Dice Nuestro Señor en el Evangelio de este
domingo primero de Pasión:
El que es de Dios,
oye la palabra de Dios.
Por eso vosotros no la oís,
porque no sois de Dios.
Los hombres o son de Dios o son del
diablo. Es de Dios el que tiene a Dios en su alma por estar en gracia de Dios,
es del diablo el que no tiene a Dios en su alma, por estar en pecado mortal. Este
es el peor de todos los males que nos pueden sobrevenir en esta vida y, por lo
mismo, tratar evitarlo debería ser la primera prioridad de todos los hombres.
En verdad, en verdad os digo
que el que
guarde mi palabra
no verá la muerte para siempre.
Comenta San Agustín (en la Catena Áurea
de Santo Tomás de Aquino) que Cristo hablaba no de la muerte física, sino de la muerte de la que había venido a salvarnos:
la muerte eterna, muerte de
condenación con el diablo y sus ángeles. Y esta es la verdadera muerte -dice-
porque la otra no es sino un tránsito (o un paso o una puerta).
Orígenes, por su parte, explica que
ninguno verá la muerte de su alma por causa del pecado, mientras guarde la
palabra o doctrina de Jesús. Pero cuando uno falta en obedecer lo que el Señor Jesús
ha dicho y es negligente en cuanto a guardar la palabra de Nuestro Señor, deja
de guardar a Dios y entonces ve o experimenta la muerte espiritual en sí mismo.
Y San Juan Crisóstomo enseña que se
guarda la palabra o enseñanza de Cristo no sólo por medio de la fe, sino por
medio de una vida pura o buena. Es decir, no como enseñan los protestantes: que
la fe sola nos salva; sino que también es necesario tener la caridad, virtud que
se pierde al cometer cualquier pecado grave.
Entonces, no habla acá Nuestro Señor de
la muerte física, que no podemos
evitar y que consiste en la separación
del cuerpo y el alma; sino de la muerte
espiritual, que sí podemos evitar, y que consiste en la separación de Dios y el alma.
En este momento, el mundo está
enteramente convulsionado por causa de una epidemia. Los hombres toman, en
todos los lugares, muchas y muy graves medidas para esquivar la muerte física, mientras la muerte espiritual los sigue teniendo sin
cuidado. Ojalá los hombres pusieran en la defensa
de sus almas tan sólo una mínima parte de los enormes esfuerzos que están desplegando
en defensa de sus cuerpos. Pero
En Él estaba la Vida,
y la Vida era la Luz de los
hombres.
Y la luz brilla en las tinieblas,
y las tinieblas no la recibieron.
(Jn 1, 4-5)
Nada nuevo bajo el sol. Y la humanidad
está cada vez más ciega. Las densas tinieblas en que se encuentra inmersa le
impiden ver que el verdadero enemigo no es algún virus ni otra cosa material,
sino el demonio inmaterial y sus obras; y que ni la vida que quieren salvar es la
verdadera vida, ni la muerte que temen es la verdadera muerte. En verdad es digno y justo, equitativo y
saludable, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor, santo Padre, omnipotente y eterno Dios, que pusiste la salvación
del género humano en el árbol de la cruz, para que de donde salió la muerte,
saliese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido por
Cristo nuestro Señor (del prefacio de hoy).
Queridos fieles: que
la inmensa conmoción que está causando la actual epidemia sirva para unirnos
más profundamente a Dios, reflexionando acerca de las grandes verdades: el
sentido de nuestra existencia, la muerte inevitable, el juicio de nuestras
almas por Dios, la elección de nuestra eternidad feliz o infeliz. Y que, teniendo
muy presente en estos críticos momentos “lo único realmente importante”, nos dispongamos
a celebrar con grandísimo amor al Redentor de nuestras almas, la Semana Santa
de este año 2020. Ella será, posiblemente, la más anormal de nuestras vidas. Dios quiera que también sea la más fervorosa.
Finalmente, que la Madre del
Salvador extienda sobre todos ustedes su manto protector y los libre de aquel virus;
pero, antes que eso, de todo pecado.
Yo soy la
resurrección y la vida;
el que cree en mí,
aunque muera, vivirá.
(Jn 11, 25)