PÁGINAS

viernes, 24 de marzo de 2017

LA DOCTRINA Y LA ACCIÓN




En los años ’60, el concilio Vaticano II logró imponer, sin grandes dificultades, toda una enseñanza doctrinal contraria a la doctrina tradicional de la Iglesia. Todos aquellos errores que habían sido condenados por el Magisterio de los Papas anteriores, aparecieron de pronto rehabilitados, divulgados, aceptados y practicados, aunque aparentemente sin ninguna ruptura, mediante documentos deliberadamente ambiguos, pero no tanto como para que no se pudiera entender aquellos errores que se querían imponer. Uno se pregunta ¿cómo pudo ocurrir tal cosa? ¿Cómo los católicos pudieron aceptar que de un dia para otro la Iglesia comenzara a enseñar lo opuesto que hasta entonces había enseñado? La respuesta está en la ignorancia religiosa de la mayoría de los católicos de entonces, y en la cobardía de los jerarcas de la Iglesia que no fueron partícipes directos de la subversión conciliar.

Se ve claramente que los católicos de aquel tiempo no conocían los documentos del Magisterio, y quizás ni siquiera bien su Catecismo. Las magníficas enseñanzas de las encíclicas contra los errores modernos  de todos los últimos Papas, habían sido pasadas por alto, encubiertas, desdeñadas, dando lugar a una obediencia ciega, obsecuente, cómoda, hacia la figura del Papa. El rendir culto al “dulce Cristo en la tierra” servía de coartada para evitar los deberes propios del cristiano, en particular la formación acerca de las verdades reveladas y en la recepción de las enseñanzas magisteriales, verificando si las mismas se correspondían o no con la enseñanza de la Tradición (cfr. advertencia de S. Pablo). Una despreocupación por la verdad, estimulada por la nueva era de confort traída por las repúblicas democráticas, más un sentimiento de orgullo ante lo que parecía –americanismo de por medio- un triunfo de la Iglesia en el mundo (el “cincuentismo”), crearon el ambiente propicio para que los católicos, habiendo bajado la guardia, se tragaran toda la revolución conciliar, sin casi advertirla y menos resistirla. El trabajo combinado de las logias y los medios de comunicación, más el propio desinterés de los católicos por la verdad, rindieron sus frutos a la Contra-Iglesia. La batalla doctrinal modernista fue casi enteramente ganada, excepto por un perqueño grupo encabezado por un arzobispo, Mons. Marcel Lefebvre, que amaba y conocía la verdad y tuvo la gracia de resistir. Entonces la Tradición fue salvada.  

Cuarenta años más tarde, la Contra-Iglesia ya no podía tolerar más que este grupo recalcitrante, mucho mayor en número, en obras, en repercusión, continuase su tenaz oposición a la revolución conciliar. La iglesia conciliar había intentado todas las maniobras, todas las argucias, para intentar doblegar a la congregación del intransigente Arzobispo. Todas fracasaron. ¿Por qué? Porque en medio de estas estratagemas, estaba siempre presente el tema doctrinal. Y, a diferencia de lo que pasó en los años ’60, los “lefebvristas” tenían muy en claro el problema doctrinal de la Roma modernista. Por ese lado, no sería posible capturar la tan ansiada presa. Es así que un astuto político devenido Papa, recibió la encomienda de lograr sacar al fin al pez –que había mordido hacía tiempo el anzuelo- del agua, para llevarlo a una pecera de Roma.

La maniobra, entonces, no apuntó a la doctrina, sino a la acción. Demasiado atentos a la doctrina, la subversión de los agentes liberales de adentro se centró en la forma de actuar hacia Roma, que varió y se opuso a la forma de actuar anterior. La doctrina fue dejada a un lado, para centrar el foco en la manera de actuar de la congregación. Nadie cuestionaría en Roma su defensa de la doctrina, sino su modo “restrictivo”, casi “sectario” de defenderla. Había que compartir esa doctrina con los otros, y para eso, volver a Roma, pues sino se corría el riesgo de volverse “cismáticos”. “Es cismático no el que no obedece sino el que no convive. Por eso estaría más en la Verdad el ecuménico rabino que el aislado Mons. Lefebvre” (P. Calderón, “La lámpara bajo el celemín”, p. 127). Pero, ¿cómo los miembros de la congregación no veían esta maniobra astuta de los enemigos romanos para intentar capturarlos? Simple: ellos no olvidaron la doctrina, pero olvidaron la forma de actuar de su fundador. Mediante el lenguaje ambiguo o el doble lenguaje, en cada acción hacia Roma siempre pareció quedar indemne el tema doctrinal. Entonces no pareció que se corriera riesgo al continuar los diálogos, las negociaciones, las tratativas, los encuentros cordiales, con los liberales de Roma. Así como los católicos cincuentistas cerraban los ojos ante todo lo que venía desde el Papa, así estos “lefebvristas” cerraban los ojos ante todo lo que venía de su Superior general. Como ya se creían en posesión de la verdad, y esta la tenían bien guardada en sus depósitos, no podían perderla, no debían temer el riesgo de dejar de tenerla, no necesitaban revisar sus vasijas de barro, para ver si conservaban todo el contenido o no. Se creyeron seguros, debido a que tenían la buena doctrina. Y olvidaron que los enemigos no solo pueden estar enfrente, sino que la maniobra más exitosa del enemigo es infiltrarse dentro de las propias filas. Más aún, en los más altos puestos de las propias filas.

Lo que hacía falta en la tormenta que amenaza hundir la barca de Pedro, no era justamente un concilio (Vaticano II), sino que la mano firme del Papa mantuviera el timón en la dirección de los principios de siempre, pues parece cierto que el nuestro no es tiempo de especulación sino de acción”. Esta cita del P. Calderón (de su libro “La lámpara bajo el celemín”, las negritas son nuestras) nos lleva a decir (cosa que no dice o no ve el propio P. Calderón) que lo que hacía falta en la tormenta que amenazaba a la Tradición (y a la FSSPX) no eran justamente diálogos y negociaciones con Roma, sino que el Superior general mantuviera el timón en la dirección de los principios de siempre, enseñados por Mons. Lefebvre, que pueden resumirse en esta frase: "Todo sacerdote que quiere permanecer católico tiene el estricto deber de separarse de esta iglesia conciliar." Pero Mons. Fellay es un diplomático, Mons. de Galarreta un político, y Mons. Tisier un teórico, ninguno de los cuales estaba preparado para la acción de combate en esta guerra entre la Iglesia y la Contra-Iglesia. El único obispo de acción contrarrevolucionaria fue Mons. Williamson, alguien que comprendió mejor que los otros a Mons. Lefebvre, el cual entendió perfectamente que la doctrina no se sostiene por sí sola, sino por aquellos hombres que combaten por ella. Hoy, asociados al obispo inglés, tenemos a otros dos obispos intachables, fieles hijos de Mons. Lefebvre: Mons. Faure y Mons. Dom Tomás de Aquino OSB. Y próximamente a un cuarto, P. Zendejas. Los obispos, como afirma San Pío X,  deben preservar las almas de los errores y las seducciones que por todas partes les salen al paso, deben instruirlas, prevenirlas, animarlas y consolarlas (cfr. “Vehementer nos”). Les pedimos que sigan por este camino, con mano firme en el timón. Y para eso procuramos ayudarlos filialmente, desde estas páginas o desde la trinchera donde Dios nos quiera usar.

¿Qué maniobra utilizará el enemigo para intentar hacer sucumbir a esta pequeña Resistencia? Por lo pronto, contra esos dos errores fatales que siempre mencionara Mons. Lefebvre, el ralliement liberal con Roma, y el farisaico sedevacantismo, desde la SAJM se han tomado las medidas necesarias –desde sus propios estatutos- para ponerse en guardia contra ellos. Pero, como los hombres son débiles y el diablo no descansa, habrá que estar siempre con la guardia en alto, los ojos abiertos, y de rodillas implorando, a la espera del triunfo de María, de su Corazon Inmaculado.
Juan Infante