Casi todo este sermón consistirá en leer algunos comentarios de los Santos Padres acerca del Evangelio de hoy, que se encuentran en la “Catena Aurea” de Santo Tomás de Aquino.
Y dijo esta parábola a los que, confiando en sí mismos, se tienen por justos y desprecian a los demás: dos hombres subieron al templo a orar: uno fariseo y otro publicano.
Y el fariseo, estando de pie… Cuando dice que estaba de pie, Nuestro Señor indica el orgullo, porque el fariseo se mostraba muy soberbio aun en su actitud física. En la soberbia hay un menosprecio de Dios. Es soberbio el que se atribuye a sí mismo las buenas acciones que ejecuta y no a Dios. La causa por la que los soberbios confían excesivamente en sí mismos, está precisamente en no atribuir a Dios lo bueno que hacen o que tienen. Decía Mons. Lefebvre que para ser humildes debemos estar en presencia de Dios, es decir, en la realidad, conscientes de que Él es todo y nosotros somos nada.
Oraba el fariseo en su interior… Es decir, como si no orase delante de Dios, porque se volvía hacia sí mismo por el pecado de la soberbia. El soberbio es siempre un egoísta, un enamorado de sí mismo. Y decía: yo te doy gracias, Dios mío… San Agustín comenta que no es reprendido por agradecer a Dios, sino porque ya no deseaba nada más para sí. Creyéndose perfecto, no necesitaba decir: perdona nuestras deudas. Como si el fariseo dijera: Dios me ha hecho hombre pero yo me hago justo (o bueno o santo).
El clero modernista enseña la oración del fariseo. En el lenguaje corriente, la Misa ha pasado a ser la Eucaristía, palabra que significa acción de gracias. Si para los modernistas estamos todos salvados, y si “el infierno, si es que existe, está vacío” (Von Balthazar), ¿para qué suplicar? Sólo queda agradecer. Y muchas veces se oye decir: “yo no le pido nada a Dios, sólo le agradezco”. Diabólica ilusión de rectitud, desinterés y simplicidad. Cuidado.
Gracias -decía- porque no soy como los demás hombres… Si solamente dijese "como muchos hombres", pero con eso de “los demás hombres” quiere decir todos excepto él mismo.
Comenta San Gregorio que de cuatro maneras suele demostrarse el orgullo: primero, cuando uno cree que lo bueno que tiene o hace nace exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por sus propios méritos; en tercer lugar, cuando se jacta uno de tener lo que no tiene y, finalmente, cuando desprecia a los demás queriendo aparecer como teniendo lo que ellos desean.
San Agustín agrega que al estar el publicano cerca del fariseo, se le presentó a éste una ocasión para aumentar su orgullo, y por eso sigue diciendo: ni como este publicano... Como queriendo decir: “yo soy único, y éste es como los demás”.
No le bastó menospreciar a toda la humanidad -dice San Juan Crisóstomo-, sino que se refirió también al publicano en particular. Su falta habría sido menor si le hubiese exceptuado, pero con sus palabras ofende a los ausentes y lacera la herida del que está presente. Porque la acción de gracias no debe ser un insulto a los demás. Cuando damos gracias a Dios, no nos dirijamos a los demás hombres ni condenemos al prójimo.
Gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros... Como el fariseo sabe que conviene no sólo evitar el mal, sino también hacer el bien, añade en contraposición a los pecados “de los demás hombres” las siguientes obras buenas: ayuno dos veces en la semana (los fariseos ayunaban los lunes y los jueves), y doy el diezmo de todo lo que poseo... Está diciendo: “evito el mal y hago el bien. No peco, pero no sólo eso: además me mortifico y doy generosas limosnas de mis bienes”. Nada mal.
San Gregorio comenta: por el orgullo abrió la ciudad de su corazón a los enemigos que la sitiaban, que en vano cerró por la oración y el ayuno, porque todas las fortificaciones se hacen inútiles cuando hay en ellas un solo punto por el que puede entrar el enemigo. De ciertas monjas jansenistas (las de Port Royal), decía Pascal: “son puras como ángeles pero orgullosas como demonios” Cuidado. Por algo Cristo dice “vigilad y orad” y no sólo “orad.” ¿Vigilar qué? Pues nuestras intenciones ante todo, nuestro corazón.
Dice San Agustín: observa sus palabras y no encontrarás ruego alguno dirigido a Dios. Sólo “eucaristía”, sólo acción de gracias. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar o suplicar a Dios, sino alabarse o ensalzarse a sí mismo, e insultar al que rogaba.
Entre tanto el publicano, a quien alejaba de Dios su propia conciencia, se acercaba a Él por su piedad y su humildad. Por esto sigue diciendo el Evangelio: pero el publicano, estando lejos…
El publicano se diferencia del fariseo no sólo en las palabras y en la actitud, sino sobre todo en la contrición del corazón. Porque no se atrevía a levantar sus ojos al cielo, creyendo que eran indignos de ver lo alto los ojos que antes eligieron buscar y mirar las cosas bajas. Por esta razón se daba golpes de pecho, como para castigar su corazón por las malas intenciones pasadas, y por eso decía Dios mío, ten piedad de mí, pecador.
Cuarenta años estuvo dedicada Santa María Magdalena a hacer lo mismo en una cueva de Marsella, ella, que de gran pecadora se convirtió en gran santa, “porque amó mucho” (Lc. 7 47). Las monjas fariseas de Port Royal, exteriormente correctas e intachables, a las que poco o nada se les había perdonado -por eso amaban poco- no la habrían aceptado como postulante.
Si el publicano hubiera oído eso de: "gracias, Dios mío, porque no soy como este publicano", no se habría indignado, sino que habría experimentado mayor contrición. El fariseo había descubierto la enfermedad del publicano, pero éste no buscaba ocultarla: buscaba curarse. “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”, dice Cristo (Mc. 2 17).
San Agustín agrega: estaba lejos el publicano y, sin embargo, se acercaba a Dios, y el Señor se acercaba a él. Su conciencia lo hundía pero su esperanza lo elevaba. Hería su pecho y se castigaba a sí mismo, y el Señor le perdonaba, porque se confesaba.
Habéis oído al acusador soberbio y al culpable humilde -sigo citando a San Agustín-, oíd ahora al Juez que dice: os digo que éste y no aquél, descendió justificado a su casa.
Dice San Juan Crisóstomo que en esta parábola propone Nuestro Señor dos carros en una carrera. Uno es la justicia unida a la soberbia, el otro es el pecado unido a la humildad. El carro del pecado sobrepasa al de la justicia por la fuerza de la humildad que lo acompaña. El otro es vencido por el peso de la soberbia. Por tanto, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees pequeño, alcanzarás a Dios.
Y el Evangelio señala la causa de la sentencia divina que condena al fariseo y absuelve al publicano, cuando añade: porque todo el que se ensalza (o eleva) será humillado y el que se humilla (o rebaja) será ensalzado. La soberbia -sigo citando al santo- puede privar del cielo al que no se cuide de ella, mientras que la humildad saca al hombre de sus pecados. Ella fue la que salvó al publicano, no al fariseo, y al buen ladrón dio el paraíso antes que a los Apóstoles. Si la humildad unida al pecado corre tan fácilmente que adelanta a la soberbia unida a la justicia, ¿cuánto más adelantará la humildad unida a la justicia? Y si el orgullo unido a la justicia puede dañar tanto a ésta, ¿a cuáles profundidades del infierno iremos si al orgullo unimos el pecado?
“Porque ha mirado la humildad de su esclava, por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada”, dice la Santísima Virgen en el Magnificat. Gracias, entonces, a la humildad, a su humildad, hubo Encarnación y pudimos ser redimidos. Todos los bienes nos vienen por la humildad. Que por la intercesión de nuestra Madre, Dios nos haga humildes.