Antes de derribar a don Quijote sobre la arena de la playa de Barcelona, el bachiller Sansón Carrasco (disfrazado para la ocasión de Caballero de la Blanca Luna) fija expresamente las reglas del desafío. Si don Quijote resulta vencido, tendrá que retirarse en su aldea durante un año; pero antes tendrá que declarar que Dulcinea del Toboso no es la dama más hermosa del orbe. Haciéndolo abjurar de la dama de sus pensamientos, Sansón Carrasco pretende, en realidad, que el retiro de don Quijote sea definitivo; pues un caballero que dimite de su causa se convierte en un hombre sin misión.
Pero, una vez derribado y a merced de su vencedor, con la lanza apuntando a su garganta, don Quijote, «como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma», se niega a renegar de su amada: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo –afirma–, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra». Don Quijote se ha entregado a Dulcinea sin condiciones, sin pedir nada a cambio, sin hacer depender su lealtad de que Dulcinea le corresponda. ¿Por qué habría de depender, pues, la grandeza de Dulcinea de la flaqueza de su brazo? No es la fortaleza de don Quijote la que ha encumbrado a Dulcinea como la más hermosa dama del orbe, no es la opinión cambiante de los hombres lo que cambia la sustancia de la verdad. La lealtad de don Quijote a Dulcinea no se ha inmutado ni siquiera cuando la ha visto convertida en una zafia labradora; así que tampoco se inmutará cuando la lanza del Caballero de la Blanca Luna le aprieta la gorja. Y es tan hermosa la determinación de don Quijote que hasta el bellaco de Sansón Carrasco se rinde ante ella: «Viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año».
Unamuno señalaba con razón que en esta escena se condensa la filosofía quijotesca. No importa si, peleando en defensa de la verdad, nos derrotan y humillan; no importa que nuestro yo caduco sea vencido, porque la verdad, donde vive nuestro yo eterno, no puede ser vencida. Y se da la paradoja de que, a través de nuestra derrota, esa verdad resplandece con mayor intensidad. Don Quijote acomete todas las empresas sin importarle la derrota, sabe aceptar serenamente el fracaso porque está plenamente convencido de la verdad que defiende. No lo mueve otro afán que actuar como valedor de esa verdad, por eso no admite transacciones sobre la misma, no adopta prevenciones ni urde cálculos, no tiembla ni se retrae. Aunque sabe que esa verdad se la discutirán todos los malandrines, aunque sabe que por sostenerla contra viento y marea será vilipendiado y escarnecido, no está dispuesto a declinar en su defensa; porque la adhesión a esa verdad en la que anida su yo eterno lo ha despojado de amor propio y de respetos humanos. Quien se guía por el amor propio y los respetos humanos acaba urdiendo medias verdades, acaba temiendo más su propia suerte –el rechazo de sus contemporáneos, la pérdida del prestigio, etcétera– que el oscurecimiento de esa verdad que ilumina sus días.
La filosofía quijotesca se resume en luchar contra el espíritu de nuestra época, aun sin esperanzas de victoria. Y para ello tenemos que estar dispuestos a llevarnos muchos coscorrones y a ponernos en ridículo, no sólo ante los hombres moldeados por la mentalidad de la época, sino incluso ante nosotros mismos. Unamuno señala muy certeramente que esta filosofía quijotesca es «hija de la locura de la cruz», donde en efecto Cristo se pone en ridículo, no sólo ante los sayones que lo escarnecen pidiéndole entre risotadas que descienda del madero, sino ante sí mismo, que podría haber accedido a esa petición con tan sólo ‘entrar en razón’; es decir, desprendiéndose de la naturaleza mortal que lo mantiene clavado a la cruz. También don Quijote podría haber evitado muchos revolcones y pesadumbres con tan sólo ‘entrar en razón’; pues, como muchas veces percibimos a lo largo de la novela, es hombre que discurre muy sutil y prudentemente y, por lo tanto, podría haber urdido cálculos para rehuir los peligros y las asechanzas, sin renegar plenamente de su verdad, aceptando tan sólo empañarla con diversos subterfugios. Pero no lo hace. Y, siendo vencido, don Quijote vence misteriosamente; convirtiéndose en el hazmerreír de sus detractores, triunfa sobre ellos.
Es una lección moral extraordinaria, pero hace falta un valor heroico para asumirla. Mirémonos en el espejo de don Quijote, aunque una lanza nos apriete la gorja, aunque tengamos que retirarnos derrotados a la aldea.