ADELANTE LA FE (traducción corregida)
Eminencia
Reverendísima:
Me
gustaría que tuviera a bien hacerme una aclaración sobre sus últimos escritos
con relación al Concilio Vaticano II.
En
el del pasado 9 de junio afirmó: «Es innegable que, desde el Concilio Vaticano
II en adelante, se construyó una nueva iglesia, superpuesta a la Iglesia de
Cristo y diametralmente opuesta a ella».
En
la entrevista que posteriormente concedió a Phil Lawler, éste le preguntó:
«¿Cuál es la solución? Monseñor Schneider propone que un futuro pontífice
deberá repudiar los errores. Vuestra Excelencia considera inadecuada esta
propuesta. Entonces, ¿cómo se pueden corregir los errores para mantener la
autoridad del Magisterio en la enseñanza?»
A
lo cual Vuestra Eminencia responde: «A uno de sus sucesores, a un Vicario de
Cristo, le tocará ejercer plenamente su autoridad apostólica para reanudar el
hilo de la Tradición allá donde fue cortado. No será una derrota, sino un
acto de veracidad, humildad y valor. La autoridad e infalibilidad del Sucesor
del Príncipe de los Apóstoles quedarán intactas y corroboradas».
No
queda claro si Vuestra Eminencia cree que el Vaticano II fue un concilio
inválido y debe por tanto ser totalmente repudiado, o si le parece que aun
siendo válido contiene numerosos errores, y por tanto sería provechoso para los
fieles olvidarlo, y sustentar su fe basándose en el Concilio Vaticano I y otros
anteriores. Creo que sería muy útil una aclaración en este sentido.
En
Cristo y su Santa Madre,
JH
***
1
de julio de 2020
Festividad
de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo
Estimado
John-Henry:
Le
agradezco su carta, la que me brinda la oportunidad de aclarar lo que he
expresado con relación al Concilio. Es un tema delicado que no sólo afecta a
personalidades destacadas del mundo eclesiástico y bastantes estudiosos; confío
en que aportar mi granito de arena ayude a disolver la nube de equívocos que
envuelve al Concilio y nos lleve a una solución compartida.
Comienza
usted citando mi observación inicial: «Es innegable que, desde el Concilio
Vaticano II en adelante, se construyó una nueva iglesia, superpuesta a la
Iglesia de Cristo y diametralmente opuesta a ella», tras lo cual cita la
situación que propongo al callejón sin salida en que hoy nos encontramos: «A
uno de sus sucesores, a un Vicario de Cristo, le tocará ejercer plenamente su
autoridad apostólica para reanudar el hilo la Tradición allá donde
fue cortado. No será una derrota, sino un acto de veracidad, humildad y valor.
La autoridad e infalibilidad del Sucesor del Príncipe de los Apóstoles quedarán
intactas y corroboradas.»
Seguidamente
afirma que mi postura no está clara: «Si Vuestra Eminencia cree que el Vaticano
II fue un concilio inválido y debe por tanto ser totalmente repudiado, o si le
parece que aun siendo válido contiene numerosos errores, y por tanto sería
provechoso para los fieles olvidarlo».
Yo jamás he afirmado que el Concilio Vaticano II sea inválido; lo convocó la autoridad suprema, el Sumo Pontífice, y participaron todos los obispos del mundo. El Vaticano II es un concilio válido; se apoya en la propia autoridad del Vaticano I y en la de Trento. Con todo, como ya dije, desde su mismo origen fue objeto de una grave manipulación por parte de una quinta columna infiltrada en la Iglesia que pervirtió sus objetivos, lo cual confirman los desastrosos frutos que todos tenemos ante la vista. Recordemos la Revolución Francesa: que los Estados Generales fueran convocados legítimamente el 5 de mayo de 1789 por Luis XVI no impidió que degenerasen en la Revolución y el Terror (la comparación no es disparatada, dado que el Concilio fue calificado por el cardenal Suenens como el 1789 de la Iglesia).
Yo jamás he afirmado que el Concilio Vaticano II sea inválido; lo convocó la autoridad suprema, el Sumo Pontífice, y participaron todos los obispos del mundo. El Vaticano II es un concilio válido; se apoya en la propia autoridad del Vaticano I y en la de Trento. Con todo, como ya dije, desde su mismo origen fue objeto de una grave manipulación por parte de una quinta columna infiltrada en la Iglesia que pervirtió sus objetivos, lo cual confirman los desastrosos frutos que todos tenemos ante la vista. Recordemos la Revolución Francesa: que los Estados Generales fueran convocados legítimamente el 5 de mayo de 1789 por Luis XVI no impidió que degenerasen en la Revolución y el Terror (la comparación no es disparatada, dado que el Concilio fue calificado por el cardenal Suenens como el 1789 de la Iglesia).
En
una intervención reciente, Su Eminencia el cardenal Walter Brandmüller sostiene
que el Concilio se alinea con la Tradición, y para demostrarlo señala:
«Basta
con echar un vistazo a las notas al texto para constatar que en el documento se
citan diez concilios precedentes. Entre ellas, hay 12 referencias al Vaticano
I, y nada menos que 16 a Trento. Con ello queda de manifiesto que debe
excluirse totalmente todo apartamiento de Trento. Más estrecho aún es el
vínculo que se observa con la Tradición si pensamos que, de los pontífices, a
Pío XII se lo cita en 55 ocasiones, a León XIII en 17, y a Pío XI hay 12 referencias.
Súmense a éstas las dedicadas a Benedicto XIV, Benedicto XV, Pío IX, Pío X,
Inocencio I y Gelasio. Pero lo más impactante es la presencia de los Padres en
el texto de Lumen gentium. Los Padres a los que aluden las
enseñanzas del Concilio son nada menos que 44. Destacan entre ellos San
Agustín, San Ignacio de Antioquía, San Cipriano, San Juan Crisóstomo y San
Ireneo. Se citan además los grandes teólogos y los Doctores de la Iglesia:
Santo Tomás de Aquino en 12 lugares, junto a otros siete de mucho peso y
autoridad».
Como
señalé con respecto al caso análogo del conciliábulo de Pistoya, la presencia
de contenido ortodoxo no excluye la de propuestas heréticas ni atenúa su
gravedad, ni tampoco se puede utilizar la verdad para ocultar un solo error. Al
contrario, las numerosas citas de otros concilios, actos magisteriales y Padres
de la Iglesia pueden servir precisamente para disimular, con intención dolosa, puntos polémicos. A tal fin, conviene recordar las palabras del Tractatus
de Fide orthodoxa contra Arianos citadas por León XIII en la
encíclica Satis cognitum:
«Nada
es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la
integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen
la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical,
después apostólica».
A
continuación, León XIII comenta:
«Tal
ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio
unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la
comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más
mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico».
En
un artículo publicado el 14 de abril de 2013, el cardenal Kasper reconoció
que «En muchos lugares ]los padres conciliares] se vieron obligados
a encontrar fórmulas de transacción en las que con frecuencia
la postura de la mayoría (conservadores) se ubican al lado de las de la minoría
(progresistas) para delimitarlas. Por tanto, los propios textos
conciliares tienen en sí una enorme potencialidad conflictiva; hacen
posible que se acepten en ambos sentidos». Aquí tenemos el origen de
las importantes ambigüedades, las patentes contradicciones y los graves
errores doctrinales y pastorales.
Podrá
objetarse que habría que despreciar toda presunción de intención
dolosa en un acto magisterial, dado que la finalidad del Magisterio es
confirmar a los fieles en la Fe. Pero tal vez el dolo mismo sea causa de que un
acto resulte no ser de magisterio y autorice su condena o que se decrete su
nulidad. El cardenal Brandmüller concluía su comentario con estas
palabras: «Convendría evitar esa hermenéutica de la sospecha que
de entrada acusa al interlocutor de albergar conceptos heréticos». Aunque tanto
en abstracto como en general estoy de acuerdo, considero oportuno establecer
una distinción para delimitar mejor el caso. Para ello, es necesario
abandonar ese enfoque, más legalista de la cuenta, que considera que todas las
cuestiones doctrinales inherentes a la Iglesia se pueden reducir y resolver
sobre todo con un marco de referencia normativo: no olvidemos que la ley está
al servicio de la verdad, y no al revés. Y lo mismo se aplica a la autoridad
que es ministra de dicha ley y custodia de esa verdad. Por otra parte, cuando
Nuestro Señor afrontó la Pasión, la Sinagoga ya había dejado de cumplir su
función de guiar al pueblo elegido para que fuera fiel a la Alianza, como ha
dejado de hacerlo un sector de la Jerarquía de sesenta años para acá.
En
esta actitud legalista está la raíz del engaño de los innovadores, que han
ingeniado una forma sencillísima de llevar a efecto la Revolución: imponerla
por la fuerza de la autoridad mediante un acto que la Iglesia docente adopta
para definir verdades de fe con valor vinculante para la Iglesia discente,
reiterando esas enseñanzas en otros documentos igualmente vinculantes, si bien
en otra medida. En resumidas cuentas, se decidió colocar la etiqueta
de Concilio a un acto concebido por algunos con miras a
demoler la Iglesia, y para ello los conjurados han obrado con intención dolosa
y propósitos subversivos. Lo dijo descaradamente el P. Edward Schillebeecks
O.P.: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio
lograremos las consecuencias implícitas» (De Bazuin nº 16,
1965).
Por
tanto, no nos encontramos ante una hermenéutica de la sospecha, sino
que, por el contrario, nos enfrentamos a algo mucho más grave que una sospecha y
corroborado por la valoración ecuánime de la realidad, así como a la admisión
de los propios protagonistas. ¿Y quién más autorizado entre ellos que el
entonces cardenal Ratzinger:
«Crecía
cada vez más la impresión de que en la Iglesia no había nada estable, que todo
podía ser objeto de revisión. El Concilio parecía asemejarse a un
gran parlamento eclesial, que podía cambiar todo y revolucionar cada cosa a su
manera. Era muy evidente que crecía un resentimiento contra
Roma y la Curia, que aparecían como el verdadero enemigo de
cualquier novedad y progreso. Las discusiones conciliares eran
presentadas cada vez más según el esquema de partidos típico del
parlamentarismo moderno. A quien se informaba de esta manera, se veía
inducido a tomar a su vez posición a favor de un partido. […] Si en Roma los
obispos podían cambiar la Iglesia, más aún, la misma Fe (así
al menos lo parecía), ¿por qué sólo les era lícito hacerlo a los obispos? Se la
podía cambiar y, al contrario de lo que se había pensado hasta entonces, esta
posibilidad no parecía ya sustraerse a la capacidad humana de decidir, sino
que, según todas las apariencias, recibía su existencia precisamente de
ella. Ahora bien, se sabía que las cosas nuevas que sostenían los
obispos las habían aprendido de los teólogos; para los
creyentes se trataba de un fenómeno extraño: en Roma, sus obispos parecían
mostrar un rostro distinto del que mostraban en casa» (cfr. J.
Ratzinger, Mi vida, Encuentro, Madrid 2006, pág.158).
Aquí
tenemos que llamar la atención a una paradoja recurrente en los asuntos del
mundo: se suele llamar conspiracionistas a quienes ponen al descubierto y
denuncian el complot que el propio sistema ha ideado. Así desvían la atención
de la conspiración y desacreditar a quienes la denuncian. De modo análogo, me
da la impresión de que se corre el riesgo de calificar de hermeneutas de las
sospecha a cuantos revelan y denuncian el fraude conciliar, como si sin
motivo «acusaran al interlocutor de albergar conceptos heréticos».
Por el contrario, es necesario comprender que si las acciones de los
protagonistas del Concilio pueden justificar las sospechas en torno a ellos, o
demostrar lo acertado de ellas; si la consecuencia de ella legitima una
valoración negativa del Concilio en su totalidad, en algunas partes o en
ninguna. Si nos obstinamos en pensar que quien concibió el Concilio como un
acto subversivo rivalizaba en piedad con San Alfonso y en doctrina con Santo
Tomás, demostraremos una ingenuidad que no se ajusta al precepto
evangélico y que raya en la complicidad, o al menos en la negligencia. Es
evidente que no me refiero a la mayoría de los Padres Conciliares, que desde
luego estaban motivados por pías y santas intenciones, sino a los protagonistas
del evento-Concilio, los llamados teólogos que hasta el Concilio Vaticano II
eran objeto de censuras canónicas y estaban apartados de la docencia, y que
precisamente por eso fueron elegidos, promovidos y ayudados para que sus
credenciales de heterodoxia se convirtieran en causa de mérito, mientras la
indiscutible ortodoxia del cardenal Ottaviani y sus colaboradores del Santo
Oficio fue motivo suficiente para arrojar al fuego los bosquejos preparatorios
del Concilio con el consentimiento de Juan XXIII:
Dudo
que por lo que se refiere a monseñor Bugnini –por citar sólo un nombre– sea
censurable una actitud de prudente suspicacia, o que esta sea una falta de
caridad; al contrario: la falta de honradez del autor del Novus Ordo para
conseguir lo que se proponía, su pertenencia a la Masonería y sus propias
admisiones en diarios publicados, demuestran que las medidas tomadas por Pablo
VI con él fueron excesivamente clementes e ineficaces, porque todo lo que hizo
dicho purpurado en las comisiones del Concilio y en la Congregación para los
Ritos quedó intacto, y se volvió sin embargo parte integrante de las actas del
Concilio y de las reformas anejas. Bienvenida sea, pues, la hermenéutica de la
sospecha si sirve para demostrar que hay motivos para desconfiar y que con
frecuencia esas sospechas se materializan en la certeza de que hubo dolo.
Volvamos
al Concilio para demostrar cuál fue la trampa en que cayeron los buenos
pastores, inducidos al error junto con su grey por una sumamente astuta labor
engañosa por parte de personas notoriamente aquejadas de modernismo y en no
pocos casos extraviadas en su conducta moral. Como escribí hace poco, el fraude
estuvo en hacer de un concilio un contenedorde una maniobra
subversiva, y en aprovecharse de la autoridad de la Iglesia para imponer una
revolución doctrinal, moral, litúrgica y espiritual ontológicamente contraria
al fin para el que se convoca un concilio y se ejerce la autoridad magisterial.
Repito: la etiqueta de Concilio pegada al paquete no afecta al contenido.
Hemos
visto una nueva manera de entender unas mismas palabras del léxico católico: la
expresión concilio ecuménico aplicada al de Trento no coincide
con el sentido que le dan los promotores del Concilio Vaticano II, para
quienes concilio se refiere a conciliación y ecuménico al
diálogo interreligioso. El espíritu del Concilio es espíritu
de conciliación, de avenencia, del mismo modo que el
Concilio fue una afirmación pública de diálogo conciliatorio con el mundo, sin
precedentes en la historia de la Iglesia.
Bugnini
escribió: «Es preciso eliminar de nuestras oraciones católicas y de la
liturgia católica todo lo que pueda resultar la más mínima piedra de tropiezo
para nuestros hermanos separados, o sea los protestantes» (Cf. L’Osservatore
Romano, 19 de marzo de 1965). Estas palabras nos permiten entender que
la intención de la reforma, fruto de la mens conciliar, era
atenuar la proclamación de la verdad católica para no chocar a los herejes. Que
es ni más ni menos lo que se ha hecho no sólo con la Santa Misa –terriblemente
desfigurada en nombre del ecumenismo–, sino con la exposición del dogma en
documentos doctrinales; un ejemplo clarísimo es lo del subsistit in.
Los
motivos que puedan haber determinado un concilio tan singular y repleto de
consecuencias para la Iglesia pueden ser objeto de discusión; lo que no podemos
negar es la evidencia, no podemos hacer de cuenta que el Concilio Vaticano II
no se diferencia del I, a pesar de los esfuerzos hercúleos, numerosos y
documentados, de interpretarlo forzadamente como un concilio ecuménico normal.
Cualquiera que tenga sentido común se da cuenta de que es absurdo interpretar
un concilio, dado que un concilio es y debe ser una norma clara e inequívoca de
Fe y de costumbres. En segundo lugar, si un acto de magisterio plantea
argumentos serios y razonables en cuanto a coherencia doctrinal con los que lo
precedieron, es evidente que la condena de un solo punto heterodoxo desacredita
en todo caso la totalidad del documento. Si a esto añadimos que los errores
formulados o dados a entender indirectamente entre líneas no se limitan a uno o
dos casos aislados, y que a los errores afirmados se contrapone una enorme
cantidad de verdades no confirmadas, es lícito preguntarse si no debería
borrarse el último concilio de la lista de los canónicos. Antes incluso
que un documento oficial, el veredicto lo pronunciarán la historia y el sensus
fidei del pueblo cristiano. El árbol se juzga por los frutos,
y no es suficiente con hablar de la primavera conciliar para
ocultar el riguroso invierno que atenaza a la Iglesia. Ni tampoco inventarse
curas casados y diaconisas para remediar la crisis de vocaciones. Ni adaptar el
Evangelio a la mentalidad moderna para alcanzar más consenso. La vida cristiana
es una milicia, no una simpática excursión, y con más razón para la vida
sacerdotal.
Concluyo con
una petición a todos los que intervienen provechosamente en el debate sobre el
Concilio: me gustaría que ante todo procurasen proclamar a todos los
hombres la verdad de la salvación, ya que de ello depende la salvación eterna
de ellos y de nosotros. Y que sólo de modo secundario se ocupen de las
consecuencias canónicas y jurídicas del Concilio. Anathema sit o damnatio
memoriae, no hace mucha diferencia. Si es verdad que el Concilio no ha
cambiado nada de nuestra Fe, echemos mano del catecismo de San Pío X, volvamos
al misal de San Pío V, permanezcamos ante el Sagrario, no abandonemos la
Confesión y practiquemos la penitencia y la reparación con espíritu de
mortificación. De todas esas fuentes surge la juventud de espíritu. Y sobre
todo, que nuestras obras den un testimonio firme y coherente de nuestra
predicación.
+
Carlo Maria Viganò, Arzobispo