ARTE
RELIGIOSO Y VATICANO II
"La ruina arquitectónica que tenemos hoy ante nuestros ojos debe hacernos reflexionar... pues no es casual, sino que constituye la aplicación práctica de los principios de la “neoteología” antropocéntrica del Vaticano II al arte sagrado, el cual, en consecuencia, se ha vuelto horizontal, inmanente y secularizador."
"Si si No no", Septiembre
de 2009 (hemos destacado ciertos pasajes con negrita).
La
instrucción del Santo Oficio del 30 de junio de 1952 suministró unas reglas
concernientes a la recta concepción del arte eclesiástico o sagrado para que se
excluyera de las iglesias católicas, tanto tocante a su arquitectura como en
relación con sus imágenes y decoraciones, todo lo que no fuera conciliable con
el espíritu de la cultura católica y de la divina liturgia.
El
profesor Hans Sedlmayr, alemán, fue uno de los mayores historiadores del arte
del siglo XX. Nació en Hornstein en 1896 y murió en Salzburgo en 1984. Impartió
clases primero en la Universidad de Viena (1934-1950) y luego en la de Munich.
Criticó con severidad el arte moderno en cuanto que no correspondía a la noción
objetiva de la belleza, que fue expuesta a la perfección por Aristóteles y
Santo Tomás. Envió al concilio Vaticano II, en 1962, un “Memorandum sobre el arte eclesiástico católico” en el que hacía
referencia a la susodicha instrucción del 30-VI-1952 para poner en guardia
contra el peligro de que se introdujera también el arte moderno en los
edificios sagrados. Mas en vano.
La
ruina arquitectónica que tenemos hoy ante nuestros ojos debe hacernos
reflexionar (cf., p.ej., la nueva “iglesia” de San Giovanni Rotondo [o la nueva
“basílica” de Fátima; n. del e.]), pues
no es casual, sino que constituye la aplicación práctica de los principios de
la “neoteología” antropocéntrica del Vaticano II al arte sagrado, el cual, en
consecuencia, se ha vuelto horizontal, inmanente y secularizador.
El
estudio de Sedlmayr nos ayudará a entender mejor, contra los principios de la
razón enloquecida y de la teología desviada de la modernidad y de la
postmodernidad, que derivan del modernismo, del neomodernismo y del
postmodernismo, cuáles son los principios de la recta razón y de la sana
teología atinentes a la belleza y al arte sagrado.
El
autor escribió en 1962 al Concilio diciendo que «estas reglas [las que brindó el santo Oficio en 1952] no entrañan ni una aceptación tímida de lo
que es mediocre, ni voluntad alguna de permitir que el arte sagrado se estanque
sin renovare» (Sedlmayr, La rivoluzione dell‟ arte moderno. Memorandum
sull‟ arte ecclesiastica cattolica, Siena: ed. Cantagalli, 2006, pág. 167).
Cita
también a Pío XII (Discurso a los artistas italianos, 8-IV-1952): «La función de todo arte consiste en romper
el recinto angosto y angustioso de lo finito (...). Se sigue de ahí que todo esfuerzo encaminado a negar cualquier relación
entre la religión y el arte redundaría en menoscabo del propio arte, puesto que
ninguna belleza artística (...) puede
prescindir de Dios (...). Así, pues,
en el arte igual que en la vida, no se da (...) lo exclusivamente „humano‟, lo exclusivamente „natural‟ o inmanente. (...)
El arte refleja lo infinito».
Sedlmayr añade: «El talento artístico
[...] no puede dar buenos frutos cuando
no se rige hacia el sol divino. [...] La
belleza artística no reside en la superficie de las cosas» (La rivoluzione
dell arte moderna..., cit., pág. 169).
El
arte que, negando la trascendencia, quiere representar la pura inmanencia, es
un arte falso, como que no se conforma con la realidad creada, la cual dice
orden esencial y necesario a la trascendencia increada. Todo sensismo
filosófico, aunque no sea explícitamente ateo, que se niegue a ir más allá de
las apariencias, de los fenómenos o de los accidentes para aprehender la
realidad, el ser, las esencias, es radicalmente antimetafísico y, por ende,
irreal y falso; de ahí que no pueda derivar de él otra cosa que una concepción
falsa y errónea del arte en cuanto negadora del principio de causalidad: “todo efecto presupone una causa”.
En
los siglos XVIII y XIX, prosigue el autor, «el
arte cristiano europeo se contrapuso al arte secularizado del mundo moderno,
que se había apartado de la fe» (ibidem, pág. 170). Los movimientos
artísticos contemporáneos no sólo son acristianos, sino desembozadamente anticristianos;
de ahí que sean asimismo arreales y antirreales. Sedlmayr cita el surrealismo
como ejemplo de arte anticristiano: «Se
origina en una visión del mundo hostil al cristianismo» (loc. cit.). Al ser
surreal, es decir, al negar la realidad creada por Dios, es irreal.
Así
como «la gracia presupone la naturaleza, no la destruye, sino que la
perfecciona» (Santo Tomás), así y por igual manera un arte arreal o irreal es,
por fuerza, asobrenatural y antisobrenatural: al presuponer que la realidad la
crea el hombre, la reproducción artística de dicha realidad resultará falseada
tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural. También el esteticismo
puro (lo bello separado del ser, de lo real, de la verdad y del bien) eleva la
belleza irreal al rango de ídolo, que impresiona aun cuando esté desgajado de
la realidad. Es una especie de narcisismo o de idolatría de la belleza
exterior, finita y contingente, a la que se coloca en el lugar de la belleza
misma subsistente, que es el ser mismo subsistente o acto puro.
El
tercer peligro es la deificación del “espíritu de los tiempos”, que ha usurpado
el puesto que ocupaba el Espíritu Santo en la vida de los cristianos (eterno e
immotus in se permanens hodie, heri et in saecula). Por eso, un arte que quiere reemplazar al Espíritu
Santo por la moda actual es prometeico, titánico o luciférico en cuanto que
pone el “espíritu de los tiempos”, o sea, la moda, en el sitio de Dios, creador
y señor del cielo y de la tierra. Es lo que se ha verificado en el arte
desacralizado y desacralizador nacido del “espíritu del concilio” que, con el
viraje antropológico de la nouvelle théologie, ha puesto al hombre o a la
naturaleza en el puesto de Dios. Este “contra-arte” (hijo de la
“contra-iglesia”) lo define Sedlmayr como «avidez
por todo lo que es nuevo», «conformarse
a toda costa con los cambios del estilo de vida y de la moda» (según la
nueva definición de verdad que dio Blondel: adaequatio mentis et vitae:
adaptación del espíritu a la vida que fluye), pensar que lo esencial es “estar pendiente de la expresión del tiempo
actual y amarrarse a ella”. Pero la verdad es que estar encadenado a la
última moda significa ser su esclavo.
El
arte, en cuanto verdadero, nos hace libres, nos coloca fuera de los tiempos
(mejor dicho: por encima de ellos) en tanto que manifestación y reproducción de
lo eterno, de lo atemporal, en el espacio de tiempo que nos ha tocado vivir.
Jesús nos enseñó que debemos estar “en
este mundo, pero no ser de este mundo”, o sea, que no debemos tener su
espíritu o mentalidad (que es la de las tres concupiscencias: placeres,
riquezas y honores) aunque vivamos en él como hombres de carne y hueso que
moran en un determinado lugar y durante un tiempo determinado, pero según el
espíritu o la filosofía del evangelio (que es la de los tres consejos:
mortificación, desprendimiento y humildad).
El
“espíritu de los tiempos” o de la modernidad es el que emancipó filosóficamente
al hombre de Dios, por lo que el arte religioso que quisiera adaptarse al
“espíritu de los tiempos” sería un arte empobrecido, «aislado de lo trascendente, en un mundo completamente „creado‟ por él
solo» (pág. 172). Esto explica la «enemistad
hacia la naturaleza» del arte moderno (loc. cit).
También
el subjetivismo artístico es inconciliable con el arte religioso, puesto que
quiere volver al sujeto, según parece, “creador” de la realidad, siguiendo el
sendero abierto por Descartes en la filosofía, por Lutero en la religión y por
el liberalismo en la política, que confunde la libertad verdadera, que es la libertad
de hacer el bien, con el capricho de poder hacer todo lo que se le antoje a
uno. De ahí que el arte subjetivista propugne la «sumisión a las „visiones
privadas‟ de artistas que rechazan toda responsabilidad» (op. cit.), o sea, que
rechazan la naturaleza libre y racional del hombre, que está hecho para conocer
la realidad extramental y adecuarse a ella, no para refugiarse en una especie
de “sueño con los ojos abiertos”
semejante al mundo ilusorio del drogado que ha renunciado a su racionalidad y a
la libertad responsable de sus actos.
Estas
corrientes pseudoartísticas, al romper con la realidad, rompen asimismo con la
gracia, que «presupone la naturaleza y la
perfecciona sin destruirla» (Santo Tomás de Aquino), y desembocan o en un
naturalismo radical, o en un sobrenaturalismo falso y exagerado que puede
definirse como “aparicionismo artístico”.
Lo
bello, en cambio, no es algo puramente subjetivo. Santo Tomás lo define como “lo que place a la vista”, esto es, lo
que “agrada al conocimiento”. Los
elementos de lo bello son esencialmente tres: a) La integridad. En efecto, las
cosas mutiladas, en cuanto incompletas o privadas de integridad, son deformes y
no placen a la recta razón, que se ordena a conocer la realidad en su
integridad, como, p. ej., una estatua a la cual un bárbaro le ha arrancado un
brazo, o cuya cabeza es fea, por lo que ha de ser restaurada; o también como un
hombre sin piernas (o como una mujer “sin seso”, hablando en sentido figurado).
b) La proporción o armonía: las partes de un todo deben estar armonizadas y ser
armónicas entre sí; v. gr.: sería monstruosa una cabeza mayor que el busto;
idem si las piernas fueran más cortas que los brazos; un cuadro de Picasso con
el ojo en el lugar del pie, y con la mano más grande que el cuerpo, es objetivamente
feo puesto que la figura está desproporcionada y carece de armonía. c) El
esplendo o claritas: lo que tiene colores nítidos, claros y esplendentes es
bello (como el sol); lo que es gris, desteñido y oscuro es feo (como la niebla,
dicho sea con perdón del Valle del Po). Sólo si se combina lo oscuro con lo
claro, que así resalta más gracias al contraste deseado y equilibrado, nace lo
bello (p. ej., Caravaggio).
Esto
supuesto, se comprende por qué el arte
“religioso” conciliar es objetivamente feo, en cuanto deriva de una filosofía
falsa, de una teología sin “Dios como
centro” y, por ende, de una “fe” falsa, ya que sine Fide non remanet
Theologia (“sin fe no queda nada de la
teología”).