nuestra fe en el reinado social de
Nuestro Señor Jesucristo. Él es verdadero Dios y verdadero Hombre. Porque Él es
verdadero Hombre, pudo sufrir y morir. Porque Él es verdadero Dios, Él retomó su
vida ofrecida para rescatarnos del infierno eterno. Así Pascua fortalece
nuestra fe en Nuestro Señor, el verdadero Rey. Y si nuestra fe en Nuestro Señor
es fortificada, por lo mismo se fortifica también nuestra fe en su Esposa única
tan amada, la Santa Iglesia católica romana.
Y ésta es muy
necesaria en los tiempos de prueba que vivimos.
Hace quince
días, como ustedes se enteraron, Roma dio, bajo ciertas condiciones, la
jurisdicción a los sacerdotes de la FSSPX para celebrar los matrimonios. Buena
noticia me dijo mi zapatero, nos acercamos a la salida del túnel. En realidad,
esta jurisdicción nos la da la Iglesia en los principios de derecho que se
aplican en tiempos de crisis, en el estado de necesidad en el que nos encontramos.
Desde hace casi cincuenta años, los matrimonios celebrados en los Prioratos se
de la FSSPX y en la Tradición son válidos. Pero si aceptamos la decisión de
Roma, debemos aceptar el nuevo código de derecho canónico y los tribunales
conciliares que aplican este nuevo código. Pero este nuevo código destruye el
matrimonio. Cambia la definición de matrimonio. Este sacramento ya no tiene
como primer fin la procreación y la educación católica de los hijos, sino que
pone en primer lugar la ayuda mutua y la armonía entre los esposos. Y esta
definición, miren ustedes, ha conducido a declarar nulos decenas de miles de
matrimonios desde hace cuarenta años porque, como los esposos ya no se
entienden, los jueces eclesiásticos conciliares dicen que no hubo matrimonio. Y
estas declaraciones de nulidad de matrimonios que se realizaron válidamente y
que se han declarado nulos, se han acelerado por el procedimiento que
el mismo papa ha establecido hace un año y medio y que las facilitan todavía
más.
Esto fue hace
quince días, y antes, hace casi dos años, fue lo de los poderes de confesar dados a los sacerdotes de la Fraternidad como si no los hubieran
tenido. Pero estos poderes de confesar válidamente la Iglesia los otorga a sus
sacerdotes en la crisis, porque el derecho canónico prevé eso en las circunstancias
excepcionales que vivimos: la jurisdicción de suplencia. Mons. Lefebvre nos
recordaba frecuentemente uno de los grandes principios del código de derecho
canónico de san Pío X: “la salvación de
las almas es la suprema ley de la Iglesia”.
Estos dos
acontecimientos y otros, nos muestran que un proceso de regularización canónica
está en marcha desde Benedicto XVI y con el papa Francisco respecto a la FSSPX,
pero también de toda la familia de la Tradición.
Este proceso
de regularización canónica actualmente en curso puede compararse con el proceso de encendido
de un tronco de leña verde. Cuando lanzamos un tronco de madera verde al fuego,
es incapaz de encenderse pues hay un obstáculo: la savia. Cuando ésta sale, el
tronco se enciende. Igualmente en nuestro caso, habría un obstáculo al estatuto
canónico: la desconfianza recíproca entre el mundo conciliar y nosotros. Los
gestos de “benevolencia” de parte del papa tienen el papel de hacer caer este
obstáculo. Estos gestos no implican formalmente la dependencia canónica hacia
las autoridades romanas. Con el obstáculo de la desconfianza ya caído, nada
impedirá la concesión del estatuto definitivo, que es el estatuto de la
prelatura personal, en discusión desde hace seis años entre los superiores de
la FSSPX y la Santa Sede. Habría entonces un otorgamiento de esta prelatura
personal, esta vez con dependencia efectiva de la Santa Sede. Especialmente, el
obispo superior de la prelatura personal será nombrado por el papa y también
podrá ser removido por el Soberano Pontífice.
Entonces se
plantea la pregunta: ¿Podemos entrar en esta estructura canónica?
Para responder
a esta pregunta, queridos hermanos, hay que preguntarnos si la situación en
Roma ha cambiado a tal punto que podríamos contemplar hoy una solución
canónica, cosa que mirábamos como imposible hasta hace poco. Desgraciadamente debemos
constatar que nada esencial ha cambiado. Los actos del Papa son cada vez más
graves. La acumulación de los escándalos durante los cuatro años de su
pontificado nos permite verdaderamente pensar que en él el modernismo se ha
hecho carne. La reacción de algunos cardenales conservadores o de prelados, si
bien valiente y merecedora de gratitud, no cuestiona los
principios de la crisis; al contrario, se aferran siempre al concilio Vaticano
II, supuestamente bien interpretado por el papa Benedicto XVI. La actitud de la
Santa Sede respecto a lo que es tradicional no es bondadosa, sino que está lejos de eso. La
experiencia de los Franciscanos de la Inmaculada nos lo recuerda, así como el
tratamiento sufrido por el cardenal Burke y los otros cardenales que se
opusieron, en ocasión del sínodo, a la declaración Amoris laetitia. Finalmente, las
exigencias de Roma respecto a nosotros siempre son fundamentalmente las mismas.
Siempre, incluso si lo piden con menos insistencia, hay que aceptar el concilio
con su libertad religiosa, su ecumenismo y su colegialidad.
Entonces,
¿cuáles son precisamente los fundamentos de nuestros anteriores rechazos a un
acuerdo con Roma? Más exactamente,
¿podemos aceptar un acuerdo con una Roma neomodernista? Esta aceptación nos
haría entrar en el pluralismo conciliar. Haría callar nuestros ataques contra
los errores modernos y pondría nuestra fe en un peligro próximo. En consecuencia, la solución canónica no se puede contemplar más que con una Roma
convertida doctrinalmente, la que probaría su conversión actuando en pro del
reinado de Nuestro Señor Jesucristo y luchando contra los adversarios de este Reino.
Poniéndonos
entre las manos de las autoridades romanas, pondríamos en peligro nuestro bien
particular no menos que el bien común de la Iglesia.
Nuestro bien
particular primero: pues nosotros somos responsables de nuestra alma y por lo
tanto de nuestra fe. Y sin la fe no podremos salvarnos (Hebreos, 11, 6) y nadie
puede descargar esta responsabilidad en los otros.
Luego,
pondríamos en peligro el bien común de la Iglesia. En efecto, nosotros no somos
los amos de la fe en el sentido de que no podemos modificarla a nuestro gusto.
La fe es el bien de la Iglesia, pues es por la fe que ella vive de la vida de
su divino Esposo. La fe es un bien común no solamente porque es común a todos
los católicos, sino también porque es necesaria la colaboración de todos,
aunque no en la misma medida, a fin de conservarla. La confirmación los ha
hecho soldados de Cristo. Todo cristiano debe estar dispuesto a exponerse para
defender la fe. Y el carácter sacerdotal, unido a la misión de la Iglesia, da a
los sacerdotes el deber sagrado de predicarla y defenderla públicamente
combatiendo al error. Nosotros estamos en la Iglesia militante que es atacada desde todas partes por el error. No levantar públicamente la voz contra éste, es
convertirse en su cómplice. Y esto es lo que vivimos en la Tradición, notablemente
desde el 2011. En 2011 se renovó el escándalo abominable de Asís y las
autoridades de la Fraternidad, desgraciadamente -nosotros lo deploramos- callaron. En 2015 tuvo lugar la inconcebible canonización de Juan Pablo II y las
autoridades de la Fraternidad callaron.
Por lo tanto, nos es imposible ahora ponernos, por una solución canónica, en las manos de
las autoridades neomodernistas a causa de su neomodernismo. Este es el
verdadero obstáculo a nuestro reconocimiento por estas autoridades.
Haciendo esto -nótenlo bien estimados fieles- lejos de cuestionar la autoridad del papa,
nosotros estamos convencidos de darle el primero de los servicios, que es el de
la verdad. Por nuestras oraciones, suplicamos al Corazón Inmaculado de María
obtenerle al Soberano Pontífice la gracia de la conversión doctrinal, a fin de
que de nuevo “confirme a sus hermanos en
la fe” (Luc. 22, 32). Pues nosotros somos católicos, nosotros somos
entonces romanos, somos católicos romanos apegados indefectiblemente a la Sede
de Pedro, a la enseñanza infalible de todos los sucesores de Pedro hasta el
concilio Vaticano II. Nosotros somos de la Roma eterna, que es enemiga
irreconciliable de la Roma neoprotestante y neomodernista. No hay paz posible
con la Iglesia conciliar.
Y nosotros
oramos también todos los días por los superiores de la FSSPX, para que ellos no
caigan en la trampa que le han tendido a nuestra querida Fraternidad. ¡Que
ellos reencuentren la prudencia, la intrepidez y la firmeza de Mons. Lefebvre
en su combate por Cristo Rey!
Por lo tanto
no podemos -non possumus- entrar en
una estructura canónica sometiéndonos a una autoridad modernista.
Lo decimos
porque es nuestro deber. ¿Cómo es eso?
Es nuestro primer deber con Nuestro Señor y su Santa Iglesia. Nosotros no tenemos
derecho de exponernos a hacer la paz con aquellos que los traicionan.
Luego es
nuestro deber por nosotros mismos, porque nosotros tenemos que salvar nuestra
alma y no podemos salvarnos sin la fe íntegra.
Finalmente es
nuestro deber respecto a los fieles que han recurrido a nuestro ministerio. No
tenemos el derecho de conducirlos suavemente a los pastos envenenados del
Vaticano II.
Mis estimadas
hermanas, estimados hermanos: en la tormenta de la confusión actual, debemos
permanecer fieles a los principios católicos auténticos y permanecer enraizados
en ellos. Y a fin de que ellos sean la luz que nos ilumina y la guía de nuestros
pasos, debemos sacar las consecuencias prácticas y aplicarlas rigurosamente en
nuestra vida de todos los días y en nuestras actitudes cotidianas. La
coherencia y la no contradicción son la consecuencia lógica de la adhesión
plena y completa a la Verdad, que es Nuestro Señor Jesucristo. Como decía el
Cardenal Pie, la caridad, que es el lazo de la perfección, debe ser dictada y
regida por la verdad y es en este espíritu de caridad que debemos actuar.
Entonces en
este domingo de Pascua, la hora presente es la hora de la hermosa virtud de la
esperanza, pues nosotros vemos, tal vez con más lucidez, la insuficiencia de
los medios humanos. Pero Nuestro Señor sale hoy de la tumba, como ayer, ¡y con
Él su Iglesia!
Que la
Santísima Virgen María, que Nuestra Señora de la Santa Esperanza, que sola, en
la mañana de Pascua, supo conservar la esperanza; que la Santísima Virgen María
mantenga también en nuestro corazón la divina esperanza, la Santa Esperanza, la
que agrada a Dios, la que no será decepcionada por toda la eternidad.
En el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así Sea.