Durante mucho tiempo, en la mente católica, la supuesta desaparición del modernismo ha constituido un tópico.
Tan potente, que ha dado lugar a una desactivación parcial del sistema inmunológico de la Iglesia, que casi ha dejado de condenarlo explícitamente, o al menos no lo ha combatido suficientemente, en sí mismo y en sus mutaciones.
Es lo que Romano Amerio denomina desistencia de la autoridad, y que nosotros denominamos, más bien, desistencia de la potestad.
Pero lo que es peor, parece que la mente católica ha casi dejado de reconocerlo allá donde se encuentre, o al menos de diagnosticarlo con claridad en sus metamorfosis (como por ejemplo el experiencialismo fenomenólogico, la filosofía de la acción blondeliana, o el voluntarismo personalista, de raigambre liberal.)
Se ha venido creyendo que, tras la aparición fulminante de la carta encíclica Pascendi de San Pío X, en 1907, el modernismo había pasado a la historia.
Como bien explicaba Eugenio Vegas Latapie:
«es opinión casi universalmente admitida en los ambientes y autores católicos que la herejía modernista se extinguió o reabsorbió en virtud de la publicación de la Pascendi. Casi todos los historiadores contemporáneos o silencian la importancia del modernismo o lo dan por muerto simultáneamente a su condenación.» (Eugenio VEGAS- LATAPIE, El modernismo después de la Pascendi, Verbo n.65-66, 1968, p.358)
Los que permanecían, obstinadamente, en esta falsa creencia, se dieron un baño de realidad cuando Pío XII, en 1950, publicaba otra carta encíclica, la Humani generis, sobre las falsas opiniones contra los fundamentos de la doctrina católica.
Una lectura consistente y honesta del impresionante texto de Pío XII, confirma que, más que condenar nuevos errores, condena los mismos que condenaba cuarenta y tres años antes San Pío X, pero eso sí, con nuevas matizaciones.
La conclusión a la que llegamos, por tanto, es que el modernismo no sólo no había desaparecido, sino que había mutado en opiniones igualmente contrarias a los fundamentos mismos de la doctrina de Jesucristo, pero con una nueva apariencia más amigable, más “ortodoxa", más “piadosa", y sobre todo, más kantiana.
Tanto el modernismo de ayer como el neomodernismo de hoy tiene un fundamento muy claro, que no es otro que el subjetivismo kantiano. Recordemos cómo lo explicaba el mismo Eugenio Vegas Latapie:
«Enseña el cardenal Billot que el Modernismo es propiamente el error, o mejor, ese conjunto de errores, que va del agnosticismo, por el inmanentismo, el pragmatismo y el dogmatismo moral, a la minoración y a la ruina de la fe. […] El principio de esta desviación universal, según Billot, es el subjetivismo de Kant. El filósofo de Konigsberg, después de haber planteado artificialmente el problema del conocimiento y buscado en vano cómo el pensamiento va de la subjetividad de su acción al ser, al objetivo distinto a ella, admite que el ser es el pensamiento.» (Ibíd., p. 351)
Con un nuevo estilo diríase, más informal, más idiosincrático, menos cientificista y menos racionalista (como era el estilo modernista), incluso más aparentemente “testimonial", las nuevas falsas opiniones habían adoptado los presupuestos teóricos modernistas (sobre todo el método de inmanencia de Maurice Blondel, que tanto influiría, por ejemplo, en de Lubac) y le habían conferido un rostro “amigo", más kantiano y moderno, contra el que se alzaba, intolerante y autoritario, el Pontífice Pío XII.
Es significativo que Pío XII hablara, lúcidamente, de “falsas opiniones". No ya de doctrinas modernistas, de herejías modernistas, sino de falsas opiniones y dificultades de juicio. Porque en esto, entre otras cosas, consistía concretamente la mutación, en convertir el modernismo en algo más informal, más amigable, más de andar por casa, y no por cualquier casa, sino por la Casa del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15). Y para esto nada mejor que una filosofía y teología no sistemática, kantiana, antitomista, antiescolástica, emocional y testimonialista como el personalismo.
No es fácil, sin embargo, darse cuenta de esta mutación. Pero no es imposible. Puede decirse, incluso, que el modernismo formalmente erróneo condenado en la Pascendi, se transformó en un neomodernismo informalmente erróneo condenado en la Humani generis.
En 1907 el modernismo era un enemigo. En 1950 parecía un amigo. Es por esta apariencia amigable del personalismo que la Pascendi fue acogida con entusiasmo, pero la Humani generis no. Por eso no es sorprendente que las falsas opiniones, experiencialistas, vitalistas y fenomenológicas contra las que alertaba Pío XII, fueran rehabilitadas poco después.
El enorme prestigio que cobraron Blondel, de Lubac, von Balthasar, Maritain, Mounier, Rahner, Barth, Teilhard de Chardin, y tantos otros, tras el olvido conciliar y posconciliar de la Humani generis, contribuyó a que los modernistas y sus autores asociados, como por ejemplo Bergson, volvieran a tener un puesto de honor en la mente católica, junto a Heidegger, Scheler o Husserl. Y a que Kant desplazara a Santo Tomás del centro de la formación católica.
No olvidemos que la Humani generis pretendía dar carpetazo a unas falsas opiniones que eran muy apreciadas por la intelectualidad católica emergente. La misma que creía que el magisterio antimodernista era cosa superada. Mientras tanto, una parte de la Iglesia docente bajaba sus defensas, y declaraba unilateralmente la paz al mundo moderno.
David Glez Alonso Gracián
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