domingo, 19 de mayo de 2019

EL EDIFICIO DE MI FE




“¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de cuyas distintas piedras sólo con gran esfuerzo puedo determinar las edades”.
G. K. Chesterton, “¿Por qué me convertí al catolicismo?”.


¡He allí un hombre que sabe lo que dice!

No dice que su fe sea grande porque sea orgulloso: recordemos que es el mismo hombre que dijo que “si tuviera que predicar un solo sermón, sería contra el orgullo”.

Lo dice para describir todo lo que la fe contiene, apreciable en una figura majestuosa. Porque eso tan grande que es la fe, puede ser representado por la catedral. La fe es esa montaña de portento en medio de la bajeza del mundo. La fe es eso extraordinario que el mundo desea abatir, y no pudiéndolo hacer, intenta corromper, quemar, vaciar o reconvertir.

La fe, como la catedral, es tradición, es verdad, es belleza, es santidad. Es asentimiento firme como la piedra, que estando afirmada en el suelo, mira de continuo al cielo.

La fe es eso que, aún sin los templos, puede sostenerse (recordemos el caso del Japón), pero cuya gran expresión es la vertical cruz plantada en la historia que da un mensaje a los cielos, a la tierra y al infierno. El templo puede vaciarse de la fe. La fe es lo que sostiene al templo. La fe, que hace que allí reine el Rey de Reyes y Señor de Señores.

No puede haber templos verdaderos sin la fe. Pero puede haber fe verdadera sin los templos de piedra: en las catacumbas adonde estamos siendo empujados.

Los enemigos de la Iglesia creen que destruyendo los templos, destruyen la fe.

Nuestra fe no depende de los templos, no depende de lo que vemos, sino de lo que no vemos.

Ello no nos lleva a un pietismo iconoclasta, a una religión sólo de interior, protestante o liberal.

Ello nos lleva a reconocer los templos por la fe.

Por eso decía Chesterton, inmediatamente antes del párrafo citado, lo siguiente:

Existe entre los hombres una curiosa especie de agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como lo que es, es decir, como catedral”.

La catedral de Notre-Dame será reconstruida para albergar aún más turistas y menos fieles. La Iglesia está tomada. Curiosidad y espectáculo habían desplazado la austera fe de los humildes. Ahora se sumará el culto ecuménico del Hombre, vándalo de la gloria del Dios Trino.

“Ellos tienen los templos, y nosotros la fe”, decía San Atanasio. Pero también tenemos la imagen, el símbolo, la figura. Figura de nuestra Santa Religión y de nuestro deber.

Todo esto nos lleva a las modestas actuales catacumbas, donde fortalecidos con el Santo Sacrificio de la Misa, podamos ser verdaderos templos del Dios vivo, templos del Espíritu Santo. Porque Dios quiere ser adorado en espíritu y en verdad. En el silencio medieval de nuestras capillas y nuestros aposentos, no en la ruidosa romería de mirones y fotógrafos de museo.

El alma del fiel es el templo más bello y sublime, la santidad preserva la magnificencia en todos los combates.

La catedral es grande, pero no gigante. Cuando sea convertida en obra de titanes, nada restará de la antigua fe de los mayores.

Quedarán entonces las más bellas, las más portentosas catedrales: las almas de los justos de los tiempos apocalípticos, cuyo fuego, en vez de destruir, construye.

La fe creció en las catacumbas, y nació al pie de una cruz.

Cuando nada nos quede, nos quedará el sacrificio. Siempre tendremos la cruz.

Hasta el tiempo sin tiempo de la Jerusalén celeste, para siempre, que arde de un fuego que calienta e ilumina pero no destruye.

Hasta entonces nos toca no bajar las banderas, y portar dentro del pecho el fuego sin el cual las catedrales son heridas de muerte, y el mundo entero se condena. 

Hierarjes.