Fuente: Adelante la Fe.
Dico vobis quia si hii tacuerint, lapides clamabunt. Lc. 19, 40
Traditionis custodes: con estas palabras principia el documento por el que Francisco deroga como un monarca absoluto el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI. No pasa inadvertido el tono casi burlón de la pomposa cita de Lumen gentium: precisamente en el momento en que Bergoglio reconoce a los obispos como custodios de la Tradición, les pide que supriman la más elevada y sagrada expresión orante. Quien quiera buscar algún resquicio entre líneas, sepa que el borrador que se hizo llegar a la Congregación para la Doctrina de la Fe para revisión era muchísimo más riguroso que el texto final. Lo cual confirma, aunque no es necesario, que no han hecho falta presiones particulares por parte de los enemigos históricos de la liturgia tridentina –empezando por los eruditos de San Anselmo– para convencer a Su Santidad a fin de que intentara hacer lo que mejor se le da: demoler. Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant [lo dejaron todo yermo, y lo llaman paz. –Tácito]
El modus operandi de Francisco.
Francisco ha desmentido una vez más la piadosa ilusión de la hermenéutica de la continuidad al afirmar que la coexistencia entre el Vetus y el Novus Ordo es imposible porque son expresiones respectivas de dos posturas doctrinales y eclesiológicas irreconciliables. Por un lado está la Misa de los Apóstoles, voz de la Iglesia de Cristo; por otro, la celebración eucarística montiniana, expresión de la Iglesia conciliar. Y eso que digo no es una acusación, por legítima que sea, de alguien que tiene reservas hacia el rito reformado y hacia el Concilio; es un reconocimiento, es más, una afirmación jactanciosa de una postura ideológica de parte del propio Francisco, cabecilla de la facción más extremista del progresismo. Su doble papel de papa y de liquidador de la Iglesia Católica le permite por una parte derruirla a golpe de decretos y actos de gobierno, y por otra servirse del prestigio que le confiere el cargo para instaurar y difundir la nueva religión sobre las ruinas de la vieja. Poco importa que la manera en que actúa contra Dios, contra la Iglesia y contra la grey del Señor choquen de modo estridente con sus llamadas a la parresía, al diálogo, a tender puentes en vez de levantar muros; la Iglesia de la misericordia y el hospital de campaña resultan ser huecos artificios retóricos cuando quienes tendrían que beneficiarse serían los católicos, y no los herejes y fornicarios. En realidad, todos sabemos bien que la indulgencia de Amoris laetitia para con los concubinarios y adúlteros notorios sería poco menos que inimaginable para con los rígidos, contra los que arremete Begoglio cada vez que se le presenta la oportunidad.
Después de años de pontificado, todos habíamos comprendido que las razones aducidas por Bergoglio para declinar el encuentro con un prelado, un político o un intelectual conservador no son válidas para el cardenal abusador de menores, el obispo hereje, el político abortista o el intelectual mundialista. Hay, en resumen, una diferencia como de la noche al día, a partir de la cual se puede captar la parcialidad y sectarismo de Francisco en beneficio de cualquier ideología, pensamiento, proyecto o expresión científica, artística o literaria que no sea católica. Todo lo que sea vagamente católico suscita al parecer en el inquilino de Santa Marta una aversión como poco desconcertante aunque sólo sea por el Solio en que se sienta. Muchos han señalado esta disociación, esta especie de bipolaridad de un pontífice que no se comporta como tal ni habla como tal. El problema es que no nos encontramos ante una inactividad del pontificado, como podría suceder en el caso de un papa enfermo o muy anciano; sino que es una acción constante, organizada y planificada en un sentido diametralmente opuesto a la esencia misma del Papado. Bergoglio es que no sólo se abstiene de condenar los errores actuales –¡nunca lo ha hecho!– recalcando enérgicamente la verdad católica; se ocupa activamente en divulgar esos errores, en promoverlos y darles cabida en todos los actos que se celebran en el Vaticano mientras manda callar a cuantos denuncian esos errores. No sólo no castiga a los prelados fornicarios, sino que los promociona y defiende con mentiras, al paso que destituye a los cardenales que no se apuntan al nuevo rumbo. No sólo se abstiene de condenar a los políticos abortistas que se autoproclaman católicos, sino que interviene para impedir que las conferencias episcopales se pronuncien a favor de condenarlos, contradiciendo con ello el camino sinodal que por otro lado le permite valerse de una minoría de progres extremistas para imponer su voluntad a la mayoría de los padres sinodales.
Una constante de dicha actitud, que se puede observar en su forma más descarada y arrogante en Traditionis custodes, es la doblez y la mentira. Una doblez de fachada, claro, que es contradicha a diario por tomas de posición nada prudentes a favor de un sector mucho más concreto, que en aras de la brevedad podríamos identificar con la izquierda ideológica, en realidad con su evolución más reciente en clave mundialista, ecologista, transhumana y LGBT. Hemos llegado a un punto en que hasta las personas sencillas y poco avezadas en cuestiones doctrinales han entendido que tenemos un papa que no es católico, al menos en el sentido estricto de la palabra. Esto plantea problemas serios de índole canónica que no nos toca resolver a nosotros pero que tarde o temprano tendremos que afrontar.
El extremismo ideológico
Otro elemento significativo de este pontificado , llevado a sus últimas consecuencias con Traditionis custodes, el el extremismo ideológico de Bergoglio. Un extremismo que es deplorado de palabra en lo que se refiere a otros pero que encuentra su expresión más violenta despiadada cuando es él mismo quien lo pone en práctica contra los sacerdotes y laicos vinculados al rito antiguo y fieles a la Santa Tradición. Y en tanto que con la Hermandad San Pío X se muestra dispuesto a hacer concesiones y tener relaciones de buena vecindad, no tiene la menor comprensión ni trato humano con los pobres sacerdotes y fieles que para mendigar que les dejen celebrar la Misa en latín se ven obligados a soportar mil humillaciones y chantajes. Este comportamiento no es casual; el movimiento fundado por monseñor Lefebvre goza de autonomía e independencia económica, y por eso no hay motivo para temer extorsiones ni supervisiones por parte de la Santa Sede. En cambio, los obispos y sacerdotes incardinados en las diócesis y órdenes religiosas saben que pende sobre ellos la espada de Damocles de la destitución, de la suspensión a divinis y la de la privación de los medios mismos de subsistencia.
La experiencia de la Misa Tridentina en la vida sacerdotal
Quien haya tenido oportunidad de seguir mis intervenciones y declaraciones conoce de sobra mi postura con relación al Concilio y al Novus Ordo; pero conoce también mi formación, mi currículum al servicio de la Santa Sede y mi relativamente reciente toma de conciencia de la apostasía y la crisis que atravesamos. Por ese motivo, reitero que comprendo la situación espiritual de quienes, precisamente por esta situación, no pueden adoptar una postura radical, como por ejemplo celebrar la Misa de San Pío V o asistir exclusivamente a ella, o no están todavía en condiciones de hacerlo. Muchos sacerdotes no descubren los tesoros de la venerable liturgia tridentina hasta el momento en que la celebran y se dejan empapar de ella, y no es raro que la curiosidad inicial por el rito extraordinario –fascinante desde luego por su fastuosidad– no tarde en sustituirse por la conciencia de la profundidad de las palabras, la claridad de doctrina y la insuperable espiritualidad que hace nacer y que nutre en las almas. Hay una armonía perfecta que no se puede expresar con palabras y que el fiel no alcanza a entender sino en parte pero que conmueven el corazón del sacerdote de un modo que sólo Dios puede hacerlo. Lo pueden confirmar mis hermanos en el sacerdocio que se han acercado al usus antiquor tras décadas de obediente celebración del Novus Ordo: se abre ante ellos un mundo, un universo que abarca el rezo del Breviario con las lecciones de Maitines y los comentarios de los Padres, las referencias a los textos de la Misa, el Martirologio a la hora de Prima… Son palabras sagradas no porque estén en latín; todo lo contrario: están expresadas en latín porque la lengua vulgar las envilecería, las profanaría, como señalaba sabiamente Dom Guéranguer. Son las palabras de la Esposa al divino Esposo, las palabras del alma que vive en íntima unión con Dios, el alma que se deja inhabitar de la Santísima Trinidad. Palabras esencialmente sacerdotales, en la más profunda acepción del término, que en el sacerdocio no sólo supone el poder para ofrecer el Sacrificio, sino de unirse en la oblación de sí mismo a la Víctima pura, santa e inmaculada. Nada que ver con la verborrea del rito reformado, que se empeña excesivamente en complacer la mentalidad secularizada para dirigirse a la Majestad de Dios y la corte celestial; que se preocupa tanto por hacerse comprensible que se ve obligado a no comunicar nada que no sea alguna obviedad trivial; que pone tanto cuidado en no ofender la susceptibilidad de los herejes que se permite callar la Verdad en el preciso instante en que el Señor Dios se hace presente sobre el altar; que tiene tanto temor de pedir a los fieles el más mínimo compromiso que banaliza el canto sagrado y toda expresión artística ligada al culto. El mero hecho de que en la redacción de ese rito hayan participado luteranos, modernistas y masones notorios bastaría para hacernos entender, si no la mala fe y el dolo, al menos la mentalidad horizontal privada sobrenaturalidad que impulsó a los autores de la llamada reforma litúrgica. Los cuales, por lo que hemos podido saber, no se distinguían por la santidad con que refulgían los autores sagrados de los textos del antiguo Misal Romano y de todo el corpus litúrgico.
¿Cuántos de vosotros, sacerdotes –y desde luego muchos laicos–, no os sentís conmovidos hasta las lágrimas al recitar los admirables versículos de la Secuencia de Pentecostés, al comprender que vuestra predilección por la liturgia tradicional no tenía nada que ver con una estéril complacencia estética, sino que se había transformado en una verdadera necesidad espiritual, tan irrenunciable como la respiración? ¿Cómo podéis, cómo podemos, explicar a quienes hoy nos quieren privar de este inestimable bien que aquel rito bendito os ha llevado a descubrir la verdadera naturaleza de vuestro sacerdocio, y que de él y nada más que de él podéis obtener las fuerzas y la nutrición para afrontar las exigencias de vuestro ministerio? ¿Cómo se puede hacer entender que la obligada vuelta al rito montiniano os supone un sacrificio imposible, porque en la batalla cotidiana contra el mundo, la carne y el Diablo ese rito os deja desarmados, postrados y sin fuerzas?
Es evidente que sólo quien no ha celebrado la Misa de San Pío V puede considerarla un molesto oropel de otros tiempos del cual se puede prescindir. También muchos sacerdotes jóvenes, habituados desde la adolescencia al Novus Ordo, han entendido que las dos formas del rito no tienen nada en común, y que una es tan superior a la otra que pone en evidencia los límites y aspectos criticables de la otra, hasta el punto que se les hace poco menos que penoso celebrarla. No es cuestión de nostalgia, de culto al pasado; hablamos de la vida del alma, de su crecimiento espiritual, de ascesis y de mística. Conceptos que nadie de los que entienden el sacerdocio como una profesión es capaz de comprender el dolor que experimenta un alma sacerdotal al ver las especies eucarísticas profanadas durante los grotescos ritos de la Comunión en tiempos de la farsa pandémica.
Una visión reductiva de la autorización de la Misa
Por eso, me resulta desagradable en extremo leer en Traditionis custodes que el motivo por el cual Francisco considera que el motu proprio Summorum Pontificum se promulgó hace catorce años fue el deseo de remediar el supuesto cisma de monseñor Lefebvre. Cierto es que algunos cálculos políticos pudieron haber tenido su peso, sobre todo en tiempos de Juan Pablo II, aunque entonces los fieles de la Hermandad San Pío X eran escasos en número; pero la petición de dar carta de ciudadanía a la Misa que durante dos milenios nutrió la santidad de los fieles e infundió la savia vital a la civilización cristiana no puede reducirse a un acto contingente.
Con su motu proprio, Benedicto devolvió a la Iglesia la Misa apostólica romana, declarando que en ningún momento había sido revocada. Indirectamente, admitió que cuando Pablo VI impuso de forma autoritaria su rito cometió un abuso al prohibir despiadadamente la celebración de la liturgia tradicional. Y si bien en el mencionado documento pueden encontrarse elementos incongruentes, como por ejemplo la presencia simultánea de ambas formas del mismo rito, podemos considerar que sirvieron para permitir la difusión del extraordinario sin afectar al ordinario. En otros tiempos habría sido inconcebible permitir la celebración de una Misa entreverada de equívocos y omisiones, cuando la autoridad pontificia habría sido suficiente para restablecer el rito de antes. Pero hoy, con la pesada carga del Concilio y la mentalidad secularizada ampliamente difundida, la mera licitud de celebrar la Misa Tridentina se puede considerar un bien innegable; un bien que todos tienen a la vista por los abundantes frutos que produce en las parroquias donde se celebra. Y cuántos más frutos no produciría si Summorum Pontificum se hubiera aplicado en todos sus puntos con espíritu de verdadera comunión eclesial.
El presunto uso instrumental del Misal Romano
Francisco sabe muy bien que la encuesta a los obispos de todo el mundo no obtuvo resultados negativos, aunque las preguntas estaban formuladas de tal forma que estaba claro qué clase de respuestas esperaba. La consulta fue un pretexto para hacer creer a la gente que su decisión sería inevitable y fruto de una respuesta conjunta del episcopado. Todos sabemos que si Bergoglio quiere obtener un resultado determinado no vacila en recurrir a la fuerza, a mentiras y a efectuar golpes de mano: los últimos sínodos lo han demostrado más allá de toda duda razonable, con la exhortación postsinodal ya redactada antes de la primera votación del instrumentum laboris. Por eso, también en este caso el objetivo previsto de antemano era la abolición de la Misa Tridentina, y la profasis, o sea la excusa aparente, tenía que ser «el uso instrumental del Missale Romanum de 1962, que se caracteriza cada vez más por un rechazo creciente no sólo de la reforma litúrgica, sino del Concilio Vaticano II» (ver aquí). Con toda franqueza, de ese uso instrumental se puede en todo caso acusar a la Hermandad San Pío X, que tiene todo el derecho de afirmar lo que cada uno de nosotros sabemos de sobra: que la Misa de San Pío V es incompatible con la doctrina y la eclesiología postconciliar. Pero el motu proprio no afecta a la Hermandad, que siempre celebra con el Misal de 1962 precisamente en virtud de ese derecho inalienable que Benedicto XVI reconoció y no creó de la nada en 2007.
El sacerdote diocesano que celebra la Misa en la iglesia a la que lo ha destinado su obispo, y que cada semana tiene que someterse a un riguroso interrogatorio por las acusaciones de fervientes católicos progresistas sólo porque ha tenido la osadía de rezar el Confíteor antes de dar de comulgar a los feligreses, sabe muy bien que no puede hablar mal del Novus Ordo ni del Concilio, porque desde la primera sílaba se vería obligado a comparecer ante la Curia y lo destinarían a una parroquia perdida de un pueblo allá por donde el diablo perdió el poncho. Ese silencio, con frecuencia doloroso y casi siempre entendido como más elocuente que muchas palabras, es el precio que debe pagar para poder celebrar la Santa Misa de siempre, para no privar a los fieles de las gracias que esa Misa derrama sobre la Iglesia y sobre el mundo. Y lo que es aún más absurdo: que mientras oímos como nos dicen impunemente que hay que abrogar la Misa Tridentina porque es incompatible con la eclesiología del Concilio, en cuanto nosotros decimos lo mismo –que la Misa montiniana es incompatible con la teología católica– somos de inmediato objeto de condena y utilizan nuestra afirmación como prueba ante el tribunal revolucionario de Santa Marta.
Me pregunto de qué enfermedad espiritual estarán aquejados los pastores en estas últimas décadas para que hayan dejado de ser unos padres amorosos y se hayan vuelto despiadados censores de sus sacerdotes, funcionarios que siempre están atentos y listos para abrogar todos los derechos en virtud de un chantaje que ni se molestan en disimular. Este clima de suspicacia no contribuye en modo alguno a la tranquilidad de muchos buenos sacerdotes, porque el bien que hacen está en todo momento bajo la lupa de funcionarios que consideran un peligro a los fieles ligados a la Tradición, como una presencia molesta que hay que tolerar en tanto que no se deje ver mucho. ¿Se puede concebir una Iglesia en la que se ponen sistemáticamente trabas al bien, y quien lo hace es visto con sospecha y sujeto con riendas? Comprendo muy bien el escándalo de tantos católicos, de fieles y de no pocos sacerdotes ante este pastor que «en vez de oler a oveja apalea enojado al rebaño» (ver aquí).
El equívoco de poder gozar de un derecho como si fuese una graciosa concesión lo encontramos también en la política, cuando el Estado autoriza los desplazamientos, las actividades escolares, la actividad económica y el trabajo con tal de que uno se someta a la inoculación de suero génico experimental. Así, del mismo modo que el rito extraordinario se permite a condición de aceptar el Concilio y la Misa reformada, también en el ámbito civil se permite ejercer sus derechos a los ciudadanos a condición de que acepten el discurso de la pandemia, la vacuna y los sistemas de rastreo. No tiene nada de extraño que en muchos casos sean los propios sacerdotes y obispos –y hasta el mismo Bergoglio– los que exijan que hay que estar vacunado para recibir la Comunión; la perfecta sincronización entre lo uno y lo otro es cuando menos inquietante.
Pero vamos a ver, ¿dónde está ese uso instrumental del Misal Romano? Más bien habría que hablar del uso instrumental del Misal de Pablo VI, que ese sí –parafraseando a Bergoglio– se caracteriza cada vez más por un rechazo creciente, no sólo a la tradición litúrgica preconciliar sino a todos los concilios ecuménicos que precedieron al Vaticano II. Por otra parte, ¿acaso no es Francisco el que considera un peligro para el Concilio el mero hecho de que pueda celebrarse una Misa que repudia y condena todas las desviaciones doctrinales conciliares?
Otras incongruencias
¡Jamás se vio en la historia de la Iglesia que un concilio o una reforma litúrgica supusieran un punto de quiebre entre un antes y después! ¡Jamás en estos dos milenios trazaron los romanos pontífices deliberadamente una frontera ideológica entre la Iglesia que los había precedido y la que ellos gobernaban, borrando contradiciendo el magisterio de sus predecesores! Ese antes y ese después se han convertido en una obsesión, tanto para los que insinuaban con prudencia errores doctrinales mediante expresiones equívocas como para los que con la desfachatez de quien cree haber vencido promocionaban el Concilio como «el 1789 de la Iglesia», como un hecho profético y revolucionario. Antes del 7 de julio de 2007, un destacado ceremoniero pontificio respondió jactancioso: «¡No hay vuelta atrás!» Y sin embargo, ¡por lo visto con Francisco se puede volver atrás, ¡y de qué manera!, si hace falta para mantener el poder e impedir que se propague el bien! Siniestramente, se hace eco del ¡Nada será como antes! de la farsa pandémica.
La admisión por parte de Francisco de una supuesta división entre los fieles vinculados a la liturgia tridentina y los que, en buena parte por costumbre o por resignación, se han adaptado a la nueva liturgia reformada es muy reveladora: no se propone remediar esa división reconociendo plenos derechos a un rito objetivamente mejor en comparación con el montiniano, sino precisamente para impedir que se haga patente la superioridad ontológica de la Misa de San Pío V y ello suscite críticas al rito reformado y a la doctrina que expresa, lo prohíbe, lo tilda de divisorio, lo confina en una reserva india procurando limitar al máximo su difusión para que desaparezca definitivamente, en nombre de la cultura de cancelación de la que fue desgraciado anticipo la revolución conciliar. Al no poder tolerar que el Novus Ordo y el Concilio sean inexorablemente derrotados con el Vetus Ordo y el magisterio católico perenne, la única solución que se puede adoptar es borrar todo rastro de la Tradición, relegarla a la condición de refugio nostálgico de algún octogenario inflexible o un conventículo de excéntricos, o presentarlo a modo de pretexto como el manifiesto ideológico de una minoría fundamentalista. Por otra parte, construir una versión mediática coherente con el sistema, repetir hasta la saciedad para adoctrinar a las masas, son una constante no sólo en el ámbito eclesiástico sino en el político y civil, por lo que parece con desconcertante evidencia que la iglesia profunda y el estado profundo no son otra cosa que dos rieles paralelos que van en una misma dirección y tienen por destino final el Nuevo Orden Mundial, con su religión y su profeta.
Está claro que hay división, pero no por parte de los buenos católicos y los sacerdotes que siguen fieles a la doctrina de siempre, sino de los que han sustituido la ortodoxia por la herejía y el Santo Sacrificio por un banquete fraterno. Esta división no tiene nada de nuevo; se remonta a los años sesenta, cuando el espíritu del Concilio, la apertura al mundo y el diálogo interreligioso hicieron añicos dos mil años de catolicidad y revolucionaron todo el cuerpo de la Iglesia persiguiendo a los refractarios o poniéndoles obstáculos. Y sin embargo aquella división, que efectuaron llevando al interior de la Iglesia la confusión doctrinal y litúrgica, no parecía entonces tan lamentable. En cambio hoy, en plena apostasía, se considera paradójicamente causante de división a quien no pide la condena explícita del Concilio y el Novus Ordo, sino simplemente tolerancia para la Misa según el rito extraordinario en nombre del tan ensalzado pluralismo poliédrico.
Es significativo que también en el mundo civil la tutela de las minorías sólo es válida cuando es útil para demoler la sociedad tradicional y se hace caso omiso de ella a la hora de garantizar los legítimos derechos de los ciudadanos honrados. Se ha hecho patente que so pretexto de la protección de las minorías lo que se quería era debilitar la mayoría de buenos, mientras que ahora que la mayoría está integrada por corruptos, se puede aplastar sin piedad a la minoría de buenos. La historia reciente está llena de instructivos ejemplos de ello.
Naturaleza tiránica de los custodios de la Tradición
A mi juicio resulta desconcertante, no tanto este o aquel punto del motu proprio sino la índole tiránica general, acompañada de una sustancial falsedad de los argumentos aducidos para justificar las decisiones impuestas. Del mismo modo que escandaliza el abuso de poder por parte de una autoridad cuya razón de ser no es impedir o limitar las gracias que la Iglesia distribuye a sus miembros, sino promoverlas; no quitar gloria a la majestad divina con un rito que hace guiños a los protestantes, sino celebrarlo de un modo perfecto; no sembrar errores doctrinales y morales, sino condenarlos y erradicarlos, también en esto, el paralelo con lo que sucede en la esfera civil es evidente: los que nos gobiernan abusan de su autoridad lo mismo que nuestros obispos, imponiendo normas y límites que vulneran los principios más elementales del derecho. Es más, suele suceder en ambos frentes que quien está constituido en autoridad se valga de un simple reconocimiento de facto por parte de la base (ciudadanos y fieles) aun cuando la forma en que ha conquistado el poder infringe, si no la letra, al menos el espíritu de la ley. El caso de Italia, donde un gobierno no elegido legisla sobre la obligación de vacunarse y el pasaporte sanitario, vulnerando con ello la Constitución y los derechos naturales de los italianos, no me parece muy diferente de la situación en que se encuentra la Iglesia, con un pontífice que dimite y es sustituido por Jorge Mario Bergoglio, elegido –o al menos sostenido y apoyado– por la mafia de San Galo y un episcopado ultraprogresista. Salta a la vista que hay una profunda crisis de autoridad, civil y religiosa, en la que quien ejerce el poder lo utiliza contra aquellos a quienes debía proteger, y sobre todo en contra del fin por el que se constituye toda autoridad.
Analogía entre iglesia profunda y estado profundo
Creo que ha quedado claro que la sociedad civil y la Iglesia padecen el mismo cáncer que la primera sufrió con la Revolución Francesa y la segunda con el Concilio. En ambos casos, el pensamiento masónico es la base de la demolición sistemática de la institución y sustitución por un sucedáneo que mantiene la apariencia externa, la estructura jerárquica y la fuerza coercitiva, pero con fines diametralmente opuestos a los que deberían tener.
En este punto, los ciudadanos de un bando y los fieles del otro se encuentran en una situación en que tienen que desobedecer a la autoridad terrenal a fin de obedecer a la divina, que gobierna los estados y la Iglesia. Está claro que los reaccionarios (o sea, los que no aceptan la perversión de la autoridad y quieren ser fieles a la Iglesia de Cristo y a la Patria) constituyen un elemento disidente que no se puede tolerar en modo alguno y es preciso por tanto desacreditar, deslegitimizar, amenazar y privar de sus derechos en nombre de un bien público que ya no es el bien común, sino todo lo contrario. Hay que tildar de conspiracionistas, tradicionalistas, conspiranoicos o integristas a esos pocos supervivientes de un mundo que se quiere hacer desaparecer; son un peligro para el cumplimiento de nuestro plan mundial, precisamente en el momento más crucial de su implementación. Por eso reaccionan las autoridades de un modo casi indisimulado, descarado y violento: hay peligro de que cada vez sean más los que descubran las pruebas del fraude, formen una resistencia organizada y rompan el muro de silencio y de implacable censura impuesto por la corriente mayoritaria.
Podemos, pues, entender la violenta reacción de las autoridades y prepararnos para hacer una oposición firme y determinada, mientras seguimos haciendo uso de los derechos que se nos niegan de forma abusiva e ilícita. Cierto es que podremos encontrarnos con que tengamos que ejercitar esos derechos de forma incompleta si se nos niega la posibilidad de viajar por no tener pasaporte sanitario o si el obispo prohíbe celebrar la Misa de siempre en una iglesia de su diócesis; pero nuestra resistencia a los abusos de la autoridad podrá contar no obstante con las gracias que el Señor no dejará de concedernos, en particular la virtud de la fortaleza, indispensable en tiempos de tiranía.
La normalidad que asusta
Si en un frente podemos ver que la persecución de los disidentes está bien planeada y organizada, en el otro no podemos menos que reconocer la fragmentación del adversario. Bergoglio sabe muy bien que es preciso callar al movimiento de disidencia fomentando ante todo divisiones internas y separando a los sacerdotes de los fieles. Una fructífera colaboración fraternal entre el clero diocesano, religiosos e institutos de Ecclesia Dei es una posilidad que conviene atajar, porque daría a conocer el rito antiguo, además de ser una ayuda valiosísima en el ministerio. Pero significaría que la Misa Tridentina se volvería algo normal en la vida diaria de los fieles, lo cual sería intolerable para Francisco. Por ese motivo, los sacerdotes diocesanos son dejados a la merced de los ordinarios, mientras que los institutos Ecclesia Dei son puestos bajo la autoridad de la Congregación para los Religiosos, como triste preludio de un destino ya dispuesto. No olvidemos lo que les ha pasado a florecientes órdenes religiosas, culpables de contar con la bendición de numerosas vocaciones y que se han propagado gracias a la odiada liturgia tradicional y la fiel observancia de la regla. Por eso ciertas formas de insistencia en el aspecto ceremonial de la celebración corren el riesgo de legitimar la disposición de medidas de supervisión y restricción y le hace el juego a Bergoglio.
También en el mundo civil, precisamente al fomentar ciertos excesos por parte de los disidentes, quienes ostentan el poder los marginan y dan legitimidad a medidas represivas: por ejemplo, con los movimientos antivacunas, así como la facilidad con desacreditan las legítimas protestas de los ciudadanos, para lo cual resaltan la excentricidad y las incongruencias de unos pocos. Es facilísimo condenar a unos pocos exaltados que, exasperados, prenden fuego a un pabellón de vacunación mientras quitan visibilidad a millones de personas honradas que se manifiestan ordenadamente para que no las marquen con el pasaporte sanitario o las despidan del trabajo si no se vacunan.
No podemos estar aislados y desorganizados
Es igualmente importante para todos nosotros dar visibilidad a una propuesta coherente y coordinar sin falta la acción pública. La derogación de Summorum Pontificum nos lleva de vuelta a veinte años atrás. La infausta decisión bergogliana de abrogar el motu proprio del papa Benedicto está destinada a fracasar irremediablemente, porque afecta al alma misma de la Iglesia, de la que el Señor es Pontífice y Sumo Sacerdote. Y no es cierto que la totalidad del Episcopado –como estamos viendo con alivio– esté dispuesto a sufrir pasivamente formas de autoritarismo que no contribuyen nada a apaciguar los ánimos. En determinadas circunstancias, el Código de Derecho Canónico garantiza a los obispos la posibilidad de dispensar a sus fieles de leyes particulares y universales. En segundo lugar, el pueblo de Dios ha entendido bien el carácter subversivo de Traditionis custodes e instintivamente quiere saber qué es lo que causa semejante desaprobación por parte de los progresistas. No nos sorprendamos, pues, si en las iglesias en las que se celebra la Misa Tradicional nos encontramos con fieles procedentes de la vida parroquial ordinaria y hasta a personas que estaban alejadas de la Iglesia. Como ministros de Dios o como simple fieles, tendremos el deber de manifestar firmeza y serena resistencia ante semejantes abusos, padeciendo con actitud sobrenatural nuestro pequeño calvario de cada día mientras los nuevos sumos sacerdotes y los escribas del pueblo nos abofetean y nos acusan de fanáticos. La humildad, el ofrecimiento silencioso de las injusticias y el ejemplo de una vida coherente con el Credo que profesamos ameritarán el triunfo de la Misa católica y la conversión de numerosas almas. No olvidemos que por habérsenos dado mucho, mucho se nos pedirá.
Restitutio ad integrum
«¿Qué padre, entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿Si pide pescado, en lugar de pescado le dará una serpiente? ¿O si pide un huevo, le dará un escorpión?» (Lc.11,11-12) Ahora podemos entender el sentido de estas palabras, observando con dolor y con el corazón desgarrado el cinismo de un padre que nos da las piedras de una liturgia sin alma, las serpientes de una doctrina corrompida y los escorpiones de una moral adulterada. Y llega al punto de dividir la grey del Señor entre los que aceptan el Novus Ordo y los quieren seguir fieles a la Misa de nuestros padres, exactamente como los gobernantes oponen entre sí a vacunados y no vacunados.
Cuando Nuestro Señor, sentado en un pollino entró en Jerusalén mientras la multitud extendía mantos a su paso, los fariseos le preguntaron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Pero el Señor les respondió: «Os digo, si estas gentes se callan, las piedras se pondrán a gritar» (Lc.19,39-40). Desde hace sesenta años gritan las piedras de nuestras iglesias, en las cuales se ha proscrito dos veces el Santo Sacrificio. Gritan los mármoles de los altares, las columnas de las basílicas y las bóvedas de las catedrales. Porque esas piedras, consagradas al culto del Dios verdadero, hoy están abandonadas y desiertas, o son profanadas en ritos nefandos, o transformadas en estacionamientos y supermercados, como consecuencia de ese Concilio que nos empeñamos en defender. Gritemos también nosotros, que somos piedras vivas del templo de Dios. Gritemos con confianza en el Señor para que devuelva la voz a sus discípulos, que hoy están mudos. Y para que se restituya el intolerable robo del que son culpables los propios administradores de la viña del Señor.
Más para restituir lo robado, es preciso que nos mostremos dignos de los tesoros que se nos han robado. Procuremos hacerlo con santidad de vida, dando ejemplo de virtud, con oración y haciendo vida de sacramentos. No olvidemos tampoco que hay centenares de buenos sacerdotes que todavía saben en qué consiste la sagrada unción con que han sido ordenados ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. El Señor se digna descender sobre nuestros altares incluso cuando éstos se encuentran en sótanos y desvanes. Contrariis quibuslibet minime ostantibus [A pesar de los pesares].
+ Carlo Maria Viganò, arzobispo
28 de julio de 2021
Ss. Nazarii et Celsi Martyrum, Victoris I Papae et Martyris ac Innocentii I Papae et Confessoris