Padre Santo, que estáis en los
cielos, no sois Vos desagradecido para que piense yo dejaréis de hacer lo que
os suplicamos para honra de Vuestro Hijo; no por nosotros, Señor, que no lo
merecemos, sino por la Sangre de Vuestro Hijo y sus merecimientos, y de su
Madre gloriosa y de tantos Mártires y Santos que han muerto por Vos. ¡Oh Padre
Eterno!, mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias; pues, Criador
mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras, que lo
que se hizo con tan ardiente amor por vuestro Hijo, sea tenido en tan poco?
Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, quieren poner
su Iglesia por el suelo; deshechos los templos, perdidas tantas almas, los
Sacramentos quitados; pues ¿qué es esto, mi Señor y mi Dios? O dad fin al mundo,
o poned remedio a tan gravísimos males, que no hay corazón que lo sufra, aún de
los que somos ruines. Suplícoos pues, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos;
atajad este fuego, Señor, que si queréis podéis; algún medio ha de haber, Señor
mío, póngale Vuestra Majestad; habed lástima de tantas almas como se pierden, y
favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad, Señor.
Dad ya luz a estas tinieblas. Ya, Señor, ya, Señor, haced que sosiegue este
mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos,
Señor mío, que perecemos.