miércoles, 24 de abril de 2013

22 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL “LEÓN DE CAMPOS”, MONSEÑOR ANTONIO DE CASTRO MAYER.




El 25 de abril de 1991, Monseñor Antonio de Castro Mayer fue llamado por Dios Nuestro Señor a su Reino.

Ya el 4 de diciembre de 1990, Monseñor Lefebvre, preocupado por su salud, le escribía:

Me llegan ecos del Brasil respecto a vuestra salud que declina. ¿Estará próximo el llamado de Dios? Solo el pensarlo me llena de un profundo dolor. ¡En qué soledad me voy a encontrar sin mi hermano mayor en el episcopado, sin el combatiente ejemplar por el honor de Jesucristo, sin el amigo fiel y único en el espantoso desierto de la Iglesia conciliar!
Pero por otra parte, resuenan en mis oídos todos los cantos de la liturgia tradicional en el oficio de los confesores pontífices: es la acogida celestial al siervo bueno y fiel, si esa es la voluntad del Señor.

En estas circunstancias, yo estoy más que nunca a vuestra cabecera, cerca suyo, y mis oraciones no cesan de subir hacia Dios a vuestra intención, confiándolo a María y José.

¿Qué mejores palabras podemos expresar como reconocimiento a su gran labor como verdadero obispo de la Iglesia Católica? Combatiente ejemplar por el honor de Jesucristo, amigo fiel y único, siervo bueno y fiel.

Como homenaje a este Obispo fiel, les ofrecemos un extracto de su Carta Pastoral de junio de 1953 llamada “Herejías de la Secta Modernista, cómo se debe luchar contra la misma”:

Importa, pues, en el más alto grado, lanzar unidas y disciplinadas todas las fuerzas católicas, todo el ejército pacífico de Cristo Rey, a la conquista de los pueblos que gimen en las sombras de la muerte, engañados por la herejía o por el cisma, por las supersticiones de la antigua gentilidad o por los muchos ídolos del neo-paganismo moderno. Para que esta ofensiva general, tan deseada por los Pontífices, sea eficaz y victoriosa, importa que las propias fuerzas católicas permanezcan incontaminadas de los errores que deben combatirLa preservación de la fe entre los hijos de la Iglesia es, pues, medida necesaria y de suma importancia para la implantación del reino de Cristo en la tierra.

La Historia nos enseña que la tentación contra la fe siempre es la misma en sus elementos esenciales, se presenta en cada época con aspecto nuevo. El Arrianismo, por ejemplo, que tanta fuerza de seducción ejerció en el siglo IV, interesaría poco al europeo frívolo y volteriano del siglo XVIII.

   Y el ateísmo declarado y radical del siglo XIX tendría pocas posibilidades de éxito en tiempo de Wiclef y Juan Huss. En cada generación, además, la tentación contra la fe suele obrar con intensidad diversa. A unas consigue arrastrar enteramente para la herejía; a otras, sin arrancarlas formal y declaradamente del gremio amoroso de la Iglesia, inspírales su espíritu, de suerte que en no pocos católicos que recitan correctamente las fórmulas de la Fe y juzgan a veces sinceramente adherirse a los documentos del magisterio eclesiástico, su corazón late al influjo de doctrinas que la Iglesia condenó. Es éste un hecho de experiencia corriente. ¡Cuántas veces observamos a nuestro alrededor católicos celosos de su condición de hijos de la Iglesia, que no pierden ocasión de proclamar su fe, y que, entretanto, en el modo de considerar las ideas, las costumbres, los acontecimientos, todo lo que la imprenta, o el cine, o la radio, o la televisión diariamente divulgan, en nada se diferencian de los herejes, de los agnósticos y de los indiferentes.

   Recitan correctamente el Credo, y en el momento de la oración se muestran católicos irreprensibles, mas el espíritu que, conscientemente o no, les anima en todas las circunstancias de la vida, es agnóstico, naturalista, liberal. Como es obvio, se trata de almas divididas por tendencias contrarias. De un lado experimentan en sí la seducción del ambiente del siglo; de otro lado guardan aún, tal vez de herencia familiar, algo del brillo invariable, inextinguible de la doctrina católica, y como todo el estado de división interior es antinatural al hombre, esas almas procuran restablecer la unidad y la paz dentro de sí, amontonando o juntando en un solo cuerpo de doctrina los errores que admiran y las verdades con las que no quieren romper.

 Esta tendencia a conciliar extremos inconciliables, de encontrar una línea media entre la verdad y el error, se manifestó desde los principios de la Iglesia. Ya el divino Salvador advirtió contra ella a los Apóstoles: "Nadie puede servir a dos señores". Condenado el Arrianismo, esta tendencia dio origen al semi-arrianismo. Condenado el Pelagianismo, ella engendró el semi-pelagianismo. Fulminado en Trento el Protestantismo, ella suscitó el Jansenismo. Y de ella nació igualmente el Modernismo, condenado por el Santo Papa Pío X, monstruosa amalgama de ateísmo, de racionalismo, de evolucionismo, de panteísmo, en una escuela empeñada en apuñalar traidoramente a la Iglesia. La secta modernista tenía por objeto, permaneciendo dentro de Ella, falsear por argucias, sobreentendidos y reservas, la verdadera doctrina que exteriormente fingía aceptar.

   Esta tendencia no acabó aún: se puede decir que ella es parte de la historia de la Iglesia. Es lo que se deduce de estas palabras del soberano Pontífice gloriosamente reinante en un discurso a los predicadores cuaresmales de Roma en 1944: "Un hecho que siempre se repite en la historia de la Iglesia es el siguiente: que cuando la fe y la moral cristiana chocan contra fuertes corrientes de errores o apetitos viciados, surgen tentativas de vencer las dificultades mediante algún compromiso cómodo, o apartarse de ellas, o cerrarles los ojos". (A. A. S. 36, p. 73.)

(…)

Esforzándoos por mantener entre los fieles el espíritu tradicional de la Santa Iglesia, debéis velar porque éste no se desvíe de su sentido legítimo. En la presente Pastoral consideramos las exageraciones del espíritu de conciliación con los errores de nuestra época. A esta mala tendencia puede oponerse un error simétrico y contrario. Importa mostrar cuál sea. No recelamos propiamente la exageración del espíritu tradicional, porque este espíritu es uno de los elementos esenciales de la mentalidad católica al que acertadamente se llama el sentido católico, pues el sentido católico es, en sí mismo, la excelencia de la virtud de la Fe.

(…)

  Al demonio le fue dado hasta el fin de los siglos el poder de tentar a los hombres en todas las virtudes y, por consiguiente, también en la virtud de la Fe, que es el propio fundamento de la vida sobrenatural. Así, es claro que hasta la consumación de los siglos la Iglesia está expuesta a los internos brotes del espíritu de la herejía, y no hay progreso que la inmunice de modo definitivo contra este mal.

   Así, el aliado que él consigue implantar dentro de las huestes fieles, es su más precioso instrumento de combate. La experiencia de nuestros días nos enseña que la quinta columna supera en eficacia a los más terribles armamentos. Formado en los medios católicos el tumor revolucionario, las fuerzas se dividen, las energías que debían ser empleadas enteramente en la lucha contra el enemigo exterior, se gastan en las discusiones entre hermanos. Y si, para evitar tales discusiones, los buenos cesan en la oposición, mayor es el triunfo del infierno, que puede, en el interior mismo de la ciudad de Dios, implantar su estandarte y desenvolver rápida y fácilmente sus conquistas. Si el infierno dejase de intentar en cierta época maniobra tan lucrativa, sería el caso de decir que en esa época el demonio habría dejado de existir. Este es el doble origen natural y preternatural de las crisis internas de la Iglesia.

(…)

Así, pues, no os debéis asustar si algunas veces fueseis de los pocos en distinguir el error en proposiciones que a muchos parecerán claras y ortodoxas o, por lo menos, confusas, pero susceptibles de buena interpretación. O, si os encontraseis en ciertos ambientes donde las medias tintas sean hábilmente dispuestas para que se difunda el error, pero se dificulte el combate.

   La táctica del adversario fue calculada precisamente para colocar en esta posición embarazosa a los que se le opusiesen. Con esto, él atraerá a veces contra vosotros hasta la antipatía de personas que no tienen la menor intención de favorecer el mal. Os tacharán de visionarios, de fanáticos, tal vez de calumniadores. Eso fue precisamente lo que dijeron en Francia contra San Pío X los acérrimos seguidores del "Sillón" y de Marc Sangnier.

   ¿Por miedo a estas críticas retrocederéis delante del adversario? ¿Dejaréis abiertas las puertas de la ciudad de Dios?

  Por cierto, debéis evitar con cuidado delante de Dios cualquier exageración, cualquier precipitación y cualquier juicio infundado. Pero igualmente debéis gritar, siempre que el adversario, vestido de piel de oveja, se presente delante de vosotros, sin cederle una pulgada de terreno por miedo a que él os impute excesos de los que vuestra conciencia no os acusa. Obrando así obedeceréis a las expresas normas del Santo Padre.