por Roberto de Mattei
Se
cumplen cuarenta años de un hecho histórico: la conferencia pronunciada el 6 de
junio de 1977 por monseñor Marcel Lefebvre en el palacio Pallavicini, en Roma,
sobre el tema La Iglesia después del Concilio. Considero provechoso evocar
aquel acto, a partir de algunos apuntes que conservo del mencionado documento.
Monseñor Marcel Lefebvre, fundador de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X
(1970), tras las ordenaciones sacerdotales del 29 de junio de 1976 había sido suspendido a divinis el 22 de
julio del mismo año. Los católicos informados albergaban no obstante serias
dudas en cuanto a la legitimidad canónica de dicha medida, y sobre todo, no se
comprendía la actitud de Pablo VI, que al parecer quería reservar sus censuras
para quien quería seguir fiel a la Tradición de la Iglesia. En abril de 1977,
en este clima de desorientación, la
princesa Elvina Pallavicini (1914-2004) decidió invitar a monseñor Lefebvre a
su palacio del Quirinal para escuchar sus razones.
La
princesa Pallavicini tenía 63 años y desde 1940 era viuda del príncipe
Guglielmo Pallavicini de Bernis, caído en su primera misión bélica. Llevaba
muchos años postrada en una silla de ruedas a causa de una parálisis
progresiva, pero era una mujer de temperamento indomable. En torno a ella se
congregaba un reducido grupo de amigos y consejeros, entre ellos el marqués
Roberto Malvezzi Campeggi (1907-1979), coronel de la Guardia Noble pontificia
cuando ésta fue disuelta en 1970, y el marqués Luigi Coda Nunziante de San
Ferdinando (1930-2015), ex comandante de la marina militar italiana. La noticia
de la conferencia, difundida en el mes de mayo, no suscitó al principio
preocupación en el Vaticano. Pablo VI consideró que sería fácil convencer a la
princesa para que desistiese de su idea, y encomendó la misión a un estrecho
colaborador suyo, el P. Sergio Pignedoli (1910-1980), al cual había creado
cardenal en 1973. El purpurado telefoneó a la princesa y habló con tono
afectuoso, preguntando antes que nada de su enfermedad. «Me agrada –señaló
Elvina Pallavicini con ironía– su interés después de tanto tiempo de silencio.»
Al cabo de casi una hora de formalidades, el cardenal hizo por fin la pregunta:
«He sabido que va a recibir a monseñor Lefebvre. ¿La conferencia será pública o
privada?». «En mi casa no puede ser sino privada» –repuso la princesa. El
cardenal se aventuró a sugerir: «¿No cree que sería oportuno posponerla?
Monseñor Lefebvre ha hecho sufrir mucho al Santo Padre, que está muy dolorido
por esta iniciativa…». La respuesta de doña Elvina dejó helado al cardenal
Pignedoli. «Eminencia, creo que en mi casa puedo recibir a quien me plazca».
Ante
esta inesperada resistencia, el Vaticano se dirigió al príncipe Aspreno Colonna
(1916-1987), que todavía desempeñaba, ad personam, el cargo de asistente al
solio pontificio. Cuando el cabeza de la histórica familia solicitó una
audiencia, la princesa le hizo saber que estaba ocupada. El príncipe Colonna
solicitó audiencia para el día siguiente a la misma hora, pero la noble señora
respondió de la misma manera. Mientras el príncipe se despedía, la Secretaría
de Estado pensó probar otras vías. Solicitó audiencia con la princesa monseñor
Andrea Lanza Cordero di Montezemolo, recién consagrado arzobispo y nombrado
nuncio en Papúa-Nueva Guinea. El prelado era hijo del coronel Giuseppe Cordero
Lanza di Montezemolo (1901-1944), jefe de la Resistencia monárquica en Roma,
fusilado por los alemanes en las Fosas Ardeatinas. Durante la ocupación
alemana, la joven princesa Elvina había colaborado con él, lo que la hizo
acreedora a una medalla de bronce al valor militar. Yo también intervine en el
coloquio, pero mi presencia causo mucho fastidio al futuro cardenal, que en
vano apeló a la memoria del padre para frustrar la inminente conferencia. Se le
recordó al nuncio que precisamente la resistencia de tantos militares al
nacionalsocialismo había recordado que a veces es necesario desobedecer las
órdenes injustas de los superiores, para respetar los dictados de la propia
conciencia.
La
Secretaría de Estado jugó entonces su última baza, dirigiéndose a Umberto II,
rey de Italia en el exilio, que residía en Cascais. El marqués Falcone Lucifero
ministro de la Real Casa, telefoneó a la princesa para comunicarle que el
Soberano le rogaba encarecidamente que pospusiera la conferencia. «Me sorprende
que Vuestra Majestad se deje intimidar por la Secretaría de Estado después de
todo lo que ha hecho el Vaticano contra la monarquía» –repuso con firmeza la
princesa, recalcando que la conferencia se celebraría en la fecha fijada. El
marqués Lucifero, que era un caballero de los de antes, envió un ramo de rosas
a la princesa. Entonces el Vaticano decidió emplear medidas más enérgicas, iniciando en los principales diarios
italianos un verdadera campaña de terrorismo psicológico a fin de presentar a
la princesa como una aristrócrata tozuda rodeada de unos pocos nostálgicos
salidos de un mundo destinado a desaparecer. Se hizo saber en privado a doña
Elvina que de llevarse a cabo la conferencia sería excomulgada. El 30 de mayo,
mediante un comunicado de la agencia ANSA, la princesa precisó que su
iniciativa «no estaba motivada por ninguna intención de desobediencia a las
autoridades eclesiásticas, sino por amor y fidelidad a la Santa Iglesia y a su
Magisterio». «En la Iglesia conciliar
–añadía el comunicado–, existen por desgracia controversias
independientemente de la persona de monseñor Lefebvre, y no en menor medida en
Italia, aunque sea menos evidente, que en el resto del mundo católico. Con la
conferencia del 6 de junio se pretende brindar a monseñor Lefebvre la
posibilidad de expresar abiertamente y con plena libertad sus tesis con miras a
aportar claridad a los problemas que causan tanta turbación y dolor en el mundo
católico, con la certeza de que la paz y la tranquilidad sólo se podrán
recuperar una vez recobrada la unidad en la verdad».
El
31 de mayo apareció en la primera plana del diario Il Tempo una declaración del
príncipe Aspreno Colonna en la que se leía que «el Patriciado romano se
desmarca de la iniciativa», deplorándola como «totalmente inoportuna». El
cañonazo fue disparado no obstante el 5 de junio por el cardenal vicario de
Roma, Ugo Poletti (1914-1997). Con una violenta declaración publicada en
Avvenire, el diario de los obispos italianos. Poletti atacaba a monseñor
Lefebvre y a «sus aberrantes secuaces», calificándolos de «exiguos sectores
nostálgicos prisioneros de viejas tradiciones». Manifestaba igualmente
«estupor, dolor y sentida pero firmísima reprobación por la ofensa cometida
contra la Fe, la Iglesia Católica y su divina Cabeza, Jesús», al haber puesto
en duda monseñor Lefebvre «verdades fundamentales, en particular con relación a
la infalibilidad de la Iglesia católica
fundada sobre Pedro y sus sucesores, en materia de doctrina y de moral». El
cuartel general de la princesa respondió de inmediato. «No se puede entender
que exponer en privado tesis que hasta hace pocos años han sido las de todos
los obispos del mundo pueda alterar hasta tal punto la seguridad de una
autoridad que cuenta con la fuerza de la continuidad doctrinal y la evidencia
de sus posturas». La princesa declaró: «Soy católica apostólica romana más que
convencida, porque he comprendido y perfeccionado el verdadero sentido de la
religión a través del sufrimiento físico y moral: no debo nada a nadie, no
tengo honores ni prebendas que defender, y doy gracias a Dios por todo. Dentro
de los límites en los que la Iglesia me lo permite, puedo disentir, puedo
hablar, puedo actuar: debo hablar y debo actuar: no hacerlo sería una vileza. Y
permítaseme decir que en nuestra familia, incluida esta generación, los viles
no tienen cabida». Finalmente llego el fatídico 6 de junio. La asistencia a la
conferencia había sido rigurosamente reservada a cuatrocientos invitados,
controlados por el servicio de orden facilitado por los jóvenes de Alleanza
Cattolica, pero había más de un millar de personas que abarrotaban las
escaleras y el jardín del histórico palacio Rospigliosi-Pallavicini, célebre en
todo el mundo por sus obras de arte. Monseñor Lefebvre llegó acompañado por su
joven representante en Roma, don Emanuele du Chalard. La princesa Pallavicini
les salió al encuentro en su silla de ruedas, conducida por su dama de compañía
doña Elika del Drago. La princesa Virginia Ruspoli, viuda de Marescotti, uno de
los dos príncipes héroes de la batalla de El Alamein, obsequió a monseñor
Lefebvre una reliquia de san Pío X que le había entregado personalmente Pío
XII. A pesar de que el Gran Priorato de la Orden de Malta en Roma había
manifestado «la necesidad ineludible» de abstenerse de asistir a la
conferencia, el príncipe Sforza Ruspoli, el conde Fabrizio Sarazani y algunos
oltros valerosos aristócratas habían plantado cara a las censuras de la
institución y estaban en primera fila, junto a monseñor François Ducaud Bourget
(1897-1984), que el 27 de febrero había dirigido en París la ocupación de la
iglesia de San Nicolás de Chardonnet.
La
princesa Pallavicini presentò a monseñor Lefebvre, que se sentó bajo el
baldaquino rojo con el escudo de armas del papa Clemente IX, Rospigliosi. El
arzobispo, tras recogerse previamente en oración, dio comienzo a su discurso
con estas palabras: «Soy respetuoso con la Santa Sede, soy respetuoso con Roma.
Lo soy porque amo a esta Roma católica». La Roma católica que tenía ante sí
interrumpía con frecuencia su discurso con atronadores aplausos. La sala estaba
llena hasta rebosar, y la multitud se agolpaba en las escaleras del palacio. El
Concilio del aggiornamento –explicó monseñor Lefebvre– aspira en realidad a una
nueva definición de la Iglesia. Para ser abierta y estar en comunión con todas
las religiones, todas las ideologías, todas las culturas, la Iglesia debe
cambiar sus excesivamente jerárquicas instituciones y fragmentarse en tantas
conferencias episcopales como naciones. Los sacramentos harán hincapié en la
iniciación y la vida colectiva más que en alejarse de Satanás y el pecado. El
tema central del cambio será el ecumenismo. Desaparecerá la práctica del
espíritu misionero. Se enunciará el principio según el cual «todo hombre es
cristiano y no lo sabe», y está por tanto en busca de la salvación, sea cual
sea la confesión a que pertenezca. Las innovaciones litúrgicas y ecuménicas
–prosiguió monseñor Lefebvre en medio del profundo silencio de los presentes–
conducen a la desaparición de las vocaciones religiosas y dejan los seminarios
desiertos. El principio de la libertad religiosa resulta ultrajante para la
Iglesia y para Nuestro Señor Jesucristo, porque no es otra cosa que «el derecho
a la profesión pública de una religión falsa sin ser molestado por ninguna
autoridad humana».
Monseñor
Lefebvre se centró en las concesiones postconciliares al comunismo, recordando
las repetidas audiencias a dirigentes comunistas en la Santa Sede; el acuerdo
para no condenar comunismo durante el Concilio; el desprecio a los más de 450
obispos que pidieron dicha condena, y el nombramiento de obispos filomarxistas
como Hélder Câmara en Brasil, Silva Henríquez en Chile y Méndez Arceo en
México. Es innegable, añadió monseñor Lefebvre para concluir, que numerosos
dominicos y jesuitas que profesan abiertamente herejías no son condenados, y
que obispos que practican la intercomunión, que introducen en sus diócesis e
iglesias falsas religiones, y llegan a bendecir el concubinato, ni siquiera son
objeto de investigación. Sólo los católicos fieles se arriesgan a ser
expulsados de la Iglesia, perseguidos y condenados. «A mí me han suspendido a
divinis porque sigo formando sacerdotes como se los formaba antes». Ante un
auditorio emocionado con sus palabras, monseñor Lefebvre concluyó su
conferencia afirmando: «Hoy en día, la misión más importante del católico es
conservar la Fe. No es lícito obedecer a quien se ocupa de disminuirla o
hacerla desaparecer. Al bautizarnos pedimos a la Iglesia la Fe porque la Fe nos
lleva a la vida eterna. Y seguiremos exigiendo esta fe a la Iglesia hasta último respiro».
El
encuentro finalizó con el canto del Salve Regina. El vaticanista Benny Lai
comentó en La Nazione el 7 de junio: «Quienes se esperaban a un implacable juez
se encontraron ante un hombre de actitud humilde, capaz también de concluir,
antes de invitar a los presentes a recitar el Salve Regina, con esta
declaración: “No quiero formar ningún grupo ni deseo desobedecer al Papa, pero
él tampoco debe pedirme que me haga protestante”». La conferencia fue una
victoria estratégica de los impropiamente calificados de tradicionalistas,
porque monseñor Marcel Lefebvre consiguió dar a conocer sus tesis a nivel
internacional y sin consecuencias canónicas. Pablo VI falleció un año más
tarde, conmocionado por la muerte de su amigo Aldo Moro. El nombre del cardenal
Poletti continúa vinculado al oscuro asunto de la autorización que concedió el
10 marzo de 1990 para el sepelio en la basílica de San Apolinar del capo de la
banda de la Magliana, “Renatino” de Pedis.
La
princesa Pallavicini salió airosa del “desafío” . No sólo no fue excomulgada,
sino que en los años que siguieron su palacio se convirtió en punto de
referencia de numerosos cardenales, obispos e intelectuales católicos. Ni ella
ni sus amistades de Roma eran fantasmas de otra época, como los calificó el
Corriere della Sera del 7 de junio de 1977, sino testigos de la fe católica que
forjaban el futuro. Cuarenta años después, la historia les ha dado la razón.
Roberto de Mattei
(Traducido
por J.E.F)