“Los sufrimientos
del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria futura que ha
de manifestarse en nosotros”
El sufrimiento
es una gran piedra de tropiezo, especialmente para el hombre moderno, apóstata
o ateo. El hombre moderno trata de evitar siempre todo sufrimiento. Busca vivir
lleno de placeres, como si esta corta vida fuera la verdadera y definitiva
vida. Ve el sufrimiento como algo inútil, sin sentido. Pero es ley inexorable
que el que no sabe sufrir en esta vida, sufra eternamente en la otra.
Es necesario que
suframos con Cristo para que también seamos felices con Él. Dice Santo Tomás de
Aquino (Coment. a Rom.) que alguien podría pensar que esa gloria futura resulta demasiado
costosa, por no poderse alcanzar sino a costa de muchos y grandes sufrimientos.
Pero el mismo San Pablo, cuando escribe, soporta muchos sufrimientos, y él
mismo fue un vidente de la gloria futura: fue arrebatado al Paraíso, vio el
Cielo, vio a Dios. Y así dice, por experiencia, que los sufrimientos del tiempo
presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de
manifestarse en nosotros. No hay ninguna proporción entre lo que se puede llegar
a sufrir acá y lo que se gozará allá.
SAN
LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT HABLA DE CUATRO MOTIVOS PARA SUFRIR COMO SE DEBE ("Carta
a los Amigos de la Cruz", extracto):
1º La mirada de Dios: Dios, como un gran rey en lo alto de una
torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué
mira Dios sobre la tierra? ¿las cosas que los hombres consideran más grandes?
Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc
16,15). ¿Qué es, pues, lo que mira con gozo? Dios mira al hombre que lucha por
Él contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que
lleva con alegría su cruz.
2º La mano de Dios: En segundo lugar, considerad la mano de
este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene, desde el
mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil
hombres es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza.
La mano que hirió tan duramente a Job es la misma que os roza suavemente con
esa pequeña contrariedad. Considerad que Dios, con una mano infinitamente
poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano
mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece. Con sus dos brazos
abarca por completo vuestra vida suave y fuertemente: suavemente, sin
permitir que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas;
fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza
y duración de la tentación y de la aflicción.
3º Las llagas y los dolores de Jesús
crucificado:
En tercer lugar, mirad las llagas y los
dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡vosotros, los que pasáis
por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad,
fijaos! (Lam 1,12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la
contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y
abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y
quejaos vosotros, que sois los culpables». Cuando os veáis atacados por la
pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con
el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo,
coraza, casco y espada de doble filo. En él hallaréis la solución de todas
las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.
4º Arriba, el cielo; abajo, el infierno: En cuarto lugar, mirad en el cielo la
hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Contemplemos sobre
nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona
señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la
lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el
premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los
santos, y recibiréis un reino eterno». Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que
nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia»
(Ap 2,7…). Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera
en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con
protesta, despecho y venganza. La última gran prueba en la vida de ambos
ladrones, fue la del sufrimiento. Uno, por saber sufrir, reconoció a su Dios
y se salvó; otro, por no saber sufrir, se condenó. Y Cristo, sufriendo entre
esos dos, nos redimió. El buen ladrón asumía sus padecimientos como algo
justo, algo merecido por sus pecados. El mal ladrón se rebelaba ante la
justicia. Uno moría en la obediencia e iba al cielo; el otro moría en la
rebeldía e iba al infierno. Exclamemos
con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando
mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad.
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