"El furor del Enemigo, que detesta el género humano, se desata en primer lugar contra la doctrina de la realeza de Cristo (...) El secularismo del siglo XIX, fomentado por la Masonería, ha conseguido reorganizarse con una ideología aún más perversa, pues no sólo ha extendido la negación de los derechos del Redentor a la sociedad civil, sino también al Cuerpo de la Iglesia.
Esta ofensiva se consumó con la renuncia por parte del Papado al concepto mismo de la realeza vicaria del Romano Pontífice, introduciendo con ello en la propia Iglesia las exigencias de la democracia y el parlamentarismo que ya se habían utilizado para socavar las naciones y la autoridad de los gobernantes. El Concilio Vaticano II debilitó en gran medida la monarquía pontificia como consecuencia de haber negado implícitamente la divina realeza del Eterno Sumo Sacerdote. Al hacerlo asestó un golpe maestro a la institución que hasta entonces se había mantenido como muralla defensiva contra la secularización de la sociedad cristiana. La soberanía del Vicario quedó menoscabada, y a ello siguió la paulatina negación de los derechos soberanos de Cristo sobre su Cuerpo Místico. Cuando Pablo VI depuso la tiara, haciendo alarde de ello como si abdicara de su sagrada monarquía vicaria, despojó también a Nuestro Señor de su corona, reduciendo la realeza de Jesús a un sentido meramente escatológico. (...)
¿Se dieron cuenta todos los padres conciliares que aprobaron con su voto Dignitatis humanae y proclamaron la libertad de culto de Pablo VI de que en la práctica lo que hicieron fue derrocar a Nuestro Señor Jesucristo despojándolo de su corona y de su reinado en la sociedad? ¿Entendieron que claramente habían destronado a Nuestro Señor Jesucristo de su dominio divino sobre nosotros y sobre el mundo entero? ¿Comprendieron que al hacerse portavoces de naciones apóstatas hicieron subir a su trono estas execrables blasfemias: «No queremos que reine sobre nosotros» (Lc. 19,14) y «no tenemos más rey que al César» (Jn.19, 15)? Pero Él, en vista de la confusa algarabía de aquellos insensatos, apartó su espíritu de ellos.
Quien no esté cegado por prejucios no puede menos que ver la perversa intención de minimizar la festividad instituida por Pío XI y la doctrina que ésta expresa. Destronar a Cristo, no sólo en la sociedad sino también en la Iglesia, es el mayor crimen con el que se ha podido manchar la Jerarquía, incumpliendo su misión de custodia de la enseñanzas del Salvador. Consecuencia inevitable de semejante traición ha sido que la autoridad otorgada por Nuestro Señor al Príncipe de los Apóstoles haya desaparecido sustancialmente. Lo hemos visto confirmado desde la proclamación del Concilio, cuando la autoridad infalible del Romano Pontífice fue deliberadamente excluida en favor de una pastoralidad que ha creado las condiciones para se hagan formulaciones equívocas gravemente sospechosas de herejía, cuando no descaradamente heréticas. Con lo que no sólo nos vemos acosados en el plano de lo civil, en el que durante siglos las fuerzas de las tinieblas han rechazado el dulce yugo de Cristo e impuesto la odiosa tiranía de la apostasía y el pecado a las naciones, sino también en el ámbito religioso, en el que la Autoridad se derriba a sí misma y niega que el Dios Rey deba reinar también sobre la Iglesia, sus pastores y sus fieles. También en este caso el dulce yugo de Cristo es sustituido por la odiosa tiranía de los novadores, que con su autoritarismo no diferente de sus equivalentes seculares imponen una nueva doctrina, una nueva moral y una nueva liturgia en las que la sola mención de la realeza de Nuestro Señor se considera una molesta herencia de otra religión, de otra Iglesia. Como dijo San Pablo, «Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira» (2 Tes.2,11).
No es sorprendente, pues, que así como en el plano secular los jueces subvierten la justicia condenado a inocentes y absolviendo a culpables, los gobernantes abusan de su poder oprimiendo a los ciudadanos, los médicos incumplen el juramento de Hipócrates haciéndose cómplices de quienes fomentan la propagación de las enfermedades y transforman a los enfermos en pacientes crónicos, y los maestros no enseñan a amar el conocimiento sino a cultivar la ignorancia y manipulan ideológicamente a sus alumnos; también en el corazón de la Esposa de Cristo hay cardenales, obispos y sacerdotes que escandalizan a los fieles con su reprensible conducta moral, difunden herejías desde los púlpitos, promueven la idolatría celebrando a la Pachamama y el culto a la Madre Tierra en nombre de un ecologismo de clara matriz masónica y en total consonancia con el plan disolvente ideado por el mundialismo. «Ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas» (Lc.22,53). (...)
Nuestra vida es una guerra: la Sagrada Escritura nos lo recuerda. Pero es una guerra en la que sub Christi Regis vexillis militare gloriamur (Postcomunión de la Misa de Cristoi Rey), y en la que tenemos a nuestra disposición armas espirituales muy potentes y contamos con un despliegue de fuerzas angélicas con las que no puede ninguna fortaleza de la Tierra o del Infierno."