El 25 de abril de 1991, Monseñor
Antonio de Castro Mayer fue llamado por Dios Nuestro Señor a su Reino.
Ya el 4 de diciembre de 1990,
Monseñor Lefebvre, preocupado por su salud, le escribía:
Me llegan ecos del Brasil respecto a
vuestra salud que declina. ¿Estará próximo el llamado de Dios? Solo el pensarlo
me llena de un profundo dolor. ¡En qué soledad me voy a encontrar sin mi
hermano mayor en el episcopado, sin el combatiente ejemplar por el honor de
Jesucristo, sin el amigo fiel y único en el espantoso desierto de la Iglesia
conciliar!
Pero por otra parte, resuenan en mis
oídos todos los cantos de la liturgia tradicional en el oficio de los
confesores pontífices: es la acogida celestial al siervo bueno y fiel, si esa
es la voluntad del Señor.
En estas circunstancias, yo estoy más
que nunca a vuestra cabecera, cerca suyo, y mis oraciones no cesan de subir
hacia Dios a vuestra intención, confiándolo a María y José.
¿Qué mejores palabras podemos
expresar como reconocimiento a su gran labor como verdadero obispo de la
Iglesia Católica? Combatiente ejemplar por el honor de Jesucristo,
amigo fiel y único, siervo bueno y fiel.
Como homenaje a este Obispo fiel, les
ofrecemos un extracto de su Carta Pastoral de junio de 1953 llamada “Herejías
de la Secta Modernista, cómo se debe luchar contra la misma”:
Importa, pues, en el más alto grado,
lanzar unidas y disciplinadas todas las fuerzas católicas, todo el ejército
pacífico de Cristo Rey, a la conquista de los pueblos que gimen en las sombras
de la muerte, engañados por la herejía o por el cisma, por las supersticiones
de la antigua gentilidad o por los muchos ídolos del neo-paganismo moderno.
Para que esta ofensiva general, tan deseada por los Pontífices, sea eficaz
y victoriosa, importa que las propias fuerzas católicas permanezcan
incontaminadas de los errores que deben combatir. La preservación
de la fe entre los hijos de la Iglesia es, pues, medida necesaria y de suma
importancia para la implantación del reino de Cristo en la tierra.
La
Historia nos enseña que la tentación contra la
fe siempre es la misma en sus elementos esenciales, se presenta en cada época
con aspecto nuevo. El Arrianismo, por ejemplo, que tanta fuerza de seducción
ejerció en el siglo IV, interesaría poco al europeo frívolo y volteriano del
siglo XVIII.
Y el ateísmo declarado y
radical del siglo XIX tendría pocas posibilidades de éxito en tiempo de Wiclef
y Juan Huss. En cada generación, además, la tentación contra la fe suele obrar
con intensidad diversa. A unas consigue arrastrar enteramente para la herejía;
a otras, sin arrancarlas formal y declaradamente del gremio amoroso de la
Iglesia, inspírales su espíritu, de suerte que en no pocos católicos que
recitan correctamente las fórmulas de la Fe y juzgan a veces sinceramente
adherirse a los documentos del magisterio eclesiástico, su corazón late al
influjo de doctrinas que la Iglesia condenó. Es éste un hecho de experiencia
corriente. ¡Cuántas veces observamos a nuestro alrededor católicos celosos de
su condición de hijos de la Iglesia, que no pierden ocasión de proclamar su fe,
y que, entretanto, en el modo de considerar las ideas, las costumbres, los
acontecimientos, todo lo que la imprenta, o el cine, o la radio, o la
televisión diariamente divulgan, en nada se diferencian de los herejes, de los
agnósticos y de los indiferentes.
Recitan correctamente el
Credo, y en el momento de la oración se muestran católicos irreprensibles, mas
el espíritu que, conscientemente o no, les anima en todas las circunstancias de
la vida, es agnóstico, naturalista, liberal. Como es obvio, se trata de almas
divididas por tendencias contrarias. De un lado experimentan en sí la seducción
del ambiente del siglo; de otro lado guardan aún, tal vez de herencia familiar,
algo del brillo invariable, inextinguible de la doctrina católica, y como todo
el estado de división interior es antinatural al hombre, esas almas procuran
restablecer la unidad y la paz dentro de sí, amontonando o juntando en un solo
cuerpo de doctrina los errores que admiran y las verdades con las que no
quieren romper.
Esta tendencia a conciliar
extremos inconciliables, de encontrar una línea media entre la verdad y el
error, se manifestó desde los principios de la Iglesia. Ya el divino
Salvador advirtió contra ella a los Apóstoles: "Nadie puede
servir a dos señores". Condenado el Arrianismo, esta
tendencia dio origen al semi-arrianismo. Condenado el Pelagianismo, ella
engendró el semi-pelagianismo. Fulminado en Trento el Protestantismo, ella
suscitó el Jansenismo. Y de ella nació igualmente el Modernismo, condenado por
el Santo Papa Pío X, monstruosa amalgama de ateísmo, de racionalismo, de
evolucionismo, de panteísmo, en una escuela empeñada en apuñalar traidoramente
a la Iglesia. La secta modernista tenía por objeto, permaneciendo
dentro de Ella, falsear por argucias, sobreentendidos y reservas, la verdadera
doctrina que exteriormente fingía aceptar.
Esta tendencia no acabó
aún: se puede decir que ella es parte de la historia de la Iglesia. Es lo que
se deduce de estas palabras del soberano Pontífice gloriosamente reinante en un
discurso a los predicadores cuaresmales de Roma en 1944: "Un hecho que
siempre se repite en la historia de la Iglesia es el siguiente: que cuando la
fe y la moral cristiana chocan contra fuertes corrientes de errores o apetitos
viciados, surgen tentativas de vencer las dificultades mediante algún
compromiso cómodo, o apartarse de ellas, o cerrarles los ojos".
(A. A. S. 36, p. 73.)
(…)
Esforzándoos por mantener entre los
fieles el espíritu tradicional de la Santa Iglesia, debéis velar porque
éste no se desvíe de su sentido legítimo. En la presente Pastoral
consideramos las exageraciones del espíritu de conciliación con los errores de
nuestra época. A esta mala tendencia puede oponerse un error simétrico y
contrario. Importa mostrar cuál sea. No recelamos propiamente la exageración
del espíritu tradicional, porque este espíritu es uno de los elementos
esenciales de la mentalidad católica al que acertadamente se llama el sentido
católico, pues el sentido católico es, en sí mismo, la excelencia de la virtud
de la Fe.
(…)
Al demonio le fue dado hasta el
fin de los siglos el poder de tentar a los hombres en todas las virtudes y, por
consiguiente, también en la virtud de la Fe, que es el propio fundamento de la
vida sobrenatural. Así, es claro que hasta la consumación de los siglos
la Iglesia está expuesta a los internos brotes del espíritu de la herejía,
y no hay progreso que la inmunice de modo definitivo contra este mal.
Así, el aliado que
él consigue implantar dentro de las huestes fieles, es su más precioso
instrumento de combate. La experiencia de nuestros días nos enseña que la
quinta columna supera en eficacia a los más terribles armamentos. Formado
en los medios católicos el tumor revolucionario, las fuerzas se dividen, las
energías que debían ser empleadas enteramente en la lucha contra el enemigo
exterior, se gastan en las discusiones entre hermanos. Y si, para
evitar tales discusiones, los buenos cesan en la oposición, mayor es el triunfo
del infierno, que puede, en el interior mismo de la ciudad de Dios, implantar
su estandarte y desenvolver rápida y fácilmente sus conquistas. Si el
infierno dejase de intentar en cierta época maniobra tan lucrativa, sería el
caso de decir que en esa época el demonio habría dejado de existir. Este es el
doble origen natural y preternatural de las crisis internas de la Iglesia.
(…)
Así, pues, no os debéis asustar si
algunas veces fueseis de los pocos en distinguir el error en
proposiciones que a muchos parecerán claras y ortodoxas o, por lo menos,
confusas, pero susceptibles de buena interpretación. O, si os encontraseis en
ciertos ambientes donde las medias tintas sean hábilmente dispuestas para que
se difunda el error, pero se dificulte el combate.
La táctica del adversario
fue calculada precisamente para colocar en esta posición embarazosa a los que
se le opusiesen. Con esto, él atraerá a veces contra vosotros hasta la
antipatía de personas que no tienen la menor intención de favorecer el mal. Os
tacharán de visionarios, de fanáticos, tal vez de calumniadores. Eso
fue precisamente lo que dijeron en Francia contra San Pío X los acérrimos
seguidores del "Sillón" y de Marc Sangnier.
¿Por miedo a estas
críticas retrocederéis delante del adversario? ¿Dejaréis abiertas las puertas
de la ciudad de Dios?
Por cierto, debéis evitar con
cuidado delante de Dios cualquier exageración, cualquier precipitación y
cualquier juicio infundado. Pero igualmente debéis gritar, siempre que el
adversario, vestido de piel de oveja, se presente delante de vosotros, sin
cederle una pulgada de terreno por miedo a que él os impute excesos de los que
vuestra conciencia no os acusa. Obrando así obedeceréis a las expresas
normas del Santo Padre.