Entrevista
a Mons. Carlo María Viganò por el Doctor Phil Lawler
Lawler:
En primer lugar, ¿qué dice usted acerca del Vaticano II? Que las cosas han
ido cuesta abajo rápidamente desde entonces, es totalmente cierto. Pero si todo
el Concilio es un problema, ¿cómo sucedió eso? ¿Cómo reconciliamos eso con lo
que creemos sobre la inerrancia del magisterio? ¿Cómo fueron engañados todos
los padres del Concilio? Aunque sólo algunas partes del Concilio (por ejemplo,
Nostra Aetate, Dignitatis Humanae) son problemáticas, seguimos enfrentándonos a
las mismas preguntas. Muchos de nosotros hemos estado diciendo durante años que
el "espíritu del Vaticano II" está en error. ¿Está diciendo ahora que
este falso "espíritu" liberal refleja con precisión la obra del
Concilio?
Arzobispo
Viganò: No creo que sea necesario demostrar que el Concilio
representa un problema: el simple hecho de que estemos planteando esta cuestión
sobre el Vaticano II y no sobre Trento o el Vaticano I, parece confirmar un
hecho que es obvio y reconocido por todos. En realidad, incluso aquellos que
defienden el Concilio con las espadas desenvainadas lo consideran como algo aparte de todos los otros concilios ecuménicos anteriores, de los que ni
siquiera de uno se dijo que fuera un concilio pastoral. Y nótese que lo
llaman "el Concilio" por excelencia, como si fuera el único
concilio en toda la historia de la Iglesia, o al menos lo consideran como un unicum,
ya sea por la formulación de su doctrina o por la autoridad de su magisterio.
Es un concilio que, a diferencia de todos los que lo precedieron, se llamó a sí
mismo concilio pastoral, declarando que no quería proponer ninguna nueva
doctrina, pero que de hecho creó una distinción entre el antes y el después,
entre un concilio dogmático y un concilio pastoral, entre cánones inequívocos y frases vacías, entre el anathema sit y guiñar el ojo al mundo.
En
este sentido, creo que el problema de la infalibilidad del Magisterio (la
inerrancia que usted menciona es propiamente una cualidad de la Sagrada
Escritura) ni siquiera se plantea, porque el Legislador, es decir, el Romano
Pontífice en torno al cual se convocó el Concilio, afirmó solemne y claramente
que no quería utilizar la autoridad doctrinal que podría haber ejercido si hubiera
querido. Quisiera hacer la observación de que no hay nada más pastoral que lo
que se propone como dogmático, porque el ejercicio del munus docendi en
su forma más elevada coincide con la orden que el Señor dio a Pedro de
apacentar sus ovejas y corderos. Sin embargo, esta oposición entre dogmático
y pastoral fue hecha precisamente por quien, en su discurso de apertura
del Concilio, pretendió dar un sentido severo al dogma y un sentido más suave y
conciliador a la pastoral. También encontramos el mismo escenario en las
intervenciones de Bergoglio, donde identifica la "pastoralidad" como una versión suave de la rígida enseñanza católica en materia de fe
y moral, en nombre del discernimiento.
Es
doloroso reconocer que la práctica de recurrir a un léxico equívoco, utilizando
términos católicos entendidos de manera impropia, invadió la Iglesia a partir
del Vaticano II, que es el primer y más emblemático ejemplo del llamado "circiterismo": el uso equívoco e intencionadamente impreciso del lenguaje. Esto sucedió porque
el Aggiornamento, un término en sí mismo promovido ideológicamente por
el Concilio como un absoluto, abrazó el diálogo con el mundo como su
prioridad por encima de todo.
Hay
otro error que debe ser aclarado. Si por un lado Juan XXIII y Pablo VI
declararon que no querían comprometer al Concilio en la definición de nuevas
doctrinas y querían que se limitara a ser sólo pastoral, por otro lado,
es cierto que externamente -mediáticamente o en los medios de
comunicación, diríamos hoy- el énfasis dado a sus actos fue enorme. Este
énfasis sirvió para transmitir la idea de una presunta autoridad
doctrinal, de una infalibilidad magistral implícita, aunque éstas fueron
claramente excluidas desde el principio.
Si
se hizo hincapié en ello fue para que las instancias más o menos heterodoxas se
percibieran como autorizadas y, por lo tanto, fueran aceptadas por el clero y
los fieles. Pero esto bastaría para desacreditar a los autores de un engaño
similar, que todavía hoy gritan si alguien toca Nostra Aetate, mientras
que permanecen en silencio aunque se niegue la divinidad de Nuestro Señor o la
perpetua virginidad de María Santísima. Recordemos que los católicos no veneran
un Concilio, ni el Vaticano II ni el de Trento, sino la Santísima Trinidad, el
Único Dios Verdadero; no veneran una declaración conciliar o una exhortación
postsinodal, sino la Verdad que estos actos del Magisterio transmiten.
Usted
me preguntaa: "¿Cómo fueron engañados todos los padres del Concilio?"
Respondo aprovechando mi experiencia de esos años y las palabras de mis
hermanos con los que discutí en ese momento. Nadie podía imaginar que en el
seno del cuerpo eclesiástico existían fuerzas hostiles tan poderosas y
organizadas que podían lograr rechazar los esquemas preparatorios perfectamente
ortodoxos que habían sido preparados por los cardenales y prelados con una
fidelidad inquebrantable a la Iglesia, sustituyéndolos por un conjunto de
errores inteligentemente disfrazados detrás de discursos largos y
deliberadamente equívocos. Nadie podría haber creído que, justo debajo de las
bóvedas de la Basílica Vaticana, se podría convocar a los estados generales que
decretarían la abdicación de la Iglesia Católica y la inauguración de la
Revolución. (Como ya he mencionado en un artículo anterior, el cardenal Suenens
llamó al Vaticano II "el 1789 de la Iglesia"). Los Padres del
Concilio fueron objeto de un sensacional engaño, de un fraude que fue
ingeniosamente perpetrado recurriendo a los medios más sutiles: se encontraron
en minoría en los grupos lingüísticos, excluidos de las reuniones convocadas en
el último momento, presionados a dar su placet
haciéndoles creer que el Santo Padre lo quería. Y lo que los innovadores
no lograron obtener en el aula conciliar, lo lograron en las comisiones y comités, gracias también al activismo de los teólogos y periti [peritos] que
fueron acreditados y aclamados por una poderosa maquinaria mediática. Existe
una amplia gama de estudios y documentos que atestiguan, por un lado, este
sistemático proceder malicioso de algunos de los Padres del Concilio y, por
otro, el ingenuo optimismo o descuido de otros Padres del Concilio
bienintencionados. La actividad del Coetus Internationalis Patrum [que
se opuso a los innovadores] poco o nada pudo hacer, cuando las violaciones de
las reglas por parte de los progresistas fueron ratificadas en la misma Mesa
Sagrada [por el Papa].
Aquellos
que han mantenido que el "espíritu del Concilio" representó
una interpretación heterodoxa o errónea del Vaticano II, se comprometieron en
una operación innecesaria y dañina, aunque fueron impulsados de buena fe a hacerlo. Es comprensible que un cardenal u obispo quisiera defender el honor de la Iglesia
y deseara que no fuera desacreditada ante los fieles y el mundo, por lo que se
pensó que lo que los progresistas atribuyeron al Concilio era en realidad una
tergiversación indebida, un forzamiento arbitrario. Pero si en aquel entonces
era difícil pensar que una libertad religiosa condenada por Pío XI (Mortalium
Animos) pudiera ser afirmada por Dignitatis Humanae, o que el Romano
Pontífice pudiera ver su autoridad usurpada por un fantasmagórico colegio
episcopal, hoy comprendemos que lo que fue astutamente ocultado en el
Vaticano II es hoy afirmado ore rotundo en los documentos papales, precisamente en nombre de la aplicación coherente del Concilio.
Por
otra parte, cuando hablamos comúnmente del espíritu de un acontecimiento,
queremos decir precisamente que constituye el alma, la esencia de ese
acontecimiento. Podemos, pues, afirmar que el espíritu del Concilio es el
propio Concilio, que los errores del período posconciliar fueron
contenidos in nuce [en germen] en las actas conciliares, así como se dice con razón
que el Novus Ordo es la Misa del Concilio, aunque en presencia de los
Padres del Concilio se celebrara la Misa que los progresistas llaman
significativamente preconciliar. Y de nuevo: si el Vaticano II realmente
no representó un punto de ruptura, ¿cuál es la razón para hablar de una Iglesia
preconciliar y una iglesia posconciliar, como si se tratara de
dos entidades diferentes, definidas en su esencia por el propio Concilio? Y si
el Concilio estaba verdaderamente en línea con el ininterrumpido e infalible
Magisterio de la Iglesia, ¿por qué es el único Concilio que plantea graves y
serios problemas de interpretación, demostrando su heterogeneidad ontológica
con respecto a otros Concilios?
Lawler:
En segundo lugar, ¿cuál es la solución? El obispo Schneider propone que un
futuro Pontífice debe repudiar los errores; el arzobispo Viganò lo encuentra
inadecuado. Pero entonces, ¿cómo se pueden corregir los errores, de manera que
se mantenga la autoridad de la enseñanza del magisterio?
Arzobispo
Viganò: La solución, en mi opinión, reside sobre todo en un
acto de humildad que todos nosotros, comenzando por la Jerarquía y el Papa,
debemos reconocer la infiltración del enemigo en el corazón de
la Iglesia, la ocupación sistemática de puestos clave en la Curia Romana, los
seminarios y las escuelas eclesiásticas, la conspiración de un grupo de
rebeldes -incluyendo, en primera línea, a la desviada Compañía de Jesús- que ha
logrado dar la apariencia de legitimidad y legalidad a un acto subversivo y
revolucionario. También debemos reconocer la insuficiencia de la respuesta del
bien, la ingenuidad de muchos, el temor de otros y los intereses de los que se
han beneficiado gracias a esa conspiración. Después de su triple negación de
Cristo en el patio del sumo sacerdote, Pedro "flevit amare",
lloró amargamente. La tradición cuenta que el Príncipe de los Apóstoles tenía
dos surcos en sus mejillas por el resto de sus días, como resultado de las
lágrimas que derramó copiosamente, arrepintiéndose de su traición.
Corresponderá a uno de sus sucesores, el Vicario de Cristo, en la plenitud de
su poder apostólico, volver a unir el hilo de la Tradición allí donde fue
cortado. Esto no será una derrota sino un acto de verdad, humildad y valentía. La
autoridad e infalibilidad del Sucesor del Príncipe de los Apóstoles emergerá
intacta y reconfirmada. De hecho, éstas no fueron deliberadamente cuestionadas
en el Vaticano II, pero, irónicamente, estarán ahí en ese día futuro en el que un
Pontífice corregirá los errores que ese Concilio permitió, bromeando con el equívoco de una autoridad que oficialmente negó tener, pero que toda la
Jerarquía subrepticiamente dio a entender a los fieles que tenía,
comenzando justamente por los Papas del Concilio.
Deseo
recordar que para algunas personas lo expresado anteriormente puede sonar
excesivo, porque parecería cuestionar la autoridad de la Iglesia y de los
Romanos Pontífices. Sin embargo, ningún escrúpulo impidió la violación de la
Bula Quo primum tempore de San Pío V, aboliendo de un día para otro toda
la Liturgia Romana, el venerable tesoro milenario de la doctrina y la
espiritualidad de la Misa tradicional, el inmenso patrimonio del canto
gregoriano y de la música sagrada, la belleza de los ritos y de las vestiduras
sagradas, desfigurando la armonía arquitectónica incluso en las basílicas más
distinguidas, quitando balaustradas, altares monumentales y tabernáculos: todo
fue sacrificado en el altar de la renovación conciliar del coram populo [cara al pueblo],
con el agravante de haberlo hecho sólo porque esa Liturgia era admirablemente
católica e irreconciliable con el espíritu del Vaticano II.
La
Iglesia es una institución divina, y todo en ella debe comenzar con Dios y
volver a Él. Lo que está en juego no es el prestigio de una clase dirigente, ni
la imagen de una empresa o de un partido: se trata de la gloria de la Majestad
de Dios, de no anular la Pasión de Nuestro Señor en la Cruz, de los
sufrimientos de su Santísima Madre, de la sangre de los Mártires, del
testimonio de los Santos, de la salvación eterna de las almas. Si por soberbia
o desafortunada obstinación no sabemos reconocer el error y el engaño en que
hemos caído, tendremos que dar cuenta a Dios, que es tan misericordioso con su
pueblo cuando se arrepiente como implacable en la justicia cuando sigue a
Lucifer en su non serviam.
Querido
Doctor Lawler, para usted y sus lectores, le envío cordialmente mis saludos y
la bendición de nuestro Señor, por la intercesión de Su y nuestra Madre
Santísima.