Por INFOVATICANA | 26 agosto, 2018
TESTIMONIO
de Mons. Carlo Maria Viganò
Arzobispo titular de Ulpiana
Nuncio Apostólico
En este momento trágico que está atravesando la Iglesia en varios lugares del mundo: Estados Unidos, Chile, Honduras, Australia, etc., la responsabilidad de los obispos es serísima. Pienso en especial en los Estados Unidos, donde fui enviado como Nuncio Apostólico por el Papa Benedicto XVI el 19 de octubre de 2011, memoria de los Primeros Mártires de América del Norte. Los obispos de los Estados Unidos están llamados, y yo con ellos, a seguir el ejemplo de esos primeros mártires que llevaron el Evangelio a tierras de América, a ser testimonios creíbles del amor inconmensurable de Cristo, Camino, Verdad y Vida.
Obispos y sacerdotes, abusando de su autoridad, han cometido crímenes horrendos en detrimento de sus fieles, menores, víctimas inocentes, hombres jóvenes deseosos de ofrecer su vida a la Iglesia, o han permitido, con su silencio, que dichos crímenes siguieran siendo perpetrados.
Para devolver la belleza de la santidad al rostro de la Esposa de Cristo, terriblemente desfigurado por tantos delitos abominables, y si queremos sacar de verdad a la Iglesia de la fétida ciénaga en la que ha caído, tenemos que tener la valentía de derribar esta cultura de omertày confesar públicamente las verdades que hemos mantenido ocultas. Es necesario derribar el muro de omertà con el que los obispos y sacerdotes se han protegido a ellos mismos en detrimento de sus fieles; omertà que, a los ojos del mundo, corre el riesgo de hacer aparecer a la Iglesia como un secta, omertà no muy distinta de la que encontramos vigente en la mafia. “Lo que digáis en la oscuridad… se pregonará desde la azotea” (Lc 12, 3).
Siempre he creído y esperado que la jerarquía de la Iglesia pudiera encontrar en sí misma los recursos espirituales y la fuerza para sacar a la luz la verdad, para enmendarse y renovarse. Por esta razón, aunque me lo habían pedido en varias ocasiones, siempre había evitado hacer declaraciones a los medios de comunicación, incluso cuando habría estado en mi derecho hacerlo para defenderme de las calumnias publicadas sobre mi persona por parte de altos prelados de la Curia romana. Pero ahora que la corrupción ha llegado a los vértices de la jerarquía de la Iglesia, mi conciencia me impone revelar esas verdades relacionadas con el tristísimo caso del arzobispo emérito de Washington Theodore McCarrick, de las que tuve conocimiento durante los cargos que me fueron confiados: por san Juan Pablo II como Delegado de las Representaciones Pontificias de 1998 a 2009, y por el Papa Benedicto XVI como Nuncio Apostólico en los Estados Unidos de América del 19 de octubre de 2011 a finales de mayo de 2016.
Como Delegado de las Representaciones Pontificias en la Secretaría de Estado, mis competencias no se limitaban a las Nunciaturas Apostólicas, sino que incluían también ocuparme del personal de la Curia romana (contratación de personal, promociones, procesos informativos sobre los candidatos al episcopado, etc.) y el estudio de casos delicados, también de cardenales y obispos, que eran confiados al Delegado por el Cardenal Secretario de Estado o por su Sustituto en la Secretaría de Estado.
Para disipar las sospechas que han sido insinuadas en algunos artículos recientes, diré inmediatamente que los Nuncios Apostólicos en los Estados Unidos Gabriel Montalvo y Pietro Sambi, ambos fallecidos recientemente, informaron inmediatamente a la Santa Sede en cuanto tuvieron conocimiento de los comportamientos gravemente inmorales del arzobispo McCarrick con seminaristas y sacerdotes. Es más. La carta del padre Boniface Ramsey, O.P. del 22 de noviembre de 2000, según cuanto escribió el Nuncio Pietro Sambi, la escribió por petición del llorado Nuncio Montalvo. En la misma, el padre Ramsey, que había sido profesor en el seminario diocesano de Newark desde finales de los años 80 hasta 1996, afirma que era un secreto a voces en el seminario que el arzobispo “shared his bed with seminarians” [“compartía su cama con seminaristas”], e invitaba a cinco cada vez para que pasaran con él el fin de semana en su casa de la playa. Y añadía que conocía a un cierto número de seminaristas, algunos de los cuales fueron ordenados en la archidiócesis de Newark, que habían sido invitados a susodicha casa y habían compartido cama con el arzobispo.
Mientras permanecí en el cargo que entonces desempeñaba, no tuve conocimiento de que la Santa Sede hubiera tomado medida alguna al respecto tras la denuncia del Nuncio Montalvo a finales del 2000, cuando el cardenal Angelo Sodano era Secretario de Estado.
Asimismo, el Nuncio Sambi transmitió al cardenal Secretario de Estado Tarcisio Bertone un memorándum de acusación contra McCarrick presentado por el sacerdote Gregory Littleton de la diócesis de Charlotte, reducido al estado laico por violación de menores, junto a dos documentos del mismo Littleton en los que relataba su triste historia como víctima de abusos sexuales perpetrados por el entonces arzobispo de Newark y por varios sacerdotes y seminaristas. El Nuncio añadía que Littleton, a partir de junio de 2006, había enviado este memorándum a una veintena de personas entre autoridades judiciales civiles y eclesiásticas, policías y abogados y que era muy probable, entonces, que la noticia se hiciera pública. Pedía, por consiguiente, una rápida intervención de la Santa Sede.
Como Delegado de las Representaciones Pontificias estos documentos me fueron confiados el 6 de diciembre de 2006 y redacté una Nota en la que exponía a mis superiores, el cardenal Tarcisio Bertone y el sustituto Leonardo Sandri, que los hechos atribuidos a McCarrick por Littleton eran tan graves y abominables que provocaban en el lector desconcierto, repugnancia, profunda pena y amargura. Dichos hechos configuraban crímenes de captación; incitación a actos obscenos de seminaristas y sacerdotes, repetidos y simultáneos con más personas; escarnio de un joven seminarista que se resistió a las seducciones del arzobispo en presencia de otros dos sacerdotes; absolución del cómplice en los actos obscenos; celebración sacrílega de la Eucaristía con los mismos sacerdotes tras haber cometido dichos actos.
En esa Nota mía, que entregué ese mismo día 6 de diciembre de 2006 a mi directo superior, el sustituto Leonardo Sandri, proponía a mis superiores las siguientes consideraciones y líneas de acción:
- Considerando que a los muchos escándalos ya existentes en la Iglesia de los Estados Unidos parecía que estaba a punto de añadirse uno especialmente grave en el que estaba implicado en primera persona un cardenal
- y que por ley, al tratarse de un cardenal, según el canon 1405 § 1, n. 2, “ipsius Romani Pontificis dumtaxat ius est iudicandi” [Es derecho exclusivo del Romano Pontífice juzgar en las causas];
- proponía que respecto al cardenal se tomara una medida ejemplar que pudiera tener una función medicinal, para prevenir futuros abusos de víctimas inocentes y aplacar el gravísimo escándalo que suponía para los fieles, que a pesar de todo seguían amando y creyendo en la Iglesia.
Añadí que sería saludable que, por una vez, la autoridad eclesial interviniera antes que la civil y, en la medida de lo posible, antes de que el escándalo estallara en la prensa. Esto habría podido devolver un poco de dignidad a una Iglesia afectada y humillada por el gran número de comportamientos abominables de algunos de sus pastores. En tal caso, la autoridad civil ya no tendría que juzgar a un cardenal, sino a un pastor hacia el cual la Iglesia ya había tomado las medidas oportunas, para impedir que el cardenal, abusando de su autoridad, siguiera destruyendo a víctimas inocentes.
Mis superiores conservaron esa Nota mía del 6 de diciembre, que nunca me devolvieron con una eventual decisión en mérito.
Sucesivamente, hacia el 21-23 de abril de 2008, se publicó en internet, en el sitio online richardsipe.com, el Statement for Pope Benedict XVI about the pattern of sexual abuse crisis in the United States [Declaración para el Papa Benedicto XVI sobre el patrón de la crisis de abusos sexuales en los Estados Unidos], de Richard Sipe, que el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal William Levada, transmitió el 24 de abril al cardenal Secretario de Estado Tarcisio Bertone, y que me entregaron un mes más tarde, el 24 de mayo de 2008.
El día siguiente yo entregué mi Nota al nuevo sustituto Fernando Filoni, en la que incluía la nota precedente del 6 de diciembre de 2006. En ella hacía un resumen del documento de Richard Sipe, que terminaba con este respetuoso y triste llamamiento al Papa Benedicto XVI: “I approach Your Holiness with due reverence, but with the same intensity that motivated Peter Damian to lay out before your predecessor, Pope Leo IX, a description of the condition of the clergy during his time. The problems he spoke of are similar and as great now in the United States as they were then in Rome. If Your Holiness requests I will submit to you personally documentation of that about which I have spoken” [“Me dirijo a Su Santidad con el debido respeto, pero con la misma intensidad que motivó a Pedro Damián a describir a su predecesor, el Papa León IX, las condiciones del clero en su tiempo. Los problemas que él expuso son similares y tan importantes ahora en los Estados Unidos como lo fueron entonces en Roma. Si Su Santidad lo solicita, puedo hacerle llegar personalmente la documentación a la que me refiero“].
Terminaba esta Nota repitiendo a mis superiores que yo consideraba que había que intervenir lo antes posible quitando el capelo cardenalicio al cardenal McCarrick e imponiéndole las sanciones que establecía el Código de Derecho Canónico, que preveían también la reducción al estado laical.
Tampoco esta segunda Nota fue devuelta a la Oficina de Personal. Estaba muy desconcertado con mis superiores por la inconcebible ausencia de medidas respecto al cardenal, y porque yo seguía sin recibir ningún tipo de comunicación desde la primera Nota de diciembre de 2006.
Por fin supe con seguridad, por medio del cardenal Giovanni Battista Re, entonces prefecto de la Congregación para los Obispos, que la valiente y digna Declaración de Richard Sipe había tenido el resultado deseado. El Papa Benedicto había impuesto al cardenal McCarrick sanciones similares a las impuestas ahora por el Papa Francisco: el cardenal tenía que irse del seminario en el que vivía, se le prohibía celebrar en público, participar en reuniones púbicas, dar conferencias, viajar, con la obligación de dedicarse a una vida de oración y penitencia.
No sé cuándo tomó el Papa Benedicto estas medidas respecto a McCarrick, si en 2009 o en 2010, porque mientras tanto yo había sido trasladado al Gobernatorado del Estado de la Ciudad del Vaticano; tampoco sé quién fue el responsable de esta increíble demora. No creo ciertamente que fuera el Papa Benedicto, el cual, cuando era cardenal, ya había denunciado en varias ocasiones la corrupción presente en la Iglesia y que, en los primeros meses de su pontificado, había tomado una posición muy firme contra la admisión en los seminarios de jóvenes con profundas tendencias homosexuales. Considero que fue debida al entonces primer colaborador del Papa, el cardenal Tarcisio Bertone, notoriamente favorable a la promoción de homosexuales a puestos de responsabilidad y que solía gestionar la información que consideraba oportuno hacer llegar al Papa.
En cualquier caso, lo que es cierto es que el Papa Benedicto impuso a McCarrick dichas sanciones canónicas, que le fueron comunicadas por el Nuncio Apostólico en los Estados Unidos, Pietro Sambi. Mons. Jean-François Lantheaume, entonces primer consejero de la Nunciatura en Washington y Chargé d’Affaires a.i. tras la muerte inesperada del Nuncio Sambi en Baltimore, me contó, cuando llegué a Washington –está dispuesto a dar su testimonio–, un coloquio borrascoso, de más de una hora, entre el Nuncio Sambi y el cardenal McCarrick, que había sido convocado en la Nunciatura: “La voz del Nuncio –me dijo Mons. Lantheaume–, se oía hasta en el pasillo”.
El nuevo Prefecto de la Congregación para los Obispos, el cardenal Marc Ouellet, me comunicó estas mismas medidas del Papa Benedicto en noviembre de 2011, en un coloquio antes de mi partida hacia Washington, como parte de las instrucciones de dicha Congregación al nuevo nuncio.
Por mi parte, se las confirmé al cardenal McCarrick en el primer encuentro que tuve con él en la nunciatura. El cardenal, farfullando de manera incomprensible, admitió que tal vez había cometido el error de haber dormido en la misma cama con algún seminarista en su casa de la playa, pero lo dijo como si el hecho no tuviera la más mínima importancia.
Los fieles se preguntan insistentemente cómo es posible que fuera nombrado para la sede de Washington y que se le hiciera cardenal; tienen todo el derecho a saber quién sabía, quién encubrió sus graves delitos. Y por este motivo es mi deber dar cuenta de lo que sé al respecto, empezando por la Curia romana.
El cardenal Angelo Sodano fue Secretario de Estado hasta septiembre de 2006: a él le llegaba toda la información. En noviembre de 2000, el Nuncio Montalvo le envió su informe transmitiéndole la citada carta del padre Boniface Ramsey en la que denunciaba los graves abusos cometidos por McCarrick.
Es bien sabido que Sodano intentó encubrir hasta el final el escándalo del padre Maciel: incluso destituyó al Nuncio de Ciudad de Méjico, Justo Mullor, que se negaba a ser cómplice de sus maniobras de encubrimiento de Maciel y en su lugar nombró a Sandri, entonces Nuncio en Venezuela, que en cambio estaba muy dispuesto a colaborar. Sodano consiguió incluso que la Sala de Prensa del Vaticano emitiera un comunicado en el que se afirmaba una falsedad, a saber: que el Papa Benedicto había decidido que el caso Maciel tenía que considerarse cerrado. Benedicto reaccionó, a pesar de la infatigable defensa de Sodano, y Maciel fue juzgado culpable e irrevocablemente condenado.
¿Fue el nombramiento de McCarrick a la sede de Washington y a cardenal obra de Sodano cuando ya Juan Pablo II estaba muy enfermo? No podemos saberlo. Sin embargo, es lícito pensarlo, pero no creo que sea el único responsable. McCarrick iba con mucha frecuencia a Roma y tenía amigos por doquier, a todos los niveles de la Curia. Si Sodano había protegido a Maciel, como parece que así fue, no hay razón para que no protegiera también a McCarrick, que en opinión de muchos tenía los medios económicos para influir en las decisiones. En cambio, el entonces prefecto de la Congregación para los Obispos, el cardenal Giovanni Battista Re, se había opuesto a su nombramiento a la sede de Washington. En la Nunciatura de Washington hay una nota, escrita de su puño y letra, en la que el cardenal Re se disocia de dicho nombramiento y afirma que McCarrick estaba en el puesto 14 en la lista para la sede de Washington.
Al cardenal Tarcisio Bertone, como Secretario de Estado, se le remitió el informe del Nuncio Sambi con todos los documentos adjuntos y, presumiblemente, el Sustituto le entregó mis dos Notas anteriormente citadas, la del 6 de diciembre de 2006 y la del 25 de mayo de 2008. Como ya he apuntado, el cardenal no tenía inconveniente en presentar, de manera insistente, a candidatos manifiestamente homosexuales activos para el episcopado -cito sólo el conocido caso de Vincenzo di Mauro, nombrado arzobispo-obispo de Vigevano, destituido porque abusaba de sus seminaristas-, como tampoco en filtrar y manipular la información que hacía llegar al Papa Benedicto.
El cardenal Pietro Parolin, actual Secretario de Estado, también se ha convertido en cómplice de encubrimiento de los delitos de McCarrick; este, de hecho, tras la elección del Papa Francisco, presumía abiertamente de sus viajes y misiones en distintos continentes. En abril de 2014, el Washington Times había informado en primera página sobre un viaje de McCarrick a la República Centroafricana en nombre del Departamento de Estado. Como Nuncio en Washington, escribí al cardenal Parolin preguntándole si aún eran válidas las sanciones impuestas a McCarrick por el Papa Benedicto. ¡Inútil decir que nunca hubo respuesta a mi carta!
Lo mismo se puede decir del cardenal William Levada, antiguo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y de los cardenales Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los Obispos, y Lorenzo Baldisseri, antiguo Secretario de la misma Congregación para los Obispos, y del arzobispo Ilson de Jesus Montanari, actual Secretario de dicha Congregación. Todos, en razón de su cargo, estaban al corriente de las sanciones impuestas por el Papa Benedicto a McCarrick.
Los cardenales Leonardo Sandri, Fernado Filoni y Angelo Becciu, como Sustitutos de la Secretaria de Estado, conocían con todo detalle la situación del cardenal McCarrick.
Lo mismo vale para los cardenales Giovanni Lajolo y Dominique Mamberti que, como Secretarios para las Relaciones con los Estados, participaban varias veces a la semana en reuniones colegiales con el Secretario de Estado.
En lo que respecta a la Curia romana, por ahora me detengo, aunque son bien conocidos los nombres de otros prelados del Vaticano, también muy cercanos al Papa Francisco, como el cardenal Francesco Coccopalmerio y el arzobispo Vincenzo Paglia, que pertenecen a la corriente filohomosexual favorable a subvertir la doctrina católica respecto a la homosexualidad; corriente que ya fue denunciada en 1986 por el cardenal Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales. A la misma corriente, aunque con una ideología distinta, pertenecen también los cardenales Edwin Frederick O’Brien y Renato Raffaele Martino. Otros, pertenecientes a dicha corriente, residen incluso en la Domus Sanctae Marthae.
Paso ahora a los Estados Unidos. Obviamente, el primero en ser informado sobre las medidas impuestas por el Papa Benedicto a McCarrick fue su sucesor en la sede de Washington, el cardenal Donald Wuerl, cuya situación ahora está totalmente comprometida por las recientes revelaciones sobre su comportamiento cuando era obispo de Pittsburgh.
Es del todo impensable que el Nuncio Sambi que, como romañolo, era una persona muy responsable, leal, directa y explícita en su modo de ser, no le hubiera hablado del caso. En cualquier caso, yo mismo abordé en más de un ocasión este tema con el cardenal Wuerl, y no tuve necesidad de entrar en detalles porque tuve claro que estaba totalmente al corriente del caso. Recuerdo, sobre todo, el hecho que tuve que llamar su atención porque me di cuenta que, en la contraportada a color de una publicación de la archidiócesis, se anunciaba una invitación a un encuentro con el cardenal McCarrick dirigida a jóvenes que creían tener vocación al sacerdocio. Telefoneé inmediatamente al cardenal Wuerl, que me manifestó su asombro, diciéndome que no sabía nada de ese anuncio y que se ocuparía de anular dicho encuentro. Si como sigue afirmando ahora no sabía nada de los abusos cometidos por McCarrick y de las medidas tomadas por el Papa Benedicto, ¿cómo explica su respuesta?
Sus declaraciones recientes, en las que afirma no haber sabido nunca nada, aunque al principio hace astutamente referencia a las indemnizaciones a las dos víctimas, son totalmente ridículas. El cardenal miente descaradamente y, ademas, induce a la mentira a su canciller, mons. Antonicelli.
Pero el cardenal Wuerl ya había mentido claramente en otra ocasión. Tras un evento moralmente inaceptable autorizado por las autoridades académicas de la Universidad de Georgetown, yo había llamado la atención de su presidente, John DeGioia, al que seguidamente envié dos cartas. Antes de enviarlas al destinatario, por corrección, entregué personalmente copia de las mismas al cardenal con una misiva de acompañamiento. El cardenal me dijo que no tenía conocimiento de los hechos. Sin embargo, evitó dar acuse de recibo de mis dos cartas, contrariamente a lo que solía hacer. Después supe que hacía siete años que en la Universidad de Georgetown se llevaba a cabo dicho evento. Pero, ¡el cardenal no sabía nada!
El cardenal Wuerl, además, consciente de los continuos abusos cometidos por el cardenal McCarrick y de las sanciones que le había impuesto el Papa Benedicto, transgrediendo la orden del Papa le había permitido residir en un seminario de Washington D.C., poniendo en peligro a otros seminaristas.
El obispo Paul Bootkoski, emérito de Metuchen, y el arzobispo John Myers, emérito de Newark, encubrieron los abusos cometidos por McCarrick en sus respectivas diócesis e indemnizaron a dos de sus víctimas. No pueden negarlo y tienen que ser interrogados para que revelen las circunstancias y las responsabilidades al respecto.
El cardenal Kevin Farrell, entrevistado recientemente por los medios de comunicación, también ha afirmado no haber tenido la más mínima sospecha de los abusos cometidos por McCarrick. Teniendo en cuenta su currículum en Washington, Dallas y ahora en Roma, creo que nadie puede, con toda honestidad, creer en lo que dice. No sé si alguien le ha preguntado en alguna ocasión si conocía los crímenes de Maciel. Si tuviera que negarlo, ¿alguien le creería visto que ha tenido tareas de responsabilidad como miembro de los Legionarios de Cristo?
Respecto al cardenal Sean O’Malley me limito a decir que sus últimas declaraciones sobre el caso McCarrick son desconcertantes, y oscurecen totalmente su transparencia y credibilidad.
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Mi conciencia me obliga también a revelar hechos que he vivido en primera persona relacionados con el Papa Francisco, que tienen un significado dramático y que, como obispo que comparte la responsabilidad colegial de todos los obispos hacia la Iglesia universal, no me permiten callar, y que aquí afirmo, dispuesto a confirmarlos bajo juramento llamando a Dios como mi testigo.