Enseña
el catecismo de San Pío X que en la
fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen, la Iglesia celebra el fin de la
vida mortal de la Virgen María y su gloriosa asunción al cielo. Es dogma de fe, definido por el Papa Pío
XII, que juntamente con el alma fue llevado también al cielo el cuerpo de la
Santísima Virgen.
La Santísima Virgen ha sido ensalzada u
honrada sobre todos los coros de los Ángeles y sobre todos los Santos del
Paraíso, como Reina de cielo y tierra porque es madre de Dios y la más humilde
y santa de todas las creaturas.
Pregunta
el catecismo: ¿Qué hemos de hacer en la
solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen? Responde que debemos: 1° alegrarnos de su gloriosa Asunción y
exaltación; 2° reverenciarla como Señora y como Abogada nuestra para con su
divino Hijo; 3° pedirle nos alcance de Dios la gracia de llevar una vida santa
y la de prepararnos de tal manera a la muerte que merezcamos su asistencia y
protección en aquella hora, para tener parte en su gloria. Agrega que podemos merecer la protección de la
Santísima Virgen imitando sus virtudes, especialmente la pureza y humildad.
El
siguiente es el relato hecho por Sor María de Jesús de Ágreda, acerca de la
Asunción de Nuestra Señora (extracto y adaptación de parte de los capítulos 21
y 22, libro 8°, parte III, de la obra "Mística Ciudad de Dios"):
Al tercer día que el alma santísima de María
gozaba de la gloria, manifestó el Señor a los santos (del cielo) su voluntad divina de que resucitase su
sagrado cuerpo, para que en cuerpo y alma fuese elevada a la diestra de su Hijo
santísimo, sin esperar la resurrección general de los muertos. Entonces
descendió del cielo el mismo Cristo nuestro Salvador, llevando a su derecha el
alma de su beatísima Madre, con muchas legiones de ángeles y los padres y
profetas antiguos.
Y llegaron al sepulcro en el valle de
Josafat y habló el Señor a los santos y dijo: "Mi Madre fue concebida sin
mancha de pecado para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me revistiese
de la humanidad en que vine al mundo y lo redimí del pecado. Mi carne es carne
suya, y ella cooperó conmigo en las obras de la redención, y así debo
resucitarla como yo resucité de los muertos, al mismo tiempo y a la misma hora,
porque quiero hacerla semejante a Mí en todo". Todos los santos agradecieron
este beneficio con nuevos cánticos de alabanza y gloria del Señor y los que se distinguieron
especialmente fueron nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos
Santa Ana, San Joaquín y San José, como quienes tenían particulares títulos y
razones para engrandecer al Señor en aquella maravilla de su omnipotencia.
Entonces, con el imperio de Cristo su
Hijo santísimo, la purísima alma de la Reina entró en el virginal cuerpo y le
informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole las
cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza. Luego salió María santísima en alma y cuerpo
del sepulcro, sin remover ni levantar la piedra con que estaba cerrado. Y
porque es imposible manifestar la hermosura, belleza y refulgencia de tanta
gloria, no me detengo en esto. Me basta decir que, como la divina Madre dio a
su Hijo santísimo la forma de hombre y se la dio pura, limpia, sin mancha e
impecable para redimir al mundo, así también a Ella le dio el mismo Señor, en
retorno de este don, una gloria y hermosura semejante a Sí mismo en esta
resurrección.
Luego desde el sepulcro se ordenó una
solemnísima procesión con celestial música por donde se fueron alejando hacia el
cielo. Y sucedió esto a la misma hora que resucitó Cristo nuestro Salvador: el
domingo inmediato después de media noche, aunque no pudieron percibir esto
todos los Apóstoles, fuera de algunos que velaban en el sagrado sepulcro.
Entraron en el cielo los santos y
ángeles y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su diestra la
Reina vestida de oro, como dice David. Todos se volvieron a mirarla y
bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de alabanza. Allí se oyeron aquellos
elogios misteriosos que dejó escritos Salomón: "Salid, hijas de Sión, a
ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los
hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa
que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados?
¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su Amado y derramando delicias
con abundancia?¿Quién es ésta en quien la misma divinidad halló tanto agrado y
complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su
inaccesible luz y majestad?
Con estas glorias llegó María santísima
en cuerpo y alma al trono real de la beatísima Trinidad, y las tres divinas
Personas la recibieron en él con un abrazo indisoluble. El eterno Padre le
dijo: Asciende más alta que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma
mía. El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien recibí el ser hombre y el retorno
de mis obras con tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que
tienes merecido. El Espíritu Santo dijo: Esposa amantísima, entra en el gozo
eterno que corresponde a tu fidelísimo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el
invierno del padecer y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos. Allí
quedó absorta María santísima entre las divinas Personas y como anegada en
aquella inmensidad interminable y en el abismo de la divinidad.
En tanto, San Pedro y San Juan notaron
al tercer día que la música celestial había cesado, y como ilustrados con el
Espíritu divino coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y elevada
a los cielos en cuerpo y alma. San Pedro, como cabeza de la Iglesia, determinó
que esta verdad y maravilla fuese notoria a los que fueron testigos de su
muerte y entierro. Para esto juntó a todos los Apóstoles y discípulos y otros
fieles en el sepulcro el mismo día. Levantaron luego la piedra que cerraba el
sepulcro, y lo hallaron vacío y sin el sagrado cuerpo de la Reina del cielo, y la
túnica tendida como cuando la cubría, de manera que supieron que Ella había
penetrado la túnica y lápida sin moverlas ni descomponerlas. Entre gozo y dolor
celebraron con dulces lágrimas esta misteriosa maravilla y cantaron salmos e
himnos en alabanza y gloria del Señor y de su beatísima Madre.
Con la admiración y cariño estaban todos
suspensos y mirando al sepulcro sin poder apartase de él, hasta que descendió
un Ángel que les dijo: varones galileos, ¿por qué os admiráis y detenéis aquí?
Vuestra y nuestra Reina ya vive en alma y cuerpo en el Cielo y reina en él para
siempre con Cristo. Ella me envía para que os confirme en esta verdad y os diga
de su parte que os encomienda de nuevo la Iglesia, la conversión de las almas y
la dilatación del Evangelio, a cuyo servicio quiere que volváis luego, que
desde su gloria cuidará de vosotros. Con esto se confortaron los Apóstoles, y
en las peregrinaciones reconocieron su amparo, y mucho más en la hora de sus
martirios; porque en ellos se les apareció a todos y a cada uno y Ella presentó
sus almas al Señor.