Extractos del Cap. X, "De la Acción Extraordinaria del Episcopado", del libro «De la Iglesia y de su Divina Constitución», París, Société Générale de Librairie Catholique, 1885; por Dom Marie-Étinenne-Adrien Gréa (1828 - 1917), fundador de los Canónigos Regulares de la Inmaculada Concepción.
Si la falla de las Iglesias particulares llama a la
acción inmediata de la Iglesia universal y puede dar apertura a esta acción
extraordinaria del episcopado, es manifiestamente en dos ocasiones:
En primer lugar, cuando las Iglesias particulares no
son todavía fundadas, y es propiamente el apostolado. En segundo lugar, cuando
las Iglesias particulares están como derribadas por la persecución, la herejía o cualquier grave obstáculo que
destruya completamente y suprima la acción de sus pastores: y es el caso
más raro de la intervención extraordinaria del episcopado viniendo en su
socorro.
Por lo que se refiere al establecimiento mismo de las
Iglesias, los apóstoles al comienzo y, después de ellos, sus primeros
discípulos, actuaron en la virtud de esta misión general: “Id y enseñad a todas las naciones”; esto es manifiesto, pues el
Evangelio no les da otra. Ahora bien, esta
misión concierne constantemente al episcopado. Es, en efecto, propiamente al Colegio Episcopal que ella ha sido dada,
pues la eficacia debía durar hasta el fin del mundo, de conformidad a lo
que sigue en el texto sagrado: “Y he aquí
que Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”.
Pero esta
misión fue dada antes de toda delimitación de territorio y antes que algún
obispo tuviera un poder particular sobre un pueblo determinado. Ella ha
precedido la fundación de las iglesias que debían ser atribuidas después a cada
uno de los miembros del Colegio; y así los obispos recibieron en la persona de
los apóstoles una misión general, verdadera y primitivamente, de anunciar el
Evangelio.
A medida que la fundación de las iglesias
particulares, sucediendo a la conquista evangélica, aplicó este poder a rebaños
particulares, ésta restringió por lo mismo el campo de esta actividad más
general con respecto de los pueblos a conquistar y que debe cesar con el
establecimiento de jerarquías locales.
Pero no es solamente en el establecimiento de la
Iglesia que el poder propiamente apostólico y universal de los obispos se
declara. Hay un segundo orden de estas manifestaciones más raras y más
extraordinarias todavía.
En el seno mismo
de los pueblos cristianos hemos visto a veces, en necesidades urgentes, a los
obispos, siempre dependientes en esto como todas las cosas al
Soberano Pontífice y actuando en la virtud de su comunión, es decir, recibiendo
de él todo su poder, usar de este poder
para la salud de los pueblos.
Si por
calamidades superiores a todas las previsiones de las leyes, y de violencias
que no se podrían remediar por vías comunes, se careciera de la acción de los
pastores locales; seríamos puestos en condiciones tales que el apostolado
se ejercería para el establecimiento de las iglesias como si los ministerios
locales no estuvieran todavía constituidos.
Vimos así en el
siglo IV a San Eusebio de Samosata recorrer las iglesias de Oriente devastadas
por los arrianos, ordenando pastores ortodoxos sin tener jurisdicción especial sobre
ellas.
Estas son
acciones verdaderamente extraordinarias, como las circunstancias que fueron la
ocasión.
Si la historia nos muestra obispos cumpliendo este
oficio de “médicos” de las iglesias que desfallecen, ella nos cuenta al mismo
tiempo las coyunturas imperiosas que les ha dictado esta conducta. Se requirió, para volverla legítima,
necesidades tales que la existencia misma de la religión estuviera
comprometida, que el ministerio de los pastores particulares fuera
completamente destruido o vuelto impotente, y que no se pueda esperar ningún
recurso posible a la Santa Sede.
En estos casos
extremos, el poder apostólico que apareció, al comienzo, para establecer el
Evangelio, reaparece como para establecerlo de nuevo: pues es dar equivalentemente
un nuevo nacimiento a las iglesias el preservarlas de una ruina total y ser su
salvador.
Pero, fuera de estas condiciones, en tanto que la
jerarquía legítima de las iglesias particulares se conserve de pie, habría abuso
y usurpación.
Así, en primer
lugar, este poder universal del
episcopado, bien que habitual en su fondo, es extraordinario en su
ejercicio sobre las iglesias particulares, y no tiene lugar cuando el orden de estas iglesias no está destruido.
En segundo lugar, es necesario también,
para el ejercicio en sí legítimo, que el recurso al soberano Pontífice sea
imposible, y que no pueda haber duda sobre el valor de la presunción por la
cual el episcopado, apoyándose en el consentimiento tácito de su jefe
confirmado por la necesidad, se apoya en su autoridad siempre presente y
actuante en él.
Si el futuro
reserva a la Iglesia pruebas que la reduzcan a las dificultades de los primeros
siglos, si los peligros de los últimos tiempos deben ir hasta este exceso, ella desatará,
si es necesario, de entre los poderes del episcopado, aquellos que deben ser
desatados por la salvación de los pueblos.
***
Dijo Monseñor Lefebvre: "Un obispo tiene el deber de hacer todo lo que está en su poder para que la fe y la gracia sean transmitidas a los fieles que las reclaman legítimamente, sobre todo para la formación de verdaderos y santos sacerdotes (…) Éste actuaría así, no contra el Papa, sino aparte del Papa, sobre todo si todo contacto con el Papa le es prohibido. Él actuaría así por el mayor bien de la Iglesia, por la salvación de las almas y a ejemplo de otros como San Atanasio, San Eusebio de Verceil, en tiempo de los Arrianos. Y a este respecto ustedes pueden consultar a Dom Gréa en “La Iglesia y su Constitución Divina”, Dom Gréa, tomo I, página 209 a 232. Dom Gréa tiene páginas a este respecto que son muy interesantes" (22 de Febrero de 1979, COSPEC O70-A)