PÁGINAS

viernes, 21 de marzo de 2014

ALGO HUELE A PODRIDO, Y NO SOLO EN DINAMARCA



Las cosas dentro de la FSSPX estallaron en 2012, pero las cosas estaban podridas desde mucho antes. La desviación doctrinal, la ambigüedad y el engaño, no vinieron solos y la pérdida de la caridad de obispos y sacerdotes fueron quizás el preámbulo de lo que finalmente se iba a traducir en documentos y declaraciones escandalosos de las máximas autoridades. 



No por el hecho de que sea el heterodoxo, el heretizante, el amigo de la sinagoga, el modernista Francisco quien más de una vez la ha sacado a la luz, que nos privaremos de recordar la hermosa parábola de la oveja perdida; pues si son los modernistas quienes la mencionan torcidamente, por otro lado en gran parte los tradicionalistas la tienen por completo olvidada y así, con su olvido y su negligencia, alimentan la astucia ejemplar de los primeros para que la usen en su contra.

“Entonces les propuso esta parábola: ¿Quién hay de vosotros que, teniendo cien ovejas, y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el desierto, y no vaya en busca de la que se perdió, hasta encontrarla? En hallándola se la pone sobre los hombros gozoso; y llegado a casa, convoca a sus amigos y vecinos diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado a la oveja mía que se me había perdido. Os digo, que de este modo habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de penitencia”(Luc. 15, 3-7).

Los modernistas trafican su vil ecumenismo justificándose en que no hay que quedarse cómodamente establecidos con las 99 ovejas mientras afuera anda la oveja que se perdió, y entonces salen a su encuentro en las “periferias” para, en definitiva, decirle a la oveja perdida que puede quedarse allí con su dignísimo error. En la FSSPX, por su parte, se justifica el quedarse con las 99 supuestamente seguras diciendo que la oveja que se ha salido “ya es grande y sabe lo que hace”, tras lo cual se trata como pequeñas a las que se quedaron, pidiéndoles que confíen ciegamente en sus pastores pero sin suministrarles la verdad que necesitan.

No ha de ser casualidad, desde luego, que la inspiración del Espíritu Santo ubique esta parábola inmediatamente después de hablar de aquella “sal que se desvirtúa” y se echa a perder. ¿Será que esas ovejas que se pierden lo hacen en gran parte porque esa sal de la tierra ya no sala? ¿O más bien hay que decir que son las 99 las que creyéndose seguras se están perdiendo, por esa sal desvirtuada? ¿Será que algunos obispos y sacerdotes no son más discípulos de Cristo, sino solo de nombre? “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14,33).

Las cosas dentro de la FSSPX estallaron en 2012, pero las cosas estaban podridas desde mucho antes. La desviación doctrinal, la ambigüedad y el engaño, no vinieron solos y la pérdida de la caridad de obispos y sacerdotes fueron quizás el preámbulo de lo que finalmente se iba a traducir en documentos y declaraciones escandalosos de las máximas autoridades. Un mea culpa nos corresponde en alguna medida a todos, también a los fieles. Pero en mayor medida en el orden jerárquico, a aquellos que, dotados en principio de mayores luces y responsabilidades, con las gracias especiales de su propia condición, eran los encargados de darles a los fieles el pan de la buena doctrina, el ejemplo de la caridad ardiente y la intransigencia del buen combate. Sin embargo, aquellos que se tuvieron por “sabios y virtuosos” (como los fariseos), decidieron que dialogar con el enemigo era más redituable que dialogar con los amigos. El combate era ahora un diálogo. Y mentando las ovejas perdidas, usaron de una supuesta astucia para ir en busca de los lobos disfrazados de cándidas ovejas. ¡Cuántas veces Nuestro Señor nos previene contra los lobos rapaces, “con piel de oveja”! Pero, claro, la sal estaba desvirtuada. Se había perdido el celo por la integridad de la verdad, el sentido antiliberal y contrarrevolucionario del combate que había sostenido Monseñor Lefebvre. Claro, no quiso renunciarse a todo, como pidió Nuestro Señor. Ni a los títulos honoríficos (“ser reconocidos por Roma”, “levantada la excomunión”, la “Prelatura”, etc.) ni a los cargosos bienes materiales y satisfacciones mundanas. Esto debe decirse pues muchos lo ven y lo padecen. Por eso podemos hablar de una congregación donde un obispo se preocupa más del brillo de sus zapatos que de darle la palabra de Dios a sus fieles; o de un Superior General que miente descaradamente a sus sacerdotes en el transcurso de una conferencia de siete horas; o de sacerdotes que dan sus misas en locales del Rotary Club; o de sacerdotes que son unos bon vivants que disfrutan de una vida burguesa, degustadores de exquisiteces y coleccionistas de exclusivos discos compactos haciéndoselos traer desde el otro lado del mundo; otros dan entrevistas torpes y vierten falacias para acreditarse con los poderosos del mundo, mientras dan la espalda a los fieles que requieren una respuesta; otros han devenido excelentes administradores y organizadores de campamentos y excursiones, preocupándose más de disfrutar del deporte extremo y la recaudación expedicionaria que de proporcionar a sus fieles la información necesaria sobre la crisis que padece la FSSPX, manteniéndose como si estuviésemos en los años ’50 y, a la manera de nuevos Bing Crosby, esparcen un activismo alelado y febril; sacerdotes que afirman que “Roma tiene la manija” y por lo tanto la Fraternidad tiene que darle todo lo que pida “salvo si nos pide que nos bajemos los pantalones”; también hay sacerdotes que no conocen ni les interesa conocer a los fieles, y otros que se acercan a ellos con el afán de divertirse torpemente; los hay aburguesados que están pendientes de recetas de yogur suministradas por devotas feligresas, a la vez que justifican la expulsión de un obispo (“es sólo un dedo gangrenado que había que cortar para que no se pudra el pie”); desde luego, hay sacerdotes que se niegan a responder correspondencia de los fieles porque temen infectarse del virus de la “resistencia” y dejan de argüir sus supuestas razones, carentes de argumentos valederos e incapaces de respuesta en su obediencia ciega y culpable; hay sacerdotes de espíritu adolescente que paran en el esteticismo de la capilla o la liturgia y el bonito coro, como si eso y solo eso confirmara la probada fe que tienen; hay sacerdotes que han querido negar los sacramentos a los fieles porque estos simpatizaban con el obispo depuesto, ¡herejía!; hay sacerdotes manejados o influidos por grupos ajenos a la Fraternidad, acomodados funcionarios bien colocados en sus puestos que no trepidan en expulsar a los que no piensan como ellos en materia opinable como la crisis de la Fraternidad; hay sacerdotes que son meros administradores de los sacramentos, adormecidos en la rutina de lo que creen es mejor porque “no somos línea media”; hay sacerdotes que ven y saben estas cosas, pero callan por miedo a perder su comodidad o a ser señalados por el resto, “hay que seguir a la mayoría”. Etcétera, etcétera, etcétera.

Un clima irreal, forzado a simular “normalidad” y “paz”, incluso la jocosidad despreocupada propia de los dirigentes políticos, su humor forzado y nervioso, se viene dando desde hace bastante tiempo en la Nueva Fraternidad, a través de la política oficial de la congregación. Algunos logran verlo, otros, resabiados de liberalismo, no. Hay un fenómeno que en psicología se llama “Sesgo de Normalidad”. Un inteligente analista político lo menciona para describir la disolución social y la posible desintegración que padece la Argentina. Me permito hacer la equivalencia ya que lo mismo está ocurriendo en la FSSPX. Cito a este analista:
-“La condición del “Sesgo de Normalidad” o Normalcy Bias es bien conocido por los psicólogos y sociólogos. Se refiere a un estado mental de negación en la que entran los individuos cuando se enfrentan a un desastre o la posibilidad de un peligro inminente. El “Sesgo de Normalidad” lleva a las personas a subestimar y minimizar tanto la posibilidad de que realmente suceda una catástrofe, así como sus posibles consecuencias para su salud y seguridad.

-El “Sesgo de Normalidad” a menudo produce situaciones en las que la gente no puede prepararse para un desastre probable e inminente. Conduce a que las personas crean que algo que nunca ha sucedido antes, nunca va a suceder. Por lo tanto, nos aferramos a nuestra forma habitual, repetitiva y normal de la vida, a pesar de la prueba abrumadora de que un gran peligro se avecina.

-Este factor es parte de la naturaleza humana. Por desgracia, el “Sesgo de Normalidad” inhibe nuestra capacidad para hacer frente a un desastre, una vez que éste se pone en marcha. Las personas que sufren este síndrome tienen dificultades para reaccionar frente a algo que no han experimentado antes. En otras palabras, es la idea que tiene la gente de que nada malo va a ocurrir, porque no ha ocurrido antes. También es conocido como parálisis de análisis, respuesta de incredulidad o el efecto avestruz. Esto último se refiere a alguien que se comporta como un avestruz que entierra su cabeza en la arena.

-El “Sesgo de Normalidad” también lleva a las personas a interpretar las advertencias y replantear de manera inexacta la información, con el fin de proyectar un resultado optimista que lleva a la persona a inferir una situación menos grave. En resumen, es una especie de fármaco analgésico que adormece a una persona ante un peligro inminente.

-Así como la gente en Pompeya observó durante horas mientras el volcán hacía erupción sin evacuar la ciudad, muchas personas no reaccionaron hasta que fue demasiado tarde. Aunque usted puede tratar de advertir a los demás, la realidad es que algunas personas nunca van a tomar medidas preventivas, incluso cuando tengan la crisis frente a sus narices. Tal vez, de ahí derive la sentencia que dice que “la gente no cree en volcanes, hasta que la lava les quema el traste”.

Esto es lo que está pasando en la Nueva Fraternidad. Gente que no quiere saber lo que pasa, gente que niega la realidad, gente que no reconoce a los liberales, gente que dice “hubo muchas crisis en la Fraternidad, esta es una más”, gente que no quiere ver o que ve y aguanta lo que no debe aguantar, gente que cree que por arte de magia las cosas se arreglarán. Digo gente porque su actitud no es precisamente la de fieles combatientes, soldados de Cristo Rey incapaces de tolerar el engaño, la mentira, la confusión y la cobardía. Hay en todo esto una excusa: el afecto malsano que coloca la propia conveniencia social, la comodidad, los afectos humanos, la tertulia amical, la propia congregación, por encima de la verdad. Pero la fe no puede ser sostenida sin la verdad. No puede sostenerse de manera pusilánime. La fe no se sostiene sin el amor incondicional a Nuestro Señor. Por eso Cristo dijo: “Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, a la mujer, a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14, 25-26).

Pero esto se entiende mal, pues las faltas de caridad y las arbitrariedades que se aprecian en la Nueva Fraternidad van disimuladas en el amor a “la unidad” de la congregación, bien supremo, pero la unión no es de ningún modo posible –y como tal ahora no existe- donde la verdad y la caridad no encuentran el más alto sitial. San Pablo advierte contra la sabiduría humana y les dice a los colosenses que, una vez que sus corazones estén bien unidos por la caridad, serán “llenados de todas las riquezas de una perfecta inteligencia, para conocer el misterio de Dios Padre y de Jesucristo, en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col. 2,3). La elección de la sabiduría y la prudencia humanas –por falsa caridad-, saltando por encima de las claras y sabias advertencias que nos dejó Monseñor Lefebvre, especialmente en los últimos años de su vida, condujeron a este oscurecimiento para ver y tener el coraje de decidir actuar en consecuencia. Ahora una Fraternidad desvirtuada, desvirilizada, ya no puede decir, como congregación, “nosotros somos el buen olor de Cristo delante de Dios” (II Cor. 2, 15), aunque haya valiosos hombres y mujeres que se esfuerzan por no sucumbir al desastre.

 Es bueno saber que conocer dónde uno está parado no tiene por qué estar reñido con la paz interior. La FSSPX, adecuando la instalación del “branding” optimista que refleje una mejor imagen de sí misma, podría también para sostener ese “Sesgo de Normalidad” del que hablábamos, usar a San Juan de la Cruz para afirmar que “nunca el hombre perdería la paz si olvidase noticias y dejase pensamientos, y se apartase de oír, ver y tratar cuanto buenamente pueda”, sentencia que hábilmente puede usar el demonio como tentó de usar las Escrituras contra Nuestro Señor, y con lo cual Mons. Fellay gusta de apostrofar contra los “malvados” que usan Internet. Hay quienes creen que la paz viene con la ceguera y la ignorancia, mas la paz está en reconocer que a pesar de la catástrofe –y reconocerlo en medio del sufrimiento que ella nos ocasiona-, esa paz nos es dada por la confianza en Nuestro Señor, Camino, Verdad y Vida.  La paz interior no está reñida con el combate propio de nuestra condición de cristianos, antes bien, sólo el asumir con toda la vida y fielmente esa condición combatiente nos da la paz verdadera. Pero a la Nueva Fraternidad empezó a pesarle llevar su propia cruz, y entonces se desvió del camino porque uno solo es el camino y no puede seguirse si uno no se abaja con sencillez cargado de su cruz. Lejos de esto, la inquietud y perturbación en la Fraternidad fueron introducidas principalmente por Mons. Fellay, y su alborotada campaña diplomática, sus idas y vueltas, sus contradicciones y sus declaraciones ambiguas y traidoras que no manifestaron sino el querer congraciarse con los enemigos. Si la imagen que se quiere dar ahora es la de una paz interior que se trasluce en risas y brotes primaverales, en realidad esto esconde una interior conmoción que no es de Dios. Pues como dice San Alfonso María de Ligorio, “Para vivir siempre unidos a Jesucristo es menester obrar con tranquilidad, sin desazonarse por las adversidades que vengan. ‘No está el Señor en el terremoto’. El Señor no habita en corazones inquietos.” Y la señal de la inquietud no es la propia de la Iglesia militante, sino la de la iglesia dialogante, conciliar, liberal, acuerdista, que desea a toda costa que se acabe pronto la batalla y rechazar de ese modo la cruz, la propia cruz que nos humilla pero que, sólo si la amamos, nos levanta.


Flavio Mateos