domingo, 26 de septiembre de 2021

SERMÓN PARA EL DOMINGO XVIII DESPUÉS DE PENTECOSTÉS - P. Trincado

 

Curación del Paralítico, Murillo, 1670 (detalle)

 

Las palabras ten confianza son las primeras que Nuestro Señor pronuncia frente al paralítico que le presentaron para ser curado. Cristo dice a cada uno de nosotros ten confianza, hijo; ten confianza, hija.

Todas las circunstancias que rodean el milagro de este Evangelio deben concurrir a fortalecer nuestra confianza en Jesucristo. Veamos:

Cristo nos conoce y tiene misericordia de nosotros. Jesucristo, cuando le presentaron al paralítico y vio la enfermedad que le aquejaba, tuvo compasión y no rechazo. Jesús nos conoce mucho mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos y mejor de lo que nos pueden conocer todos los demás, incluyendo los que más nos aman. Nuestro Señor, además de la parálisis, vio que el enfermo interiormente padecía una enfermedad mucho más importante que la que lo tenía postrado en una camilla: el pecado, un pecado grave. El enfermo posiblemente no había reparado en ello o, al menos en esos momentos, no buscaba la salud para el alma sino solamente para el cuerpo. Los familiares o amigos que lo presentaron a Jesús no conocían la enfermedad espiritual del paralítico. Jesucristo vio ambos males y de ambos liberó al paralítico, pero siguiendo un orden: primero libera el alma y después libera el cuerpo. Dios ha establecido un orden en los dones que nos quiere dar: siempre está dispuesto a dar la salud espiritual, como en el caso el paralítico; pero no siempre quiere dar lo que nos imaginamos que necesitamos en el orden físico o material. Por eso, cuando Dios niega los bienes materiales o cuando envía sus cruces, no pretende sino nuestra salud espiritual y, en definitiva, la salvación de nuestras almas. El orden de Dios es, entonces: primero el alma, luego el cuerpo. Ante todo lo espiritual, después lo material.

Jesucristo nos ama. Eso es notorio, en este Evangelio, por las palabras que usa para responder al paralítico: hijo mío, le dice. El paralítico estaba buscando un médico, pero se encontró con algo más que eso, con mucho más que eso: con un Dios y con un padre: con el Dios verdadero, que es un padre bondadoso, y que también y por eso es nuestro Médico.

Dios hijo ha tenido desde Toda la eternidad un conocimiento amoroso de nosotros. A impulso de este conocimiento de amor, nos ha dado la existencia natural y luego (con el Bautismo) la sobrenatural, al infundirnos la gracia santificante. Fue ese conocimiento amoroso lo que le hizo encarnarse y padecer para salvar a todos los hombres. Cristo vino a mostrarnos el camino del Cielo y levantarnos de la camilla de pecado en que estábamos prostrados, como ese paralítico, sin posibilidad humana de ser levantados, sin remedio, sin salida, sin médico, sin padre, sin Dios. Cristo se ha rebajado para que nosotros pudiéramos ser levantados: ha descendido a la humanidad para que la humanidad pudiera ascender a la divinidad.

Jesucristo lo puede todo. Puede lo menos: dar la salud al cuerpo, y también puede lo más: dar la salud al alma. Y por eso debemos creer, en todo momento de nuestras vidas, que Nuestro Señor Jesús puede ayudarnos en todas nuestras necesidades materiales y en todas nuestras necesidades espirituales.

Todo lo puede y todo lo sabe frente a sus enemigos que son también nuestros enemigos. Sin que ellos digan cosa alguna, Él conoce los pensamientos que tienen en sus corazones. Conocía el pecado del paralítico y sabía que era digno de perdón, y también conocía el pecado del retorcido corazón de sus enemigos y sabía que eran dignos de dura reprensión. En este Evangelio vemos cómo Jesús desenmascara a sus enemigos enrostrándoles su pecado; cómo los humilla al demostrar que tiene el poder para curar las enfermedades corporales; y cómo los reduce al silencio con el entusiasmo de la multitud que lo admira y lo aclama al ver el milagro obrado.

Queridos hermanos: por todos estos motivos, cada uno debe tener una confianza inquebrantable en Dios, que nos ha creado, y que nos cuida y nos guía en este mundo con el único fin de darnos la felicidad eterna del Cielo. Por eso cada uno de nosotros debe decir: Jesucristo me conoce tal como soy: ve y aprecia mis buenas obras y no las olvida; ve mis pecados, mis debilidades morales, y está siempre dispuesto a perdonarme si me arrepiento verdaderamente; ve mis necesidades y sufrimientos porque Él mismo envía eso o lo permite para mí bien.

Esta es una gran verdad: cada uno de nosotros puede decir que todo lo que Cristo hizo y padeció con su Encarnación y Redención, lo haría y padecería sólo por mí si yo fuera la única persona en toda la Tierra. Los santos, en efecto, dicen que Cristo habría hecho todo lo que hizo y mil veces más, por una sola alma.

Que por la intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre bondadosa y amantísima, Dios nos conceda siempre una confianza fuerte y profunda en Él.

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Adaptación de un sermón de la obra Verbum Vitae - La Palabra de Cristo, BAC, 1955, t. VII, p.1183- 1186.