La fe de la Iglesia
católica, solemnemente reconocida como revelada por el mismo Dios, el día para siempre memorable del 8 de
diciembre de 1854, esa fe que proclamó el oráculo apostólico por boca de Pío IX
con aclamaciones de toda la cristiandad, nos enseña que el alma
bendita de María no sólo no contrajo la mancha original en el momento en que Dios la infundió
en el cuerpo al que debía animar, sino que fue llena de una inmensa gracia que
la hizo, desde ese momento, espejo de la santidad divina en la medida que puede
serlo una criatura.
Semejante
suspensión de la ley dictada por la justicia divina contra toda la descendencia de nuestros
primeros padres, fue motivada por el respeto que tiene Dios a su propia
santidad.
Las
relaciones que debían unir a María con la divinidad, relaciones no sólo como
Hija del Padre celestial, sino como verdadera madre de su Hijo y Santuario
inefable del Espíritu Santo; todas esas relaciones, decimos, exigían que no se hallase ninguna mancha ni siquiera momentánea en la
criatura que tan estrechos vínculos habla de tener con la Santísima Trinidad, y que ninguna sombra hubiese empañado
nunca en María, la perfecta pureza que el Dios tres veces santo quiere hallar
aun en los seres a los que llama a gozar en el cielo de su simple visión; en
una palabra, como dice el gran Doctor San Anselmo: “Era justo que estuviese
adornada de tal pureza, que no se pudiera concebir otra mayor sino la del mismo
Dios”, porque a ella iba a entregar el Padre a su Hijo, de tal manera, que ese
Hijo habría de ser por naturaleza, Hijo común y único de Dios y de la Virgen;
era esta Virgen la elegida por el Hijo para hacer de ella substancialmente su
Madre, y en su seno quería obrar el Espíritu Santo la concepción y Nacimiento
de Aquel de quien El mismo procedía. (Dom Geranger, “Año Litúrgico”, visto en
Infocatólica).