PÁGINAS

martes, 28 de septiembre de 2021

EL ARZOBISPO VIGANÒ HABLA SOBRE LA TRAICIÓN DE LA JERARQUÍA CATÓLICA


ACTO DE CANCELED PRIEST

Dubuque (Iowa)

22 de septiembre de 2021

Queridísimos hermanos en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas en Cristo:

No revelo nada desconocido si digo que la Iglesia de Cristo atraviesa una crisis gravísima y que la jerarquía católica ha incurrido en dejación de funciones en cuanto a las importantes obligaciones de su misión apostólica y está en buena parte corrompida. El origen de esta crisis y esta apostasía ya es evidente hasta para los más moderados: que se ha querido acomodar a la Iglesia a la mentalidad del mundo, cuyo príncipe –no lo olvidemos– es Satanás: princeps mundi huius (Jn. 12,31).

SERMÓN PARA EL DOMINGO XVIII DESPUÉS DE PENTECOSTÉS - P. Trincado

 

Curación del Paralítico, Murillo, 1670 (detalle)

 

Las palabras ten confianza son las primeras que Nuestro Señor pronuncia frente al paralítico que le presentaron para ser curado. Cristo dice a cada uno de nosotros ten confianza, hijo; ten confianza, hija.

Todas las circunstancias que rodean el milagro de este Evangelio deben concurrir a fortalecer nuestra confianza en Jesucristo. Veamos:

Cristo nos conoce y tiene misericordia de nosotros. Jesucristo, cuando le presentaron al paralítico y vio la enfermedad que le aquejaba, tuvo compasión y no rechazo. Jesús nos conoce mucho mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos y mejor de lo que nos pueden conocer todos los demás, incluyendo los que más nos aman. Nuestro Señor, además de la parálisis, vio que el enfermo interiormente padecía una enfermedad mucho más importante que la que lo tenía postrado en una camilla: el pecado, un pecado grave. El enfermo posiblemente no había reparado en ello o, al menos en esos momentos, no buscaba la salud para el alma sino solamente para el cuerpo. Los familiares o amigos que lo presentaron a Jesús no conocían la enfermedad espiritual del paralítico. Jesucristo vio ambos males y de ambos liberó al paralítico, pero siguiendo un orden: primero libera el alma y después libera el cuerpo. Dios ha establecido un orden en los dones que nos quiere dar: siempre está dispuesto a dar la salud espiritual, como en el caso el paralítico; pero no siempre quiere dar lo que nos imaginamos que necesitamos en el orden físico o material. Por eso, cuando Dios niega los bienes materiales o cuando envía sus cruces, no pretende sino nuestra salud espiritual y, en definitiva, la salvación de nuestras almas. El orden de Dios es, entonces: primero el alma, luego el cuerpo. Ante todo lo espiritual, después lo material.

Jesucristo nos ama. Eso es notorio, en este Evangelio, por las palabras que usa para responder al paralítico: hijo mío, le dice. El paralítico estaba buscando un médico, pero se encontró con algo más que eso, con mucho más que eso: con un Dios y con un padre: con el Dios verdadero, que es un padre bondadoso, y que también y por eso es nuestro Médico.

Dios hijo ha tenido desde Toda la eternidad un conocimiento amoroso de nosotros. A impulso de este conocimiento de amor, nos ha dado la existencia natural y luego (con el Bautismo) la sobrenatural, al infundirnos la gracia santificante. Fue ese conocimiento amoroso lo que le hizo encarnarse y padecer para salvar a todos los hombres. Cristo vino a mostrarnos el camino del Cielo y levantarnos de la camilla de pecado en que estábamos prostrados, como ese paralítico, sin posibilidad humana de ser levantados, sin remedio, sin salida, sin médico, sin padre, sin Dios. Cristo se ha rebajado para que nosotros pudiéramos ser levantados: ha descendido a la humanidad para que la humanidad pudiera ascender a la divinidad.

Jesucristo lo puede todo. Puede lo menos: dar la salud al cuerpo, y también puede lo más: dar la salud al alma. Y por eso debemos creer, en todo momento de nuestras vidas, que Nuestro Señor Jesús puede ayudarnos en todas nuestras necesidades materiales y en todas nuestras necesidades espirituales.

Todo lo puede y todo lo sabe frente a sus enemigos que son también nuestros enemigos. Sin que ellos digan cosa alguna, Él conoce los pensamientos que tienen en sus corazones. Conocía el pecado del paralítico y sabía que era digno de perdón, y también conocía el pecado del retorcido corazón de sus enemigos y sabía que eran dignos de dura reprensión. En este Evangelio vemos cómo Jesús desenmascara a sus enemigos enrostrándoles su pecado; cómo los humilla al demostrar que tiene el poder para curar las enfermedades corporales; y cómo los reduce al silencio con el entusiasmo de la multitud que lo admira y lo aclama al ver el milagro obrado.

Queridos hermanos: por todos estos motivos, cada uno debe tener una confianza inquebrantable en Dios, que nos ha creado, y que nos cuida y nos guía en este mundo con el único fin de darnos la felicidad eterna del Cielo. Por eso cada uno de nosotros debe decir: Jesucristo me conoce tal como soy: ve y aprecia mis buenas obras y no las olvida; ve mis pecados, mis debilidades morales, y está siempre dispuesto a perdonarme si me arrepiento verdaderamente; ve mis necesidades y sufrimientos porque Él mismo envía eso o lo permite para mí bien.

Esta es una gran verdad: cada uno de nosotros puede decir que todo lo que Cristo hizo y padeció con su Encarnación y Redención, lo haría y padecería sólo por mí si yo fuera la única persona en toda la Tierra. Los santos, en efecto, dicen que Cristo habría hecho todo lo que hizo y mil veces más, por una sola alma.

Que por la intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre bondadosa y amantísima, Dios nos conceda siempre una confianza fuerte y profunda en Él.

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Adaptación de un sermón de la obra Verbum Vitae - La Palabra de Cristo, BAC, 1955, t. VII, p.1183- 1186.

domingo, 19 de septiembre de 2021

SERMÓN PARA EL DOMINGO XVII DESPUÉS DE PENTECOSTÉS - P. Trincado


Y le preguntó uno de ellos, que era doctor de la ley, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el principal mandamiento.

Catecismo del Concilio de Trento: Quiénes pecan contra este mandamiento:

Los que no tienen fe, esperanza y caridad.

Los que caen en herejía.

Los que no creen lo que la Iglesia manda creer.

Los que dan crédito a sueños, supersticiones, agüeros, adivinos, brujos, magos y demás cosas vanas.

Los que desesperan de su salvación y no confían en la divina bondad.

Los que ponen su esperanza sólo en sus riquezas, salud y fuerzas corporales.

Catecismo de Astete: ¿quién ama a Dios por sobre todas las cosas? R: el que está dispuesto a perderlas todas antes que perder a Dios.

La caridad de Dios no tiene límites, no se puede amar “excesivamente a Dios”.

Hay tres grados del amor de Dios: infancia (caracterizado por lucha contra el pecado mortal), adolescencia (en el que se lucha contra todo pecado) y madurez (donde prima el deseo de morir para estar con Dios).

Y el segundo [mandamiento] –agrega Nuestro Señor- semejante es a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

La caridad con que amamos al prójimo tiene límites, pues manda el Señor que le amemos como a nosotros mismos.

Y si alguno excede este límite, de manera que ame a los hombres tanto como a Dios o más que a Dios, cometería una gravísima maldad. “Si alguno viene a mí, dice el Señor, y no aborrece a su Padre, Madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas, y hasta su misma vida, no puede ser mi discípulo”. “El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí”.

Al prohibir el odio en el Quinto Mandamiento (No Matarás), Dios impone el precepto de caridad hacia el prójimo.

Por eso Dios nos manda que por la caridad tengamos paz con todos (“en cuanto dependa de nosotros”, como precisa San Pablo).

Las obras de caridad que este precepto nos impone son las siguientes:

La paciencia, ya que la caridad es sufrida.

La beneficencia, que se manifestará ante todo por las obras de misericordia, ya que la caridad es bienhechora.

El amor de los enemigos, tratando de devolver bien por mal y de vencer al mal con el bien.

La práctica de la mansedumbre.

Y, sobre todo, el perdón y olvido de las injurias, que es la obra más excelente de todas las que pueden practicarse en el Quinto Mandamiento.

El cristiano, entonces, está obligado a olvidar y perdonar las injurias, y para animarse a ello, hay que tener presente especialmente estas 3 cosas:

1) Creer que la causa principal del daño o de la injuria no fue aquél de quien desea uno vengarse, sino Dios, de quien proviene todo cuanto padecemos en esta vida (Job 1 21.), y que todo lo permite por justicia o misericordia; y que no nos persigue como a enemigos, sino que nos corrige y castiga como a hijos. Pues en todas estas cosas adversas, los hombres son sólo ministros y ejecutores de Dios, y nada pueden hacernos sin la divina permisión (son como la tijera en la mano del podador).

2) Creer que Dios concede dos grandes bienes a quien perdona las ofensas del prójimo: el perdón de sus propias ofensas y pecados (Mt. 6 14; 18 33.), y cierta nobleza y semejanza con Dios, que hace nacer su sol sobre buenos y malos, y que hace llover sobre justos y pecadores (Mt. 5 45.).

3) Creer que nos acarreamos muchos males cuando nos negamos a perdonar las injurias del prójimo. En efecto, el que odia y guarda el deseo de la venganza, no sólo comete un pecado grave, sino que además su alma es agitada violentamente mientras maquina la venganza hasta que logra conseguirla. Además, siguen otros muchos males a la pasión de odio: ceguera espiritual, juicios temerarios, ira, envidia, murmuración y otros vicios semejantes. Por eso se dice que el odio es pecado del diablo (I Jn. 3 10 -11.), que fue homicida desde el principio (Jn. 8 44.).

Remedios contra el odio: además de lo dicho, son los siguientes:

Ante todo, tener presente el ejemplo de nuestro Salvador, que perdonó hasta a sus mismos verdugos después de haber sido azotado, coronado de espinas, cruelmente atormentado y clavado en una cruz por ellos (Lc. 23 34.).

Luego, el recuerdo de la muerte y del juicio (Eclo. 7 40.): pues en esos momentos será muy necesario alcanzar la divina misericordia. Para conseguirla es necesario que olvidemos nosotros las injurias y perdonemos y amemos a los que de palabra o por obra nos hubieren ofendido.

domingo, 5 de septiembre de 2021

SERMÓN PARA EL DOMINGO XV DESPUÉS DE PENTECOSTÉS - P. Trincado

Cristo con la Cruz a Cuestas, del Piombo, s. XVI


Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo.

Santo Tomás de Aquino nos dice cómo en su comentario a Gálatas: tolerando pacientemente los defectos del prójimo, socorriéndolo en las necesidades, satisfaciendo con oraciones y buenas obras por la pena que otro deba.

Y así cumpliréis la ley de Cristo: cumplimiento que equivale a la caridad.

El amor es la plenitud de la Ley (Rm 13, 10). En eso conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros (Jn 13, 35); Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros (Jn 13, 33).

Y Nuestro Señor nos ha dado ejemplo de cómo llevar unos las cargas de los otros: por caridad, Él mismo cargó con nuestros pecados. El tomó sobre sí nuestras dolencias (Is 53,4). Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1P 2, 24).

Pero el principal impedimento para cumplir con esto es el orgullo, dice Sato Tomás. Algunos no llevan la carga de los otros porque se prefieren a los demás. En efecto, decía el fariseo: Yo no soy como los demás hombres, etc. (Lc 18, 11).

Por lo cual dice san Pablo en esta Epístola: Pues si alguien piensa que es algo, siendo nada, así mismo se engaña. Esto es, si orgullosamente juzga que es algo grande en comparación con los que pecan o ve en falta. Porque si algo somos es tan sólo por la gracia de Dios: Por la gracia de Dios soy lo que soy (1 Co 15, 10).

Agrega el santo que el remedio para evitar el orgullo es la consideración de los propios defectos. Porque por considerar uno los defectos ajenos y no los propios, piensa uno ser algo en comparación con los demás. Por eso dice: mas pruebe cada cual su propia conducta.

Termina la Epístola diciendo lo siguiente: lo que el hombre sembrare también eso cosechará. Pues el que siembra en su carne, de la carne cosechará también corrupción. Mas el que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna.

Lo que el hombre siembre, eso mismo cosechará. Sembrar en la carne es obrar para el cuerpo o para la carne. Así siembra en la carne el que las cosas que hace, aun las que parecen buenas, las hace para fomento y utilidad de la carne. Y se dice que de la carne se cosecha corrupción (putrefacción, podredumbre, descomposición), porque la semilla fructifica según la condición de la tierra.

Y la condición de la carne es ser corruptible, por lo cual al que siembra en la carne, es decir, quien en ella pone su preocupación y sus obras [o actúa movido por el egoísmo], es necesario que esas mismas obras se le corrompan y perezcan. Si vivís según la carne, moriréis (Rm 8,13).

Mas el que siembra en el espíritu, esto es, quien ordena toda su actividad y su mente al servicio del espíritu, por la fe y la caridad [o pretende cumplir la voluntad de Dios en todas las cosas]; cosechará la vida pues el espíritu es quien da la vida (Jn 6, 64). Y no cualquier vida -hace notar Santo Tomás- sino la vida eterna.

Cada cuenta del Rosario es como una semilla de vida eterna para el que lo reza y para los prójimos por los que reza. No nos cansemos de sembrar esas santas semillas.

viernes, 3 de septiembre de 2021

ARZOBISPO VIGANÒ: "LIBERANOS A MALO". Consideraciones sobre el Gran Reinicio y el Nuevo Orden Mundial



Fuente: Adelante la Fe


Nadie formará parte del Nuevo Orden Mundial hasta que realice un acto de culto a Lucifer.

No entrará en la Nueva Era nadie que no haya recibido la instrucción luciferina.

David Spangler

Director del proyecto Iniciativa Planetaria  de las Naciones Unidas

(Reflections on the Christ, Findhorn, 1978)

Desde hace más de año y medio asistimos impotentes a una sucesión de hechos incongruentes a los cuales la mayoría no estamos en situación de dar una explicación plausible. La emergencia pandémica ha hecho particularmente patentes las contradicciones y lo absurdo de medidas en teoría destinadas a limitar los contagios –confinamiento, toque de queda, interrupción del comercio, limitación de los servicios públicos y de la enseñanza, suspensión de los derechos civiles– y que a diario son rechazados por voces discordantes, por pruebas innegables de su ineficacia y por contradicciones de parte de las propias autoridades sanitarias. No es necesario enumerar las medidas que han adoptado casi todos los gobiernos del mundo sin obtener los resultados prometidos. Si nos limitamos a las presuntas ventajas que debería haber supuesto para la sociedad la terapia génica experimental –sobre todo inmunidad contra el virus y la recuperación de la libertad de movimientos–, descubrimos que un estudio de la Universidad de Oxford publicado en The Lancet (aquí) ha declarado que la carga viral de los vacunados con la segunda  pauta  es 251 veces mayor con respecto a las primeras cepas del virus (aquí), a pesar de las proclamas de los dirigentes internacionales, empezando por el primer ministro italiano Mario Draghi, que afirma que «quien se vacuna vive, y quien no se vacuna muere». Los efectos secundarios de la terapia génica, hábilmente disimulados o deliberadamente no registrados por las autoridades sanitarias nacionales, parecen confirmar el peligro de la administración y las inquietantes incógnitas para la salud de los ciudadanos que dentro de poco habremos de afrontar.

De la ciencia al cientifismo

El arte médica –que no es ciencia, sino que consiste en la aplicación de principios científicos casi siempre distintos, basados en la experiencia y en la experimentación, da muestras de haber renunciado a su propia prudencia en aras de una emergencia que la ha elevado a la categoría de sacerdocio de una religión –en concreto la ciencia– que para ser tal se envuelve en un dogmatismo rayano en la superstición. Los ministros de ese culto se han constituido en una casta intocable exenta de toda crítica, incluso cuando sus afirmaciones son desmentidas por la realidad de los hechos. Los principios de la medicina, considerados universalmente válidos hasta febrero de 2020, han dado paso a la improvisación, hasta el punto de recomendar la vacunación en plena pandemia, la obligatoriedad de portar mascarillas a pesar de haber sido declaradas inútiles, un distanciamiento social absurdo, la prohibición de tratamiento con fármacos eficaces y la imposición de terapias génicas experimentales contraviniendo las normas acostumbradas de seguridad. Y así como han surgido sacerdotes del covid, también han aparecido herejes, es decir, los que rechazan la nueva religión pandémica y quieren ser fieles al Juramento de Hipócrates. Con frecuencia, no se ve que el aura de infalibilidad en torno a los virólogos y otros científicos más o menos titulados sea puesta en tela de juicio por sus conflictos de interés ni por las obvias prebendas de las compañías farmacéuticas, cosa que en circunstancias normales sería escandalosa o criminal.

Muchos no alcanzan a comprender la incongruencia entre los fines declarados y los medios que de vez en cuando se emplean para obtenerlos. Si en Suecia la falta de confinamiento y de imposición de las mascarillas no ha tenido como resultado contagios superiores a los de los países en que se ha implantado confinamiento domiciliario o se ha impuesto la obligación del cubrebocas hasta en la escuela primaria, este elemento no se tiene en cuenta como prueba de la ineficacia de las medidas adoptadas. Si en Israel y en Gran Bretaña la vacunación masiva ha aumentado el contagio y ha vuelto la dolencia más virulenta, su ejemplo no insta a los gobernantes de otros países adoptar una actitud prudente en la campaña de vacunación, sino que incluso los lleva a estudiar la obligatoriedad de su administración. Si la ivermectina y el plasma hiperinmune han demostrado ser terapias válidas, no por ello se autorizan, y menos aún se recomiendan. Y quienes cuestionan el motivo de tan desconcertante irracionalidad terminan por   suspender el juicio, sustituyéndolo por una especie de adhesión fideísta a las solemnes declaraciones de los sacerdotes del covid, o por el contrario considera a los médicos curanderos de los que no cabe fiarse.