lunes, 4 de junio de 2018

CORPUS CHRISTI - SERMÓN DEL R.P. TRINCADO




En esta gran fiesta de Corpus Christi es conveniente recordar, aunque sea de modo muy sintético, una de las principales verdades relativas a la Eucaristía: la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Enseña la Iglesia que la Eucaristía es un sacramento en el cual, por la conversión del pan en el Cuerpo de Jesucristo y del vino en su Sangre, se contiene verdadera, real y sustancialmente, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismo Jesucristo, bajo las especies (apariencias) de pan y de vino.

Se contiene -dice el catecismo de San Pío X- el Cuerpo de Cristo; pero no sólo su Cuerpo, sino también su Sangre. Y no solamente lo físico o material de Cristo hombre (Cuerpo y Sangre), sino que también se contiene lo inmaterial del hombre: el Alma. Cuerpo, sangre y alma son las tres cosas que  componen a todo hombre, son la humanidad, en este caso, la Humanidad de Cristo; pero además de su Humanidad, en este sacramento se contiene la Divinidad: no sólo está presente como hombre, sino también como Dios.

En la Eucaristía está verdaderamente presente el mismo Jesucristo que está en el cielo y que en la tierra nació de la Santísima Virgen.

La hostia, antes de la consagración, es pan de trigo. Pero después de la consagración, ella es el verdadero Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo bajo las apariencias de pan. 

En el cáliz, antes de la consagración, hay vino de uvas con unas gotas de agua. Pero después de la consagración está en el cáliz la verdadera Sangre de nuestro Señor Jesucristo bajo las apariencias de vino.

La conversión del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Jesucristo se produce cuando en la santa Misa el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. Esta milagrosa conversión se llama transustanciación.

Hasta acá esta breve síntesis de la doctrina católica sobre la presencia real.

Contra la verdad salvadora, el demonio, que siempre pretende destruir la obra redentora de Cristo, ha puesto dentro de la misma santa Iglesia a esos hombres infernales, esos ministros del diablo que son los herejes modernistas.

La bestia modernista nace a fines del siglo XIX, es derrotada por San Pío X, se repliega -mal herida pero no muerta- a sus guaridas subterráneas hasta el Vaticano II, y es en este conciliábulo donde nuevamente levanta su venenosa cabeza, apoderándose de Roma y de toda la Jerarquía católica hasta el presente. Por eso el Vaticano II es la derrota más grande la Iglesia en toda su historia, porque por medio de él -cosa nunca vista ni imaginada- una herejía ha logrado inficionar todo el Cuerpo Místico de Cristo, desde el Papa hasta el último de los laicos.

Suscitados por el enemigo del género humano, jamás han faltado -dice San Pío X en la encíclica Pascendi- hombres de lenguaje perverso, decidores de novedades y seductores, sujetos al error y que arrastran al error. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Son -sigo citando al Papa santo- los peores enemigos de la Iglesia  porque ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro.

Y así, para los herejes modernistas, la Eucaristía es sólo el signo de una cierta presencia espiritual de Cristo: Cristo estaría presente de manera meramente espiritual o simbólica en la hostia consagrada. La hostia consagrada no es Cristo, sino que simboliza a Cristo, como la bandera no es la patria sino que simboliza a la patria.

Si los herejes modernistas moderados (llamados “conservadores”) siguen hablando de transustanciación; de acuerdo al astuto proceder de su instigador, el diablo, cambian más o menos sutilmente el sentido de este término. Los herejes modernistas más extremos (conocidos como “progresistas”) evitan, por preciso, el uso del término "transustanciación" y prefieren hablar de transfinalización, pretendiendo que después de las palabras de la consagración, sólo hay un pan con un fin distinto; o de transignificación, para expresar que después de la consagración hay un pan con un significado distinto.

Me he limitado a dar sólo un par de ejemplos de los errores con los que los modernistas intentan destruir la fe sobre este Sacramento, sólo dos entre los muchísimos resbaladizos tentáculos y las mil caras (algunas, a veces, bastante simpáticas) de la maldita bestia modernista.

Unas palabras sobre la comunión eucarística:

Es la cizaña modernista lo que causa que la Eucaristía sea tratada con tanta falta de respeto en nuestro tiempo: comunión de pie y/o en la mano, omisión del uso de la patena de comunión, comunión bajo las dos especies, ministros laicos para la comunión, empleo de vasos de materiales indignos, etc. 

Además de eso, el demonio y esos humanos instrumentos suyos que son los herejes modernistas, quieren alejar de lo que todavía queda de la Eucaristía a los que se deben acceder a ella, al tiempo que se esfuerzan por permitir la comunión eucarística a los indignos. 

Dice el catecismo que el precepto de la comunión empieza a obligar desde que se tiene uso de razón. Pecan los que siendo capaces por la edad, no comulgan, o porque no quieren o porque no están instruidos por su culpa. Pecan, además, los padres si por culpa de ellos difiere el niño la comunión, y de eso tendrán que dar a Dios rigurosa cuenta. Es cosa excelentísima comulgar a menudo, siempre que se haga con las debidas disposiciones. Para hacer una buena comunión son necesarias tres cosas: 1ª estar en gracia de Dios; 2ª guardar el ayuno eucarístico; 3ª saber lo que se va a recibir y acercarse a comulgar con devoción. 

“Estar en gracia de Dios” es tener libre la conciencia de todo pecado mortal. Como el alimento material no puede devolver la vida a los muertos, del mismo modo, este alimento espiritual no devuelve la vida a los que están espiritualmente muertos por haber cometido algún pecado grave o mortal. Por eso los que viven en concubinato o los acatólicos, por ejemplo, no pueden comulgar, y si hoy se autoriza a hacer lo contrario y hay discusión en la Iglesia sobre esto, es por causa de la herejía modernista en la que se halla inmerso el clero. El que sabe que está en pecado mortal, aunque crea estar muy arrepentido, debe confesarse antes de comulgar; y si comulga en pecado mortal comete un sacrilegio. Los que así comulgan no sólo no sacan de este sacramento fruto alguno, sino que comen y beben su propia condenación, como enseña San Pablo (I Cor 11 27). 

“Saber lo que se va a recibir” quiere decir conocer las cosas que se enseñan en la doctrina cristiana acerca de este sacramento y creerlas firmemente, sobre todo, creer firmemente que cuando comulgamos no comemos un pan (sagrado, especial, bendito, santificado), sino el Cuerpo de Cristo. 

“Comulgar con devoción” quiere decir acercarse a la sagrada comunión con humildad y modestia, prepararse antes, y dar gracias después de la sagrada comunión. 

Finalmente, una observación acerca de estas palabras del catecismo: es cosa excelente comulgar a menudo, siempre que se haga con las debidas disposiciones. Según esto, hacen mal los feligreses que dejan de comulgar por el sólo hecho de no haber confesado recientemente los pecados veniales. Cristo quiere ser comulgado por los fieles bien dispuestos, sobre todo en estos tiempos de apostasía general en los que, por un lado, cada vez menos fieles comulgan y en los que, por otro lado, cada vez hay más comuniones sacrílegas. Así que no hacen la voluntad de Dios, sino la del demonio, los fieles que desaprovechan la oportunidad de comulgar por el escrúpulo de tener sólo pecados veniales. La comunión no es un premio para los santos sino un remedio para los pecadores. Hay que creer a la Iglesia cuando enseña que los pecados veniales se perdonan de nueve modos, uno de los cuales es la comunión: 1° por oír Misa, 2° por comulgar, 3° por decir el Confiteor, 4° por la bendición Episcopal, 5° por el agua bendita, 6° por el pan bendito, 7° por rezar el Padrenuestro, 8° por oír un sermón, 9° por darse golpes de pecho pidiendo a Dios perdón.

Estimados fieles: siempre a prudente distancia de esta peste modernista y de los que la esparcen, recibamos muy frecuentemente a Jesús sacramentado con las almas bien dispuestas, esto es, en gracia de Dios, y defendamos constante y resueltamente -contra los impíos errores que son difundidos incluso desde la misma Sede de Pedro- la Verdad sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía; teniendo en cuenta aquellas graves palabras del Credo de San Atanasio: “todo aquél que quiera salvarse, ante todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guardare íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre”.

Que la Virgen Santísima nos preserve de caer en las redes del error y la herejía. Y que aplaste pronto a la serpiente modernista que, desde el fatídico Vaticano II, está envenenando y asesinando a las almas católicas.