PÁGINAS

sábado, 19 de octubre de 2019

DOS CONCEPCIONES IRRECONCILIABLES ACERCA DE LA VIDA


El cristianismo invirtió el concepto que el pagano tenía sobre la vida. El divino Salvador nos enseña con su palabra y nos persuade con su muerte y su resurrección, de que la vida presente es una VÍA y no LA VIDA a la cual su Padre nos ha destinado.

La civilización cristiana procede de una concepción de la vida completamente contraria a la que dio origen a la civilización pagana.
El paganismo, habiendo empujado al género humano por la pendiente que el pecado original lo había conducido, decía que el hombre está sobre la tierra para gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no ambicionaba, no buscaba nada más allá que el goce de la vida; y la sociedad pagana estaba organizada con el fin de procurarse estos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados o incluso hasta groseros a que pueden llegar, y solamente para aquellos que estaban en condiciones de obtenerlos. La civilización antigua se basaba en este principio, todas sus instituciones se sustentaban, sobre todo, en dos pilares, la esclavitud y la guerra. Y ya que la naturaleza no era lo bastante generosa, y sobre todo, porque en esa época, no se había cultivado desde mucho tiempo y lo suficientemente bien para obtener todos los disfrutes deseados, el pueblo fuerte sometía al pueblo débil, y los ciudadanos hacían esclavos a los extranjeros e incluso a sus hermanos para proveerse de las fuentes de riqueza e instrumentos de placer.
El cristianismo vino, en cambio, a decirle al hombre que debía buscar en otra dirección la felicidad cuya necesidad no cesa de atormentarlo. Invirtió el concepto que el pagano tenía sobre la vida. El divino Salvador nos enseña con su palabra y nos persuade con su muerte y su resurrección, de que la vida presente es una vía, y que ésta no es LA VIDA a la cual su Padre nos ha destinado.
La vida presente no es más que la preparación para la vida eterna. Aquella es el camino que conduce a ésta. Estamos en vía, nos decían los escolásticos, caminando ad terminum, en marcha para el cielo. Los científicos de hoy expresarían la misma idea diciendo que la tierra es el laboratorio donde se forman las almas, donde se reciben y se desarrollan las facultades sobrenaturales de las que el cristiano, después de haber terminado su paso en esta vida, gozará en la celestial morada.
Así como la vida embrionaria es en el seno materno, ya que también es una vida, pero una vida en formación, y en donde se elaboran los sentidos que tendrán que funcionar en la estancia terrestre: los ojos con los cuales contemplará la naturaleza, el oído que recogerá sus armonías, la voz que allí pronunciará sus cantos, etc.
En el cielo podremos ver a Dios cara a cara, esta es la gran promesa que se nos hace. Toda la religión se basa en ella. Y sin embargo, ninguna naturaleza creada es capaz de esta visión.
Todos los seres vivos tienen su manera de conocer, limitada por su naturaleza propia. La planta tiene un determinado conocimiento de los líquidos que necesita para su mantención, puesto que sus raíces se extienden hacia ellos, los buscan para introducirlos dentro de ella. Este conocimiento no es una visión. El animal ve, pero no tiene la inteligencia de las cosas que sus ojos abarcan.
El hombre comprende estas cosas, su razón las penetra, abstrae las ideas que contienen y por ellas se eleva a la ciencia. Pero las substancias de las cosas le permanecen ocultas, porque el hombre no es más que un animal racional y no una inteligencia pura. Los mismos ángeles, que son intelectos puros, pueden contemplar directamente las substancias de su misma naturaleza y a fortiori las substancias inferiores. Pero tampoco pueden ver a Dios. Dios es una sustancia aparte, de un orden infinitamente superior.
El mayor esfuerzo del espíritu humano ha llegado a calificar a Dios como siendo “Acto puro” y la revelación nos dice que es una Trinidad de personas en unidad de sustancia, la Segunda engendrada por la Primera, la Tercera procedente de las otras dos, todo dentro de una vida de inteligencia y de amor que no tiene ni comienzo ni fin. Ver a Dios como Él se ve, amarlo como Él se ama - ésta es la bienaventuranza prometida - está fuera del alcance de toda naturaleza creada e incluso posible.
Para comprenderlo se debería ser nada menos que igual a Dios.
Pero lo que no le pertenece por naturaleza al hombre puede serle proporcionado por un don gratuito de Dios. Y así es: lo sabemos porque Dios nos ha revelado haberlo hecho de esta manera. Tanto para los ángeles como para nosotros. Los ángeles buenos ven a Dios cara a cara, y nosotros somos llamados a gozar de la misma felicidad.
Sólo podemos llegar hasta allá por algo de sobreañadido que nos eleve por sobre nuestra naturaleza, que nos haga capaces de esto, siendo radicalmente impotentes por nosotros mismos, como sería el don de la razón a un animal o el don de la vista a una planta. Este algo, se llama aquí, en esta vida, la gracia santificante.
El apóstol San Pedro dice que es una participación de la naturaleza divina. Es necesario que sea así; acabamos de ver que, en ningún ser, la operación de determinado ser no sobrepasada y no puede sobrepasar la naturaleza de ese mismo ser. Y si un día seremos capaces de ver a Dios, es porque El habrá depositado algo de divino en nosotros, se habrá transformado en una parte de nuestro ser, y lo elevará hasta hacerlo semejante a Dios “Bienaventurados, dice al apóstol San Juan, somos ahora hijos de Dios, y lo que seremos un día no parece aún; seremos similares al Él, porque lo veremos tal como es” (I Juan, III-2).
Este algo, lo recibimos aquí abajo a partir del santo Bautismo. El apóstol San Juan lo llama un germen (I Juan III-9), es decir, una vida en principio. Es lo que Nuestro Señor nos señaló, cuando hablaba a Nicodemo de la necesidad de un nuevo nacimiento, de una generación a una vida nueva: La vida que el Padre tiene en sí mismo, que Él da al Hijo y que el Hijo nos da y nos ejercita conjuntamente con Él por el santo Bautismo. Esta palabra que da una imagen tan viva de todo el misterio, San Pablo la había tomado de Nuestro Señor cuando decía a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unida a la vid, así ustedes tampoco si no permanecen en mi.”
Estas altas ideas eran familiares para los primeros cristianos. Eso lo demuestra el hecho de que cuando los apóstoles hablan en el Epitres, lo hacen como siendo una cosa ya conocida. Y de hecho, era así porque a ellos se les presentaban en largas catequesis los ritos del bautismo.
Luego, las ropas blancas de los neófitos simbolizaban que ellos comenzaban una vida nueva, que ellos eran por esta vía vueltos a la inocencia: Hijos espirituales, se les decía, como niños recién nacidos, desean ardientemente la leche que debe alimentar su vida sobrenatural; la leche de la fe sin alteración, sine dolo lac concupiscite, y la leche de la caridad divina. Cuando este germen que recibieron haya llegado a su término, esta fe se transformará en clara visión, y la caridad en beatitud del amor divino.
Toda la vida presente debe tender a este desarrollo, a la transformación del viejo hombre, del hombre de la pura naturaleza e incluso de la naturaleza decaída, en el hombre deificado. He aquí lo que se realiza en este mundo en el cristiano fiel.
Las virtudes sobrenaturales, infundidas en nuestra alma en el bautismo, se desarrollan día a día por el ejercicio que hacemos de ellas con la ayuda de la gracia y la volvemos así capaz de actividades sobrenaturales que se van a completar en el cielo. La entrada en el cielo será como un nacimiento, que con el bautismo fue engendrado.
Esto es lo que Jesús hizo y a lo que vino a enseñar al género humano. Por lo tanto, se cambió radicalmente la concepción de la vida presente. El hombre no está en la tierra para gozar y morir, sino para prepararse para la vida de lo alto. Y para merecerla.
GOZAR, MERECER, son los dos fines que caracterizan, que separan, que oponen a las dos civilizaciones.
No se puede dejar de decir que desde el momento en que el cristianismo comenzó a ser predicado, los hombres no pensaron ya en ninguna otra cosa que no fuese su propia santificación. Ellos continuaron siguiendo los fines secundarios de la vida presente, y ejerciendo, en la familia y en la sociedad, las funciones que piden y los deberes que imponen. Por otra parte, la santificación no se opera solamente por los ejercicios espirituales, sino por la realización de todo deber de estado, por todo acto hecho con pureza de intención. “Todo lo que hagan, dice el apóstol San Pablo, ya sea de palabras o en obras, hacerlas todas en nombre de Nuestro Señor Jesucristo… Trabajad en agradar a Dios en todas las cosas, y fructificaréis en toda buena obra.” (Ad Colos., I-10 y III-17).
Permaneciendo por otra parte en la sociedad hasta el fin de los tiempos, hay dos categorías de hombres que la Sagrada Escritura señala: los buenos y los malos.
Hay que observar, no obstante, que el número de malos disminuye y de los buenos se acrecienta a medida que la fe toma más imperio en la sociedad. Estos, porque tienen la fe en la vida eterna, aman a Dios, hacen el bien, observan la justicia, son los benefactores de sus hermanos. Y por todo eso, hacen que reine en la sociedad la seguridad y la paz. Aquéllos, porque no tienen fe, porque sus miradas permanecen fijas en la tierra, son egoístas, sin amor, sin piedad para sus semejantes: enemigos de todo bien, son en la sociedad causa de desorden y estancamiento para la civilización.
Mezclados los unos con los otros, los buenos y los malos, los creyentes y los incrédulos, forman las dos ciudades descritas por San Agustín: “El egoísmo llevado hasta el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada “el mundo”, el amor de Dios llevado hasta el menosprecio de sí mismo produce la santidad y puebla la “ciudad celestial.”
A medida que la nueva concepción de la vida traída por Nuestro Señor Jesucristo a la tierra penetró en las inteligencias y en los corazones, la sociedad se modificó: la nueva concepción de la vida cambió las costumbres, y bajo el impulso de estas ideas y costumbres, las instituciones se transformaron. La esclavitud desapareció, y en vez de los poderosos someter a sus hermanos, se les ve santificarse hasta el heroísmo para procurarles el pan de la vida espiritual, para elevar a las almas y santificarlas.
La guerra no fue más hecha para apoderarse de los territorios de los otros y tomar a los hombres y mujeres como esclavos, sino para romper los obstáculos que se oponían a la extensión del reino de Cristo y obtener a los esclavos del demonio la libertad de los hijos de Dios. Facilitar, favorecer la libertad de los hombres y pueblos en su progreso hacia el bien, se volvió el objetivo hacia el cual las instituciones sociales fueron llevadas, aunque no siempre como un fin expresamente determinado. Y las almas aspiraron al cielo y trabajaron para merecerlo. La posesión de los bienes temporales para el disfrute de que se puede obtener de ellos, no fue ya el único e incluso principal objetivo de la actividad de los cristianos, al menos de los que estaban realmente imbuidos del espíritu cristiano, sino la posesión de los bienes espirituales, la santificación del alma, el aumento de las virtudes que son el ornamento y las verdaderas delicias de la vida de aquí abajo, y al mismo tiempo prendas de la bienaventuranza eterna.
Las virtudes adquiridas por los esfuerzos personales se transmitían por la educación de una generación a otra; y así se formó, poco a poco, la nueva jerarquía social, fundada, ya no por la fuerza y sus abusos, sino sobre el mérito; en la parte baja, las familias que se aplicaron a la virtud del trabajo; al medio, aquéllas que, sabiendo juntar en el trabajo la moderación en el uso de los bienes que obtenían, fundaron la propiedad mediante el ahorro; en lo alto, aquéllos que denegaron del egoísmo, ascendieron a las sublimes virtudes de dedicación a los demás: pueblo, burguesía, aristocracia. La sociedad se estableció y las familias escalonadas en el mérito ascendente de las virtudes transmitidas de generación en generación.
Tal fue la obra de la Edad Media. Durante su curso, la Iglesia realizó una triple tarea. Luchó contra el mal que provenía de las distintas sectas del paganismo y lo destruyó; perfeccionó los buenos elementos que se encontraban en los antiguos romanos y en las distintas razas de bárbaros; y finalmente, hizo triunfar el ideal que Nuestro Señor Jesucristo había dado de la verdadera civilización. Para llegar a esto, había procurado en primer lugar reformar el corazón del hombre; de allí vino la reforma de la familia, la familia vino a reformar al Estado y a la sociedad: vía opuesta a la que se quiere seguir hoy.
Sin duda, creer que, en el orden que acabamos de señalar no hubo punto de desorden, sería equivocarse. El espíritu antiguo, el espíritu del mundo que Nuestro Señor condenó, nunca fue, y nunca se superará completamente.
Siempre, incluso en los mejores tiempos, y cuando la Iglesia obtuvo sobre la sociedad el más grande ascendiente, hubo hombres de placer y hombres de ambiciones; pero se veían a las familias subir en razón de sus virtudes o declinar en razón de sus defectos; se veía al pueblo distinguirse entre ellos por su civilización, y el grado de civilización se tomó de las aspiraciones dominantes en cada nación: se elevaban cuando estas aspiraciones se purificaban y subían; retrocedían cuando sus aspiraciones los llevaban hacia el disfrute y el egoísmo.
Sucedió, sin embargo, que naciones, familias, individuos se abandonaron a los instintos de la naturaleza o resistieron a ellos; pero el ideal cristiano permanecía siempre inflexiblemente mantenido bajo la mirada de todos por la Santa Iglesia.
El impulso dado a la sociedad por el cristianismo comenzó a retrasarse en el siglo XIII: la liturgia lo constata y los hechos lo demuestran.
En un primer momento se detuvo, luego retrocedió. Este retroceso o más bien esta nueva orientación se manifestó pronto y tomó un nombre, RENACIMIENTO, renacimiento del punto de vista pagano del ideal de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia. “Teniendo en cuenta todas las crisis atravesadas, de todos los abusos, de todos los cuadros sombríos, es imposible impugnar que la historia de Francia – incluso observación para toda la república cristiana – es una ascensión, como historia de una nación, mientras mantiene la influencia moral de la Iglesia que allí domina, y que se convierte en una caída a pesar de todo lo que esta caída tiene a veces de brillante y de épico, en cuanto los escritores, los científicos, los artistas y los filósofos se substituyeron a la Iglesia y la eliminaron de su soberanía.”
Monseñor Henri Delassus, La Conjuración Anticristiana. El Templo Masónico Levantado Sobre las Ruinas de la Iglesia Católica.