ADELANTE LA FE (traducción corregida)
Estimado
Sr. Magister:
Permítame
que responda a su artículo Monseñor Viganò al borde del cisma, publicado
el pasado día 29 en Séptimo cielo (aquí).
Soy
consciente de que haberme atrevido a expresar una opinión acerbamente crítica
del Concilio es suficiente para suscitar el espíritu inquisitorial que en otros
casos es objeto de denigración por parte de los conservadores. No
obstante, en una controversia respetuosa entre eclesiásticos y laicos
competentes, no me parece inadecuado plantear problemas que a día de hoy siguen
sin resolverse, el primero de los cuales es la crisis que aqueja a la Iglesia
desde el Concilio, que ha llegado ya a la devastación.
Hay
quien afirma que el Concilio ha sido falseado; otros hablan de la necesidad de
reinterpretarlo en continuidad con la Tradición; otros,
de la conveniencia de corregir los errores que pueda contener, o de interpretar
en sentido católico los puntos equívocos. En otro bando, no faltan quienes
consideran al Concilio una especie de turbia conjura a partir de la cual se
sigue la revolución, los cambios, la transformación de la Iglesia en una
entidad nueva, moderna, a la altura de los tiempos. Esto es parte de la dinámica
usual de un "diálogo" que se invoca con excesiva frecuencia pero rara vez de se
lleva a la práctica. Hasta ahora, quienes han expresado su desacuerdo con todo
lo que he afirmado no se han ocupado en ningún momento del fondo de la
cuestión. Se han limitado a tildarme con calificativos a los que se han hecho
acreedores mis más ilustres y venerables hermanos en el episcopado. Es curioso
que tanto en el ruedo doctrinal como en el político, los progresistas
reinvindiquen una primacía, un estado superior que sitúa al adversario en
inferioridad ideológica, inmerecedor de atención y de respuestas y al que se
pueda dejar fácilmente fuera de combate tildándolo de lefebvrista en
lo religioso o de fascista en el terreno político. Pero la
falta de argumentos no legitima el poner las reglas ni decidir quién tiene
derecho a hacer uso de la palabra, y menos cuando la razón, antes incluso que
la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el autor, y qué se propone.
En
un principio creí que el contenido de su artículo habría de considerarse
ante todo como un comprensible tributo al Príncipe, ya sea en
los salones con frescos de la Tercera Logia o en el taller de diseño del Editor. Ahora bien, al leer lo que usted me atribuye, he
descubierto una inexactitud –llamémosla así– que espero sea fruto de un
malentendido. Le pido, pues, que me conceda espacio para ejercer mi derecho de
réplica en Settimo Cielo.
Según
afirma usted, yo habría acusado a Benedicto XVI de «haber “engañado” a toda la
Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es
más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina
verdadera de siempre». No me parece haber escrito jamás nada parecido con
respecto al Santo Padre; todo lo contrario: he dicho, y lo reitero, que todos –o
casi todos– hemos sido engañados por quienes se han servido del Concilio como un "contenedor" equipado con su misma autoridad implícita y con la autoridad de los Padres que
en él participaron, alterando su finalidad. Quien se ha llamado a engaño lo ha
hecho porque, amando a la Iglesia y al Papado, no podía imaginar que dentro del
Concilio, una minoría de conspiradores con un alto nivel de organización pudieran
valerse de un concilio para demoler la Iglesia desde dentro. Y que pudieran
hacerlo contando con el silencio e inactividad –por no decir con la
complicidad– de la autoridad. Hablamos de hechos históricos, sobre los cuales
me permito darle una interpretación personal pero que considero que otros tal
vez comparten.
Igualmente
me permito recordarle por si fuera necesario que las posturas de relectura
moderada del Concilio en un sentido tradicional por parte de Benedicto XVI, son
parte de un digno pasado reciente; mientras que en los formidables años
setenta era muy diferente la postura del entonces teólogo Joseph Ratzinger.
Estudios autorizados se inclinan por las mismas admisiones del profesor de
Tubinga, confirmando los arrepentimientos parciales del pontífice emérito. No
veo tampoco «una acusación imprudente lanzada por Viganò por sus intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares
invocando la hermenéutica de la continuidad», porque se trata de una opinión
ampliamente compartida no sólo en sectores conservadores, sino también y sobre
todo en ambientes progresistas. Habría que decir, además, que lo que han
conseguido los novadores por medio de engaños, astucias y extorsiones es el
resultado de una perspectiva que más tarde hemos visto aplicada al máximo en el "magisterio" bergogliano de Amoris laetitia. La intención
dolosa es admitida por el propio Ratzinger: «Crecía cada vez más la impresión
de que en la Iglesia no había nada estable, que todo podía ser objeto de
revisión. El Concilio parecía asemejarse a un gran parlamento eclesial, que
podía cambiar todo y revolucionar cada cosa a su manera» (cfr. J.
Ratzinger, Mi vida, Encuentro, Madrid 2006, pág.158). Y más
todavía por las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos
diplomáticamente, pero después del Concilio lograremos las consecuencias
implícitas» (De Bazuin nº 16, 1965).
Teníamos
la confirmación de que la ambigüedad intencionada de los textos tenía por
objeto juntar perspectivas opuestas e inconciliables en aras de la utilidad y
en detrimento de la verdad revelada. Verdad que cuando es proclamada en su
integridad no puede dejar de ser causa de divisiones, como también lo es
Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la Tierra? Os digo que no,
sino la división» (Lc 12,51).
No
encuentro nada de reprobable en proponer que se olvide el Concilio Vaticano II;
sus promotores han sabido ejercer descaradamente esta damnatio memorie no
sólo con un concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el
primero de una nueva Iglesia, y que a partir de su Concilio se
acababan la vieja religión y la vieja Misa. Me
dirá usted que éstas son posturas extremistas y que en el término medio está la
virtud. O sea, entre los que consideran que el Concilio Vaticano II no es sino
el último de una serie ininterrumpida de actos en los que el Espíritu Santo
habla por la boca del Magisterio único e infalible. Si así fuese, habría que
explicar por qué la iglesia conciliar se ha dotado de una nueva liturgia y un
nuevo calendario, y en consecuencia de una nueva doctrina –nova lex
orandi, nova lex credendi– distanciándose desdeñosamente
del pasado reciente.
La
sola idea de desechar el Concilio desata el escándalo entre quienes, como
usted, reconocen la crisis de los últimos años pero se obstinan en no querer
reconocer la relación de causa a efecto entre el Concilio y sus lógicos e
inevitables efectos. Escribe usted: «Atención: no una mala interpretación del
Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Y yo ahora le
pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La de usted o
la que dieron mientras escribían sus decretos y declaraciones sus
diligentísimos artífices? ¿O quizás la del episcopado alemán? ¿O la de los
teólogos que enseñan en las universidades pontificias, cuyos artículos difunden
las publicaciones católicas de mayor difusión? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la
de monseñor Schneider? ¿O la de Bergoglio? Esto bastará para ayudarle a
entender el inmenso daño causado nada más haber adoptado deliberadamente un
lenguaje tan oscuro como para legitimar opiniones tan contradictorias, que
sirvió de base a la famosa primavera conciliar. Por eso no
vacilo en decir que se debería olvidar aquella asamblea "como tal y en bloque",
y reivindico el derecho a afirmarlo sin incurrir por ello en la culpa de cisma
por haber atentado contra la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia está
inseparablemente ligada a la Caridad y la Verdad, y donde reina o siquiera se
desliza sinuosamente el error no puede haber caridad.
El "cuento de hadas" de la hermenéutica, por muy autorizado que sea para su autor, no
deja de ser una tentativa de dar dignidad de concilio a una auténtica emboscada
contra la Iglesia para no desacreditar a los pontífices que quisieron celebrar,
imponer y volver a proponer el Concilio. Tanto así que esos mismos papas, uno
detrás del otro, han subido a los altares por haber sido los papas del
Concilio.
Me
permito citarle una frase del artículo que publicó el pasado día 29 la Dra.
Maria Guarini en Chiesa e postconcilio en respuesta al de
usted en Settimo Cielo y titulado: Monseñor Viganò no
está al borde del cisma; muchos pecados están saliendo a la luz: «Precisamente
ahí tiene su origen, y por eso corre el riesgo de continuar, sin salida –hasta
ahora, excepto por el debate iniciado por monseñor Viganò– el diálogo de
sordos, porque los interlocutores interpretan de forma diversa la realidad. Al
cambiar el lenguaje, el Concilio ha cambiado también los parámetros para
abordar la realidad. Se habla de una misma cosa pero asignándole distinto
significado. Una de las características principales de los miembros actuales de
la jerarquía es el empleo de afirmaciones incontestables sin tomarse la menor
molestia de demostrarlas, o bien con demostraciones cojas y sofísticas. Pero ni
siquiera hacen falta demostraciones, porque el nuevo método y el neolenguaje lo
han subvertido todo desde el principio. Es precisamente la falta de
demostración de la anómala "pastoralidad" falta de principios teológicos
definidos lo que priva de materia prima a la polémica. El escurrir del fluido
cambiante, disolvente e informe en vez de una construcción clara, inequívoca,
definitoria y veraz: la solidez perenne e incandescente de del dogma frente a
las aguas residuales y las arenas movedizas del neomagisterio pasajero» (aquí).
Espero
todavía que el tono de su artículo no haya sido impuesto por haberme atrevido a
reanudar el debate en torno a aquel concilio que muchos, demasiados en la
Iglesia, consideran un unicum en la historia de ésta, poco menos
que un ídolo intocable.
Tenga
la seguridad de que a diferencia de muchos prelados, como los del Camino Sinodal Alemán, que ya han traspasado de sobra los límites del cisma
al promover y pretender descaradamemte imponer a la Iglesia universal
ideologías y prácticas aberrantes, no albergo el menor antojo de separarme de
la Santa Madre Iglesia, en cuya exaltación renuevo todos los días el
ofrecimiento de mi vida.
Deus
refugium nostrum et virtus,
populum
ad Te clamantem propitius respice;
Et
intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,
cum
Beato Ioseph, ejus Sponso,
ac
Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,
quas
pro conversione peccatorum,
pro
libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,
preces
effundimus, misericors et benignus exaudi.
Reciba,
estimado Sandro, mi bendición y saludo con el deseo de todo bien para usted en
Cristo Jesús.
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Carlo Maria Viganò